La forma en que José Emilio Burucúa utiliza el español rioplatense insertando en las frases palabras de entrecasa como “paveando” o “comilona”, y dichos populares como “agarró para el lado de los tomates”, parece una declaración de principios destinada a mantener a raya ese término con que suele definírselo —erudito— hacia el que tiene toda clase de prevenciones: “En la Argentina se usa esa palabra con cierto dejo de desconfianza, como que uno ha dejado de lado compromisos sociales y políticos para adquirir conocimiento. Lo que pasa es que yo sé un poco de todo. Suponen que eso es producto de la erudición. Pero no es así. Es curiosidad”.

Burucúa es argentino, doctor en filosofía, licenciado en historia, ha sido profesor titular de Problemas de Historia Cultural en la Universidad Nacional de San Martín, directeur d’études en la École des Hautes Études en Sciences Sociales de París, visiting scholar en el Instituto Getty (Los Ángeles, California) en 2006, gastwissenschaftler en el Kunsthistorisches Institut in Florenz en 2007, permanent fellow en el Wissenschaftskolleg de Berlín (2012-2013) y en el Institut d’Études Avancées de Nantes (2015-2016). Y lo que cabe dentro de su curiosidad es infinito, como puede verse en el arco que comienza con su tesis de doctorado —acerca de los conceptos de Galileo Galilei sobre las artes figurativas— y se clava en el siglo XXI con dos volúmenes, en coautoría con Nicolás Kwiatkowski, titulados Leonardo da Vinci, cuadernos de artes, literatura y ciencia (Colihue, 2012), para los que pasaron tres años y medio investigando y traduciendo del italiano de entonces al español del siglo XXI los textos de Leonardo; e Historia natural y mítica de los elefantes (Ampersand, 2018), acerca de las representaciones conceptuales del elefante en Europa.

Entre una cosa y otra, Burucúa escribió Historia, arte, cultura: de Aby Warburg a Carlo Ginzburg; Cómo sucedieron estas cosas. Representar masacres y genocidios; Cartas norteamericanas; Cartas berlinesas I y II; La imagen y la risa; Cartas del Mediterráneo oriental; Excesos lectores, ascetismos iconográficos. Ensayos, diarios, crónicas de viaje: con un ojo tan virginal para el asombro como acaudalado en sabiduría, cada página de sus libros es una bacanal de hipervínculos. En Cartas berlinesas I (Adriana Hidalgo, 2015), la contemplación del cuadro El sátiro y los campesinos, de Jacob Jordaens, lo lleva a leer una fábula de Esopo —“la número 22 en la edición de Cazton-Avianus de 1484”— que inspiró a Jordaens, y a confirmar sus ideas “acerca del vínculo entre la risa y el mito antiguo en la cultura de los Países Bajos de los siglos XVI y XVII”.

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La suma aluvional de referencias no se lee como alarde sino como una forma exaltada del entusiasmo, con una prosa hiperrealista cuando debe, por ejemplo, encarar la endiablada descripción del edificio del Reichstag diseñado por Norman Foster en Berlín: “Es el costillar metálico y semiesférico el sistema portante real que traslada los empujes de la cúpula al tambor y permite el despliegue de un helicoide por el que uno asciende, pero el sólido paraboloide de revolución, recubierto de espejos, que se extiende desde una plataforma a pocos metros del agujero real en la cúspide del domo hasta el centro del techo virtual en la sala de sesiones parlamentarias, funciona visualmente como el elemento de sostén que no es ni podría ser”.

En un artículo en el que señala la diversidad de editoriales que publican a Burucúa (Biblos, Fondo de Cultura Económica, Periférica, Adriana Hidalgo, Colihue, Eudeba, Katz Editores, Ampersand), el editor y escritor argentino Damián Tabarovsky sostiene que esa dispersión “señala un lugar en un imaginario mapa de la cultura argentina, una posición de excentricidad, de cierta lateralidad, de gusto por la deriva. De allí la tensión —casi diría que la paradoja— que vuelve singular la figura de Burucúa: central y a la vez periférico, galardonado pero al mismo tiempo irremediablemente raro, nodal y a la vez inclasificable. Porque inclasificable es su erudición —hecha de sabiduría, rigor e ironía—”.

Tiene 73 años, ojos celestes que parecen recién lavados y una barba corta que recuerda a la del guerrero sumerio Nippur de Lagash, un personaje de historieta creado en los años sesentas por el guionista Robin Wood que Burucúa —gran consumidor de comics— sigue leyendo hasta hoy.

