Estoy gratamente sorprendido por la lectura de Una cita con la Lady (Anagrama, 2019), de Mateo García Elizondo (Ciudad de México, 1987), un escritor chilango que ha dado en el clavo, en mi criterio, a la primera de cambio. Tiene un don casi sobrenatural: la genética de la ficción y la palabra narrativa corre de manera natural por sus venas. De casta le viene al galgo. Nieto de dos genios literarios, García Márquez y Salvador Elizondo, ha escrito una novela de 190 páginas en las que el delirio no rompe nunca la sintaxis de la unidad narrativa del texto: la frase. Con un cuidado y un mimo expresivos que me parecen excepcionales, García Elizondo (tal vez el narrador, el protagonista o las dos cosas a la vez), cuida la palabra como si fuera una mascota a la que quiere más que a cualquier otra cosa en el mundo. El resultado es deslumbrante, y me asombra que este texto narrativo, sin más culpa de Bolaño por ninguna parte, y tan atrevido como completo, está pasando casi inadvertido para las tribus literarias y para la pequeña masa de lectores de nuestra lengua, que aquí -en Una cita con la Lady– puede encontrar una novela ideada desde el delirio del heroinómano compulsivo para ser escrita con la obsesión de la perfección.

Aquí hay un novelista, un escritor de ficción, que se inventa con palabras cada una de las descripciones de un pueblo lúgubre, el Zapotal (descripción del mundo del compulsivo y borracho narrador) y unos personajes que el lector avisado duda desde el principio que sean vivos o estén muertos, y todo sea un invento de la palabra del narrador. Sorprendente: esa sensación es la que se siente al ir conociendo los interlocutores del narrador, todos fantasmagóricos, delirantes, enloquecidos, sombras nada más entre la palabra y la narración. Aquí hay un mundo creado exclusivamente por el narrador -por el protagonista, tal vez el novelista mismo, por propia experiencia personal-, un universo que no existe de ninguna manera y en ningún caso fuera del texto novelesco. Como si el escultor (sí, digo el escultor) extrajera de una piedra enorme y vacía, y lo creara de la nada, esta sombra de vida, entre la misma vida y el instante lento de la llegada de la muerte, la  obra de arte que nadie podía imaginar antes de que el escoplo, el martillo y el talento del mismo escultor (sí, repito, el escultor) va sacando a la luz. Las mañas literarias no se heredan siempre; el talento del escritor no pasa a las venas y el cerebro inteligente de su hijo o su nieto, si ese nieto o hijo no sabe, no quiere o no puede ejercer de heredero.

Para Salvador Elizondo y García Márquez, Pedro Páramo era la cumbre de una novelística de gran altura. Un milagro literario y artístico. En efecto, la conjunción de los apellidos, muchos años después, no es nada si el escritor no nos muestra todas las lecturas que, de niño y de joven, ha llevado a cabo. García Elizondo se propuso en su novela, en mi criterio, un gran homenaje literario, una osadía intelectual, a Pedro Páramo y Juan Rulfo. Hasta hoy no había visto en toda mi vida un texto que, en efecto, homenajee a Pedro Páramo de una forma muy personal. El Zapotal no es Macondo, pero es su espejo literario más limpio y logrado. Creo que hasta el número de páginas del texto y el cuidado de la palabra y la frase (que tienen cada uno un contenido literario necesario) tienen que ver directa e intelectualmente con aquella novela corta tan monumental. Una cita con la Lady es la resurrección de una manera de contar en la línea recta de «la lady» (la heroína, el «shot» que acompaña siempre hasta la nada y la muerte al narrador y protagonista, el el Muertito (del que no conocemos nunca el nombre) según los fantasmas que cobran vida y palabra en la ficción. Realmente una osadía descomunal cuyo resultado es extraordinario. Más huellas: tal vez líneas, sensaciones, memoria vaga de «Bajo el volcán» y el Cónsul Firmin en su aventura hacia la muerte a través de un cerebro teñido por la droga y convulsionado por los recuerdos de Valerie, su novia muerte en la aventura de la droga, y de sus amigos, muertos igualmente en la locura de la droga dura.

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Tuve ocasión de conocer en persona a Mateo García Elizondo en la última FIL de Guadalajara, en los primeros días del diciembre pasado. Hablamos de sus abuelos míticos. Hablamos de literatura. Me pareció un gran tipo del que yo tenía que leer esa novela de la que me habló Alberto Ruy-Sánchez en el mismo acontecimiento. Ya lo he hecho. Les sugiero que lean a García Elizondo. Es su primera novela. Es su primer salto al vacío, que él ha sabido llenar de palabras exactas situadas en el lugar exacto de la narración. De ahí la gloria de la frase. Su generación de escritores deberían leerlo. Así muchos aprenderán lo que significa el talento intelectual, lo que son las lecturas en un escritor, lo que es el atrevimiento en la juventud, lo que es el respeto por la literatura, el triunfo que para el escritor es situarse en segundo plano dejando el primero para la literatura. Y a los lectores de novela: léanla. No se van a arrepentir. E, incluso, me lo van a agradecer.

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