Hernando Colón (1488-1539), hijo ilegítimo y biógrafo del almirante, no era ni mucho menos un desconocido para los estudiosos españoles, pero su existencia para el gran público tendrá mucho que agradecer a esta obra de un investigador británico.

Dotado de una vida novelesca (ya cuando tenía 13 años acompañó a Cristóbal Colón en su cuarto viaje), parte de su notoriedad proviene de su actividad recopilatoria y clasificatoria de libros y grabados. A lo largo de su vida, y en viajes por toda Europa, Hernando compró todo tipo de obras; libros, pero también opúsculos y hojas volanderas: baladas, historias eróticas y pronósticos astrológicos: todo el abigarrado conjunto que una imprenta joven vomitaba sin cesar. Unas 15.000 piezas llegó a atesorar esta biblioteca: la mayor privada en la Europa del XVI. Hernando Colón invirtió parte del legado de su padre, donaciones de Carlos V — de quien fue consejero— y esfuerzos sin fin para acrecentar el número de sus obras.

La organización de sus libros supuso toda una revolución conceptual. Hernando fue anotando dónde compraba cada obra, en qué fecha y cuánto le había costado. Hizo listas alfabéticas por el nombre del autor. Creó símbolos (biblioglifos) que resumían la descripción bibliográfica: tamaño, extensión, género, lengua original o traducción… Así, un círculo con una cruz y un triángulo unido a un cuadrado indicaban un libro en cuarto, en latín, con poemas introductorios, en una columna y sin índices.

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Por último, encargó a sus ayudantes la redacción de resúmenes de sus libros, incluyendo juicios sobre el estilo: farragoso, elegante… Unos eran breves, de un párrafo; otros, como las obras de Platón, llegaron a ocupar 30 páginas. El conjunto, Libro de los epítomes, llegó a alcanzar 16 tomos de unas 2.000 páginas. También organizó un sistema de “claves” (el Libro de las materias) que permitía acceder a las obras que trataban un determinado tema. El último instrumento que creó fue la Tabla de autores y ciencias, organizada en 10.000 trozos de papel (hoy diríamos “fichas”) según las categorías medievales del trivium y el quadrivium, más medicina, teología y derecho, con todas sus subdivisiones. Cada ficha tenía título, autor, tema, el biblioglifo y detalles de la publicación. De esta manera, una persona podría abrirse camino en el conjunto de una biblioteca prácticamente universal (puesto que incorporó textos árabes y hebreos) hasta dar con el libro que necesitara, aunque no conociera previamente su existencia. Además, los resúmenes permitían acceder parcialmente al contenido sin consultar la obra.

Visto con ojos actuales, cuando una clasificación alfabética de autores o títulos es algo trivial, podemos infravalorar estos logros, pero pensemos que las clasificaciones medievales no solían ser formales, sino ideológicas: la palabra Altísimo figuraría antes que abismo, por ejemplo. Los resúmenes ya existían en obras medievales, aunque con otros propósitos. Ya había índices de obras, desde la época de los manuscritos (Hernando elaboró uno de 3.000 términos para De rerum natura), pero no abarcaban un conjunto de obras. Hoy, cuando podemos buscar una determinada palabra en el interior de millones de libros, y acceder instantáneamente a muchos de ellos, solo podemos imaginarnos la revolución de información que emprendió el hijo del almirante.

Las compras de grabados (de los que llegaría a tener 3.200) exigieron también el desarrollo de sistemas de clasificación. Para que sus agentes supieran si una determinada imagen ya estaba en la colección, Colón creó etiquetas para el tamaño del papel y el tema (humanos, animales, objetos…); los humanos se subdividían según el número de personas que aparecían, el sexo, su carácter de santos o seglares, y si estaban vestidos o desnudos. Además, había una jerarquía de etiquetas: un grabado se clasificaba en “humanos” aunque hubiera uno solo rodeado de animales, y como “hombre” aunque aparecieran también mujeres.

Con 15.000 documentos, incluidos textos árabes y hebreos, sus fondos eran prácticamente universales

Hablemos de pérdidas: los “libros naufragados” del título son un cargamento de 1.637 obras que se hundió con el barco que las transportaba a España. Pero mayor fue el naufragio de los cinco siglos siguientes. Los 15.000 libros que constituían la inmensa biblioteca que había edificado en Sevilla quedaron almacenados en su catedral, donde muchos se perdieron, sufrieron daños o fueron robados, hasta el extremo de que ahora sólo quedan unos 4.000. La colección de estampas y grabados se perdió íntegramente. Pero también hay hallazgos: uno de los tomos que faltaban del Libro de los epítomes fue encontrado hace poco en Copenhague, novelescamente oculto entre una colección de obras islandesas.

Wilson-Lee recorre con fascinación la biografía de Hernando, en la que descubre muchas de las claves que llevaron a su pensamiento clasificador. La formación de su biblioteca ocupa, como es lógico, gran parte de la obra, pero también aborda su esmerada educación y su acción pionera en temas tan diferentes como el descubrimiento de la declinación magnética, avances en cartografía y navegación, una Descripción de España villa por villa, observaciones astronómicas y botánicas, y un diccionario inconcluso de latín. La obra, muy amena, tiene momentos vivos y coloridos, como la descripción de Roma (¡la Roma de La lozana andaluza!). Pertenece, como El giro. De cómo un manuscrito olvidado contribuyó a crear el mundo moderno, de Stephen Greenblatt (Crítica), al género de la alta divulgación, que tanto está haciendo por cambiar la forma en que miramos los ricos años del Renacimiento.

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