Philip K. Dick escribió El hombre en el castillo, su ucronía sobre un Estados Unidos nazi, tirando monedas sobre la mesa. Por entonces andaba entusiasmado con el I-Ching, suerte de conjuro adivinatorio chino basado en el azar. Lo que el desesperado escritor en busca de respuestas a su necesaria y constante toma de decisiones – por entonces Dick aún escribía más de una novela, a veces tres y cuatro, al año – hacía, era lanzar monedas al aire y comprobar después si habían salido dos o tres caras (lo que equivalía a un  a lo que tuviese en mente) o dos o tres cruces (lo que equivalía a un no). Se sabe que estaba obsesionado con el asunto porque incluso los personajes de la novela – todos ellos – no hacen otra cosa que consultar a sus monedas antes de tomar cualquier decisión. Y el escritor que, en un tirabuzón narrativo le representa al final, también.

El último libro de Sheila Heti, el fascinante ensayo crónica Maternidad (Lumen), se abre con una charla de la propia autora con sus tres monedas. Ella les hace preguntas, las monedas responden – “¿Este libro es una buena idea?” / “Sí” / “Me duele la cabeza. Estoy muy cansada. No debería haberme echado la siesta. Pero si me la hubiera echado estaría aún de peor humor, ¿verdad?” / “No”–.

“Con el I-Ching solo dialogas, con el tarot además puedes encontrar un relato en medio de toda la confusión”, dice Jessa Crispin (Lincoln, Kansas, 1978), escritora, viajera y tarotisa, las cartas de su particular baraja, especialmente diseñadas para acabar algún día en manos de Trent Reznor (Nine Inch Nails), sobre la mesa. “Ocurrió en mi caso y sigue ocurriendo. No es sólo que te den el cómo, el qué, el cuándo y el dónde, en el caso de que busques orientación artística, es que van a ayudarte a darle sentido al caos. Cuando empecé a usarlas, de hecho, me contaron una historia nueva sobre mi vida”, dice.

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Una oscura Mary Poppins 

Para Leonora Carrington, pintora surrealista, las cartas actuaban como espejos. Te mostraban algo que no habías sido capaz de ver. Sylvia Plath las utilizó para, al menos, componer los tres primeros poemas de Ariel estableciendo lo que los iniciados llaman una tirada inacabada a través de ellos, y William Butler Yeats usó una y otra vez la imaginería tarotista en su obra – echénle un vistazo a Sangre y luna –, porque siempre le atrajo el lado oscuro: fue incluso miembro de una orden secreta. Pamela Lyndon Travers deja caer en la Mary Poppins literaria, infinitamente más oscura que la cinematográfica, buena parte de su pasión por lo inexplicable. Aunque el tarot para Travers nunca fue algo creativo: consultaba a tarotistas cada vez que tenía que tomar una decisión importante – adoptó a su hijo porque se lo dijeron las cartas –. Por no hablar de Shirley Jackson, y Jorge Luis Borges. La lista de escritores – y no sólo escritores: Brian Eno diseñó su propia baraja – que han coqueteado con el tarot es infinita. ¿Por qué?

“Tal vez sea la necesidad de narrativa, o que todos están abiertos a lo intuitivo”, contesta Crispin. Pues ante la toma de cualquier decisión, se diría que el artista utiliza el azar no sólo para darse confianza o seguridad – “es como si se dijera: Estoy haciendo lo correcto”, apostilla la escritora – sino también encontrarle un sentido. “La idea no es usarlas para predecir el futuro sino para desplazar la atención a cierta parte de nuestra vida para intentar comprender qué nos pasa y por qué”, explica Crispin. Veamos un ejemplo: la propia Crispin. Crispin está a punto de publicar un ensayo, El tarot creativo (Alpha Decay), convertido en show  en La Casa Encendida, que trata sobre el asunto y que es a la vez una confesión de hasta qué punto su vida está sujeta, a diario, a lo que dicen las cartas. Crispin es impulsiva. Hace un par de meses conoció a un tipo en Chicago. Solo iba a pasar dos días en Chicago y no le apetecía salir con nadie, pero las cartas le dijeron que lo hiciera. Dos semanas después, se había casado. Muestra la mano, señala el anillo. Y todo porque cada vez que salía con él la carta que la baraja le mostraba era la de El Loco. Y eso quería decir que podía perder la cabeza, que todo iría bien si perdía la cabeza. Así que la perdió.

Crispin, autora también del brillante Por qué no soy feminista (Lince Ediciones), empezó a juguetear con el tarot de adolescente, pero no fue hasta que cumplió los 28 que empezó a dominarlo. Fue entonces cuando lo convirtió en algo así como su mejor amigo, alguien con quien dialoga – ella pregunta, las cartas, como las monedas, responden, y no con un  o o un no sino con una imagen que en cada caso puede significar algo distinto –, y cuyo diálogo le da sentido a lo que le pasa y lo que hace. “Cada día me saco una carta que explica en parte lo que va a pasarme”, dice. Pero ¿no condiciona el hecho de saber que puede ser un fiasco – imaginemos que la carta es El Demonio – el que acabe siéndolo? “Sí, desde luego, pero supongo que en eso consiste”. El carro, por ejemplo, dice, es la carta más “cabal” de todas. “Si un día me sale El carro querrá decir que voy a estar centrada”. ¿Les hace siempre caso? Se ríe. “No es fácil”, dice. Digamos que les hace caso cuando lo que le dicen encaja con su propio relato en marcha. “Lo importante es siempre seguir tu instinto”, concluye, no sin antes recordar que sigue sin ser la única escritora hoy en día que se guía con el tarot, pues “casi todos mis clientes son artistas”.

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