Un hombre sonriente y amable camina tranquilo por los pasillos de la Feria Internacional del Libro (FIL) de Guadalajara mientras alerta de un colapso mundial inminente. Amin Maalouf (Beirut, 1949) llegó como un completo desconocido para la mayor parte del público mexicano y se fue como una de las grandes sensaciones de la cita editorial en español más grande del mundo. “Mi intención es sacudir a los lectores”, confiesa sin reparo el escritor libanés, que tuvo que esperar más de 70 años para desembarcar por primera vez en tierras mexicanas. Maalouf, una de las voces más celebradas de la literatura francesa de las últimas décadas, ha cautivado por ofrecer un discurso de esperanza después de pintar un horizonte apocalíptico, por su sencillez para dejarse conocer pese a ser una de las cartas fuertes en el programa de este año y por transmitir una pasión genuina por el país que lo acogió en los últimos días.

Su obra más reciente, El naufragio de las civilizaciones (Alianza), es un ensayo histórico con pasajes autobiográficos que entrega un diagnóstico demoledor sobre el destino de la humanidad, en el que abunda la nostalgia por un futuro sin rumbo ni capitán: desalentador e inevitable. “El mundo no está en buena forma, pero no podemos cegarnos ante la realidad, por más angustiante que sea”, afirma Maalouf. “Al mismo tiempo, tengo más esperanza que nunca, vivimos en una época maravillosa porque tenemos todas las herramientas para salir de esta crisis”, agrega el ensayista y novelista.

Es en la encrucijada entre su historia personal y la historia universal, desde lo más íntimo hasta lo más público, donde Maalouf construye un relato para explicar cómo el mundo ha llegado a un punto de no retorno y donde ha armado su resistencia para confrontar los problemas más apremiantes de la actualidad. Desde el cambio climático y el auge de los extremismos hasta la intolerancia hacia las minorías y el malestar por las desigualdades económicas y sociales que ha desatado protestas en cada vez más rincones del planeta. “Creo que el problema más grande es la desconfianza mutua, hemos dejado de entender al otro”, comenta sin perder el tono reflexivo. “No vengo a defender la idea de que antes los tiempos eran mejores, más bien creo que tenemos que atender este llamado de atención de forma urgente, estoy desesperado”, asegura con una frase que bien pudo haber sido un grito de batalla de Greta Thunberg, pero que ha salido de la boca de un hombre de 70 años.

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Maalouf, ganador del Premio Príncipe de Asturias de las Letras de 2010, es también una figura que rompe con todos los protocolos: bromista, cálido, franco. Después de que unas dolencias en la espalda truncaran lo que pudo ser su primera visita al país hace 10 años, es el escritor que accede a todas las fotos, que firma todos los libros y que no rechaza ninguna pregunta durante sus entrevistas. Sonríe después de que una seguidora asidua lo arrastre de la ropa para conseguir un souvenir o de que un grupo de estudiantes lo persiga en grupo después de reconocer su cara en un póster. Así es como en dos minutos el escritor inadvertido se convierte en rockstar.

Inevitablemente, después de leer su diagnóstico de la realidad la angustia de su prosa se vuelve contagiosa. “La mirada del libro es apocalíptica”, le comenta un periodista antes de abrir una entrevista. “¿Es usted pesimista o realista?”, dice otro de la radio pública. “¿Hay esperanza para el mundo?”, le cuestiona uno más. Maalouf cuenta que esta última es la pregunta que más le hacen. Su estrategia para enfrentar 30 entrevistas en una semana ha sido simple: no prepararse para ninguna. “Para mí se trata de hablar con la persona que tengo enfrente”, dice sin rodeos. Si la entrevista es buena, se llena de energía. Si no, pierde un poco de fuerzas y tiene que recargar baterías. Maalouf tampoco tiene rituales de escritura. Lo primero que hace al despertar es encerrarse a escribir en su oficina durante una o dos horas. “Lo único que necesito es aislamiento absoluto y trabajar en varios libros al mismo tiempo”, explica, alternando entre el francés, el inglés y unas palabras en árabe.