—Nippur de Lagash me parece una creación sensacional —dice, estirando la “a”, como hace cuando quiere subrayar el carácter singularísimo —o deplorable o triste— de alguna cosa.

Hace algunos meses donó casi 10.000 libros a la Biblioteca Nacional y se quedó con unos 800 que abarcan buena parte de las habitaciones que se ven desde el recibidor de su departamento, ubicado en un barrio popular de Buenos Aires. En un mueble conserva los 20 tomos de El tesoro de la juventud, una enciclopedia para niños editada en la década del 20.

—Lo primero que hizo mi viejo cuando yo nací fue comprarme El tesoro de la juventud. Era un bebé, pero ya tenía biblioteca. Lo primero que agarré como libro fue eso.

Es una metáfora demasiado literal, quizás atinada: un libro sobre todas las cosas fue el primero de un hombre que acaba de publicar un volumen titulado Enciclopedia B-S (Periférica), que toma de aquel no sólo la estructura de diccionario sino la ambición: tiene 700 páginas y cuenta una saga que abarca dos familias, la del propio Burucúa y la de su esposa, Aurora. Escribirlo requirió de todas las herramientas de la investigación histórica (aplicada sobre un objetivo peligroso: los propios abuelos, suegros, padres), y de un narrador omnisciente que, aún estando en el centro, se mantiene en la periferia, inmiscuyéndose con discreción de monje (o mayordomo).

—Todo empezó con el Hombre-Montaña. Porque el Hombre-Montaña era mi suegro, el padre de mi mujer.

El Hombre-Montaña era Raúl, un judío rumano que junto a su esposa, Cecilia, pasó por diversos países huyendo de guerras y totalitarismos hasta llegar a la Argentina, donde se asentó y se dedicó a la lucha libre bajo aquel apodo.

—En 1994 me dijo: “Escribí este diario, a lo mejor lo podés publicar cuando yo esté muerto”. Murió en diciembre de 1995. Tenía muchas reiteraciones, pero había partes muy bien escritas. Hablé con mi amigo, el historiador francés Roger Chartier, y me dijo: “De una cosa así un historiador no puede desentenderse. Tenés un diario de un hombre con esa vida tan aventurera. Escribilo vos”. En el verano de 1996 empecé y me di cuenta de que no sabía cómo. Yo soy historiador: estoy acostumbrado a que se empieza en A y se termina en Z. Tengo tendencia a seguir la flecha del tiempo. ¿Cómo hacía para meter a otros personajes? Ahí se me ocurrió que cada vida que se cruzaba la podía hacer aparte y después unirlas, como si fuera un diccionario.

El trabajo le tomó 11 años —desde 1996 hasta 2007—, y el resultado se publicó en Periférica en 2011 bajo el mismo título —Enciclopedia B-S— pero con una diferencia: contenía sólo la historia de su familia política. Después, se preguntó cuál sería el resultado si hacía lo mismo con la propia.

—Y encontré algo completamente distinto.

Porque sus suegros habían tenido una vida de catástrofes saltando de país en país —Israel, Francia, etcétera—, perdiéndolo todo para volver a comenzar, pero habían conservado una jovialidad luminosa.

—Y mi familia, que no había pasado todas esas calamidades, salvo en la época de la dictadura argentina, era mucho más densa.

En el centro de esa densidad gravita, como un imán oscuro, la desaparición de su hermano Martín, siete años menor, militante del Ejército Revolucionario del Pueblo, una organización armada de izquierda, que fue secuestrado en julio de 1976, cuando comenzó la ultima dictadura militar en la Argentina.

Los amigos de Burucúa lo llaman Gastón, como pretendía llamarlo su padre, un médico prestigioso, pero en 1946 las leyes argentinas prohibían los nombres extranjeros que no figuraban en el santoral de modo que fue bautizado como José Emilio, el nombre de su progenitor.

—A los seis fui al cine a ver A la hora señalada, con mi viejo. Y sin darme cuenta empecé a leer los subtítulos. Entendí todo. Cuando salimos del cine vi un libro y le dije a mi papá: “Comprame ese libro, dale”. Era La Ilíada para niños. Me lo devoré. Ahí empezó todo. Me compraban Shakespeare para niños. La Divina Comedia para niños. Mi vieja me decía: “Es de un hombre al que se le muere la novia y la va a buscar, pero no sabe si está en el infierno, en el purgatorio o en el paraíso”. Me lo leí entero para ver dónde estaba la mina.

Esa infancia buena, llena de lecturas y lecciones de francés, chocó con una adolescencia difícil cuando entró en el colegio secundario más prestigioso de la ciudad, el Nacional Buenos Aires, una leyenda educativa de la que han salido intelectuales, ministros, presidentes.

