Los cuerpos femeninos han sido víctimas de los estereotipos del ballet del siglo XIX y XX plagados de haditas y princesas. Pero para suerte de todos, mujeres poderosas y con una inteligencia diferente hacia el arte revolucionaron la escena.

Si tomamos a la danza moderna y contemporánea como ejemplos, encontramos personalidades que evidencian una transformación inédita y que coloca a las mujeres como responsables del inicio de una corriente artística que al día de hoy no se ha detenido.

Para muchos historiadores, la razón por la cual las bailarinas abandonaron las puntas y deciden explorar su cuerpo, feminidad y expresión deviene de las guerras mundiales, que al dejar una desolación nunca antes vista, hacen obligado abandonar lo etéreo para optar, desde la autoconciencia social, a mostrarse como seres de carne y hueso.

Mucho podría bordarse acerca de la importante presencia de figuras como Isadora Duncan, Loie Fuller, Mary Wigman, Ruth Saint Denis y otras más, pero entre todas, la de mayor impacto ha sido Martha Graham (Allegheny 1894- Nueva York 1991) considerada como la figura más trascendente del arte escénico de siglo XX.

Muy lejos de la danza clásica, Graham empezó a bailar a los 25 años e inició de forma posterior su carrera como coreógrafa abriéndose paso a través del análisis y rompimiento con el arte “burgués y complaciente”.  La influencia del expresionismo, cubismo, futurismo e infinitos “ismos” daba pie para otro tipo de exploración del cuerpo femenino.

En su autobiografía Blood Memory (1991), la artista además de narrar su transcurrir en el arte habla abiertamente –y de forma progresista– de sí misma como mujer. De su libertad sexual, de sus decisiones a optar por ser lo que le diera la gana, su capacidad de independencia y el interés por tomar como inspiración a personajes femeninos como Medea, Yocasta y Clitemnestra, para sus obras.

Además, Graham buscó un vocabulario propio investigando su propio cuerpo, las formas arcaicas del Oriente, el primitivismo africano y las viejas técnicas de enseñanza medievales prohibidas y olvidadas durante el Renacimiento. Sus aportaciones se apuntalaron en lo anticlásico y antiacadémico o convencional, no sólo por llevar la contra al establishment, sino porque su manera de abordar el movimiento rompía con moldes predecibles.

Como bailarina y coreógrafa, la gran artista dio a su danza un peso específico y la colocó dentro de la esfera de lo humano. Es decir, tuvo una noción clara de que el mundo de la fantasía no correspondía al momento social y político.

Inauguró también una amplia investigación teórica, no basada en la simple consecución de los pasos, sino en principios de movimiento cuyo desarrollo llevaban a la abstracción, cuando no a la revelación de otros universos de percepción y con ello, amplió la libertad expresiva del cuerpo a partir del desarrollo técnico, sostenido en principios de estructuración del movimiento que lograron un mayor rango de fisicalidad.

Con ello, se dio la profundización teórica y práctica sobre la exploración de nuevos conceptos que incluían la restauración de la importancia masculina en la danza; la consideración del aporte individual de cada experimentador y una nueva y amplia utilización del espacio.

Hizo toda una aportación estética, única y revolucionaria. Pero sobre todo, abrió a las mujeres una nueva forma de estar en el escenario.

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