Amin Maalouf también habla con las manos. La palma derecha lleva el ritmo de la conversación. Se abre hacia arriba para explicar. La lleva a la boca para pensar. Señala con el índice o tamborilea los otros dedos para recordar. Y la izquierda casi siempre descansa, salvo cuando la discusión llega a su punto más álgido. Entonces se mueve todo, su pelo cano y despeinado se mece de arriba abajo, sus gafas se desacomodan su traje de rayas se contorsiona y su camisa blanca se arremanga involuntariamente.

Ese trajín lo ha acompañado toda su vida. Descendiente de cristianos asentados en países de mayoría musulmana, ha vivido en Líbano, Egipto, Turquía y desde 1975, tras el estallido de la guerra civil en su país natal, en Francia, su patria adoptiva. Antes trabajó para An Nahar, uno de los principales diarios libaneses y cubrió los conflictos en Vietnam y Etiopía. “Nunca sentí la diferencia entre ser escritor y periodista, aunque creo que sigo viendo el mundo desde la perspectiva de un reportero”, confiesa.

 Esa hoja de vida, marcada por la migración, los conflictos, las revoluciones y por una noción permanente de ser parte de una minoría, ya sea como cristiano en el Levante mediterráneo o árabe en Europa, ha tenido una influencia decisiva en su obra. Su legado está compuesto de novelas, ensayos y hasta libretos de ópera, una de ellas (El amor distante) se puso en escena en abril pasado en el Palacio de Bellas Artes de la capital mexicana. Sus libros están traducidos a más de 40 lenguas e incluyen, entre otros títulos, León el africano, Samarcanda y Orígenes.

“La línea entre ser inmigrante o refugiado es cada vez más delgada, yo dejé mi país por la guerra, pero también porque quería oportunidades de vida, es tan simple como entender que la gente busca una vida mejor”, explica Maalouf. Ese fue el impulso que trajo a millones a Latinoamérica, el principal destino de la diáspora libanesa y una región que ha dejado huella en su propia familia. El hermano de su abuelo se estableció en Cuba y tiene además un cuñado chileno y un primo político que nació en México. “”an lejos de Dios y tan cerca de Estados Unidos”, repite Maalouf para empatizar con las fatalidades geográficas de México.

Como casi cualquier extranjero que llega a México, sus anfitriones le han enseñado groserías y lo han agasajado con comida. Y él quiere probarlo todo. Un día, un corte de carne. El otro, mariscos. Cócteles de mezcal como introducción y mezcal derecho para su graduación. Descubrió el mole y la cochinita pibil, se adentró en una decena de recetas de guacamole y ni él ni su esposa Andrée, que también escribe y es una apasionada de la comida, se dejaron intimidar por el picante ni los chapulines, un platillo típico a base de saltamontes. “Es un país que me ha impresionado muchísimo, con una historia e identidad únicas, aún siento que sigo descubriendo México”, cuenta emocionado el escritor, antes de confesar que el lugar que más le sorprendió fue la plaza Garibaldi, mundialmente conocida por sus mariachis. “Tendrá que ser el escenario de una de mis novelas”, cuenta entre bromas.

La obsesión gastronómica, la emoción de ver todo lo que se pueda y el afán de abrirse hueco para una escapada turística a costa de una agenda atiborrada de compromisos no son para menos, pero han empezado a ceder ante el cansancio. “Soy un hombre que ama la vida”, resume conmovido, minutos antes de que concluyera su presentación de este domingo en Guadalajara con una ovación de pie, en su último compromiso público de los próximos tres meses. Regresará a casa a observar el mundo con desesperación y esperanza, y adelanta que lo más probable es que su próximo libro sea una novela. Y que aunque no se ha ido, ya piensa en volver a México.

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