Por Héctor González Aguilar

Una casa parisina de subastas llevó a cabo la venta de veintidós manuscritos originales del cantautor francés Georges Brassens, fallecido hace cuarenta años. Entre los compradores destacados estuvieron la Biblioteca Nacional de Francia y los Archivos Municipales de la ciudad de Sete. La recaudación no estuvo nada mal, casi alcanzó los cuatrocientos mil euros. El manuscrito “Súplica para ser enterrado en Sete” fue el que alcanzó el valor más alto en la subasta, se vendió al precio de 54 mil euros.

Con excepción de alguna capilla intelectual que seguramente lo tiene en su nicho principal, Brassens es un desconocido para los mexicanos; esto, a pesar de que su obra ha recorrido el mundo y que ha sido traducida a varios idiomas, incluido el español, por supuesto.

Georges Brassens, actualmente un símbolo de la chanson francaise, nació en Sete, población del Mediterráneo francés, en el año de 1921, misma ciudad en la que nació Paul Valery. De origen humilde, sus estudios fueron básicos, conoció la poesía gracias a su maestro de francés. Dicen que dejó la escuela porque se vio envuelto en ciertos delitos menores, por lo que sus padres optaron por enviarlo a París con una de sus tías. 

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En la Ciudad Luz ingresó a laborar en la fábrica de Renault; luego, en 1942, publicó su primera selección de poemas. Pero Francia, que había sucumbido ante el poderío de Hitler, tenía un gobierno títere; Brassens es uno de esos miles de ciudadanos franceses que son enviados a trabajar de manera forzada a las fábricas en Alemania; al retornar a su país, sin empleo y sin esperanza de encontrarlo, se dedica a estudiar en las bibliotecas públicas, se gana algún dinero escribiendo en el periódico anarquista “Le libertaire”. 

Al finalizar la guerra, con algunas canciones bajo el brazo, empieza la búsqueda de alguien que quiera interpretarlas; la famosa cantante Patachou lo anima a que sea él mismo quien las interprete. Así fue el inicio del más célebre de los cantautores franceses de la segunda mitad del siglo XX.

Las canciones de Brassens denotan un trabajo creativo muy serio, al contrario de muchos compositores famosos que dan mayor importancia a la música, él otorga prioridad a la palabra, es exigente y perfeccionista. Trabaja exhaustivamente en la elaboración de frases poéticas, el valor que alcanzaron sus manuscritos en la subasta confirma esto.

Alguna vez se le consideró uno de los hombres más felices de Francia; al preguntarle su opinión al respecto, él, con una ligera sonrisa, comentó que efectivamente era feliz y que su dicha era la lógica consecuencia de hacer lo que le gustaba: escribir canciones.

Se consideraba a sí mismo “un simple trovador”, jamás se dio aires de poeta –un ejemplo que deberían seguir muchos de los que hacen versos hoy en día-; sin embargo, la opinión pública no está de acuerdo con él, en el año de 1967 se le concedió el Premio Nacional de Poesía y se cuenta que en una ocasión el gigante de la narrativa latinoamericana, Gabriel García Márquez, dijo que Georges Brassens era el mayor poeta francés de su época.

La influencia de este cantautor se deja sentir en incontables artistas, para el caso hispanoamericano mencionaremos nada más a Joan Manuel Serrat y Joaquín Sabina. Decir cuáles de sus canciones son las mejores es entrar en los terrenos de la subjetividad, pero “Les copains d’abord” -Los amigos son primero- es un himno a la amistad en Francia y en otros países. 

Brassens murió en 1981, víctima de padecimientos que lo atosigaron desde joven. En su canción, “Súplica para ser enterrado en Sete”, manifiesta su deseo de volver a estar con sus amigos de la infancia, los delfines, y de pasar su muerte de vacaciones, como un eterno veraneante. Aquí le pide perdón a Paul Valery, también sepultado en Sete: “que el buen maestro me lo perdone, al menos, si sus versos valen más que los míos, mi cementerio será más marino que el suyo”. Sus deseos fueron cumplidos al pie de la letra.

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