—Me hicieron mucho bullying. Era medio nerd. Y el colegio te inculca eso de “vamos a ser los salvadores de la patria”. Yo nunca me lo creí ni aguanté lo que de eso derivaba.

Al terminar, se preparó para dedicarse a su vocación profunda: la medicina, la misma que tenía su padre, un hombre que, en la Enciclopedia, aparece como un sujeto inteligente, generoso y tiránico. Burucúa cursó poco más de un mes: lo que necesitó para darse cuenta de que la competencia iba a destruirlo. Cada día, cuenta en el libro, su padre lo “martillaba a preguntas durante el almuerzo. ‘¿Qué viste hoy en anatomía?’. ‘El húmero, la clavícula y el omóplato, es decir, el hombro’. ‘¡Ajá! ¿De dónde a dónde va la corredera bicipital del húmero?’. Silencio absoluto. ‘Así no va, no va. Ya tendrías que saberlo a estas horas. No pasarás el examen si seguís en semejante tesitura”.

—Hasta que le dije: “No me gusta la medicina”. No era verdad. Le mentí. A mí me encantaba. Y mi viejo me dijo: “¿Qué querés estudiar?”. “Matemáticas”. Desde ese momento fue como si se hubiera liberado de una responsabilidad. Ya no había lugar para que él ejerciera ese despotismo sobre mí. Yo hubiera querido ser médico. Pero con mi viejo era imposible. Hubiera sido una sombra doliente a su lado.

No fue médico pero tampoco matemático, porque se enamoró de una compañera que no lo correspondía y, como eremita doliente, decidió marcharse al campo unos meses. Al volver ingresó en la Facultad de Filosofía y Letras “porque todo bicho que camina va a parar a la Facultad de Filosofía y Letras”. En 1974 ya se había recibido, había conocido a Aurora, se habían casado. Por entonces, el clima político empezó a enrarecerse. La actuación de los grupos de izquierda como el ERP, donde militaba Martín, su hermano menor, terminaría con el golpe de Estado militar de marzo de 1976.

—Yo era profesor en la Universidad de Buenos Aires y todo estaba muy enrarecido, así que nos fuimos a Ushuaia. Había un solo colegio secundario y las cátedras de historia estaban tomadas. La rectora me dijo: “No tenemos profesor de música ni de francés”. Yo sabía francés y un poquito de música, así que tomé esas horas.

Estuvo en Ushuaia hasta 1981, cuando partió a Italia a hacer un doctorado. Para entonces, hacía cinco años que su hermano había desaparecido.

La Enciclopedia B-S le llevó 22 años: más de dos décadas para contar la historia del nazismo y los migrantes y la medicina y las formas de la muerte y del amor encarnadas en dos grupos familiares. Comenzó a trabajar en la segunda parte, la que corresponde a su familia de sangre, en 2008.

Esa historia está exenta del humor jovial que recorre la de su familia política, donde su suegra, Cecilia —a quien llamaban Chica—, es un personaje en torno al cual orbitan momentos a veces hilarantes. La muerte de Raúl, el Hombre-Montaña, llega en el corazón de un párrafo que conecta la muerte con el provolone a la brasa: “La sintonía inusual de suegra y yerno se puso a prueba y salió fortalecida en diciembre de 1995 cuando, tras cuatro días de un malestar difuso (…), Raúl falleció de golpe, a los 86 años de edad, el día 6 de aquel mes (…). La lápida (…) dejó muy conforme a Chica. Sin embargo, su enojo con el médico tratante del marido, quien hasta aquel día había sido una suerte de semidiós de la ciencia, no tuvo racionalidad ni límites. ‘¿Cómo es posible que, dos días antes de morir, Raúl estuviera perfectamente bien y el doctor dijera que había Raúl para rato?’ (…) Únicamente Gastón consiguió apaciguar la furia de Chica mediante el expediente de reunir los casos históricos de grandes hombres que habían muerto inesperadamente: Zenón el estoico en Atenas, Sarmiento en Asunción, Lal Bahadul Shastri en Tashkent y Raúl S en Buenos Aires. A partir de aquel momento, el cementerio cercano a Pilar fue objeto de visitas regulares (…). Lo más interesante de aquellos viajes consistía en que, después de llevar las flores de rigor y estarse un rato junto a la tumba, Chica se declaraba siempre dispuesta a ir a comer en algún restaurante (…) o bien en una parrilla a la vera del camino. El asado criollo se imponía como menú favorito y Cecilia probaba sin falta un trozo de queso provolone a las brasas, exotismo pampeano que le parecía una delicia”.

Pero sobre la historia de su propia familia se posa una tanatología sin morbo, seca, medicinal, como cuando narra la muerte de su madre después de una agonía que rehúye contar: “Murió el 5 de abril de 1979 a las ocho y media de la mañana, en su casa de la avenida de la Plata, en la cama que había sido la suya desde que, recién casada, se fue a vivir al departamento pequeño de la calle de Bulnes”.

—Cuando empecé a investigar a mi propia familia encontré algo mucho más denso. Y apareció un dato: mi abuelo materno tenía dos casas. Dos familias. Fue un secreto celosamente guardado por mi madre. Y por el lado de mi padre también era sombrío. Yo creo que eso sucede porque en mi familia hay sangre en las manos. Mi bisabuelo participó de la guerra Carlista, estuvo en Filipinas. Y mató personas. Mi abuelo era uruguayo y participó en la guerra civil. Y mató personas. Yo no sé si mi hermano mató a alguien, creo que no, pero no lo sé. Y la Biblia dice que son siete generaciones las que tienen que pagar cuando uno toma la sangre ajena. Hay algo en el homicidio que perturba al que mata, a tal punto que se expande.

Pero en la Enciclopedia la muerte desova su horror, más que en ninguna otra parte, en la desaparición de su hermano Martín.

—Él militaba en el ERP. Tenía unos 22 años. Yo nunca pensé en lo que iba a venir. Jamás pensé que lo iban a matar así.

“La errancia de Martín se ensombreció día a día”, escribe. “Herido en la espalda, vaya a saber en qué circunstancias, se le hizo un absceso purulento. Su madre lo encontró que volaba de fiebre durante una de las citas en la iglesia. De inmediato, Leonor se puso en contacto con su prima Ada, quien aceptó esconder al joven en su departamento del quinto piso de la calle de Uruguay 1133, en pleno Barrio Norte. El cuarto piso del inmueble pertenecía a las hermanas de un general; en el sexto piso, vivía un coronel. Los riesgos que corría Ada eran inconmensurables”. El padre de Burucúa consiguió que un colega aceptase operar a Martín “sobre la mesa del comedor de Ada (…) A comienzos de junio, Martín estaba curado. Ada le propuso que permaneciese allí, todo el tiempo que fuera necesario (…) Martín se negó y volvió a su peregrinaje desesperado. El 14 de julio tuvo el último contacto con su madre (…) Leonor perdió contacto con su hijo para siempre. Martín era un desaparecido”.

—La última vez que lo vi fue en la víspera de la Navidad del 75. Él estaba clandestino, así que con mi madre se citaban en una iglesia. Pero se citaron en julio de 1976 y él no apareció. Mi madre era parienta de muchos militares. Los fue a ver y le dijeron que no sabían nada. Son unos monstruos. Haberles dicho a ella o a mi papá: mire, no busque más porque a su hijo lo matamos. Lo mataron, lo tiraron al río, entre el 14 y el 31 de julio. Mi madre siempre se aferró a la posibilidad de que él hubiera escapado. Ella era una persona muy dinámica, muy coqueta, y después de eso ya no salió de la casa. Murió en el 79, esperando que mi hermano la llamara.

Burucúa dedica el libro al editor de Periférica, fallecido en junio de 2019, Julián Rodríguez Marcos: “Julián Rodríguez Marcos, in memoriam et ingenti gratitudine”. Debajo escribe: “Nuestra Enemiga nos ha castigado en el fondo y en la forma de lo que escribimos (…) Julián, nuestro editor, murió repentinamente en su casa de la serranía segoviana mientras leía las cuartillas de la Enciclopedia y preparaba la edición”.

—La muerte es un espanto. Yo soy creyente, pero me produce mucho rechazo la idea de que la muerte puede entrañar belleza. Hay un dicho latino que se ha puesto en muchas tumbas. Yo las agarraría con un martillo. Dice: bonum est pro patria mori. No. Entiendo que hay momentos donde un tipo sacrifica su vida por el prójimo. Pero bello no es. Es una catástrofe. A lo mejor es un héroe. Pero es un muerto.

Al final de cada ciclo narrado por la Enciclopedia se reproducen documentos —fotos, certificados, notas— precedidos por una descripción titulada Iconografía. La última corresponde a los objetos asociados a Raúl, el Hombre-Montaña, y da paso a la última frase. Allí, con una prosa que parece dirigirse hacia calma crepuscular, Burucúa escribe: “Una Aurora divina que alumbra bellamente los pasos de nuestras vidas, de tantos rumbos amorosos, de tantos destinos sin más sentido que la fea muerte”.

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