Si de las críticas publicadas hasta ahora depende, Midway no estará en las listas de lo mejor del año que está a punto de acabar. “Es como ver una estatua durante dos horas y media, solo puedes sentarte y bostezar”, asegura The Guardian. El crítico de Empire se dice “asombrado de que todavía se hagan películas como esta”, mientras que Rolling Stone la tacha de “caricatura”. El especialista de Associated Press va más lejos: “Lo primero que debería hacer el director tras estrenarla en cines es disculparse. Disculparse ante los de efectos especiales, los especialistas, los carpinteros, los figurinistas y los actores”.

En toda su trayectoria como director, que cumplirá tres décadas en 2020, solo una de sus quince películas (‘El patriota’, con Mel Gibson) cuenta con una valoración positiva de la crítica

Hasta el director más hinchado de sí mismo podría desmoralizarse ante la inmisericordia de estos comentarios pero, para Roland Emmerich (Stuttgart, Alemania, 1955) esto no es más que su particular día de la marmota: él estrena una película de acción palomitera y la prensa especializada la repudia. El cineasta alemán, conocido por filmes de catástrofes como Independence Day o El día de mañana, regresa a las pantallas demostrando que sobrevivir al sambenito de “peor director de Hollywood” tiene tanto mérito como ganar una estatuilla.

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Desde que Roland Emmerich llegó a Estados Unidos a principios de los noventa y se hizo un nombre filmando ese clásico de videoclub llamado Soldado universal, ha tenido a la prensa especializada en su contra. Lo cierto es que la tuvo incluso antes, ya que él mismo sostiene que “por culpa de la crítica” se vio obligado a abandonar su Alemania natal tras rodar sus primeros filmes. “Me decían que yo quería hacer películas americanas, pero que las filmaba en Alemania porque no era lo suficientemente bueno. Cuando triunfé en Hollywood tuvieron que tragarse sus palabras”, explicó en The Guardian ignorando que al otro lado de charco tampoco le ha ido mejor.

En toda su trayectoria como director en la meca del cine, que cumplirá tres décadas en 2020, solo una de sus quince películas (El patriota, con Mel Gibson) cuenta con una valoración positiva de la crítica según la web Metacritic. En Internet abundan los foros que le tildan como el director más nefasto de la actualidad y ha sido nominado a un premio Razzie a lo peor del año en Hollywood hasta en cinco ocasiones, tantas como amagos de destrucción del planeta ha inmortalizado en su obra.

Pero su carácter quijotesco lo ha convertido también en un enigma admirable. Ignorando juicios y modas, se ha empeñado en cimentar su leyenda de master of disaster, de maestro de las películas catastróficas de manera literal y figurada. Un título que le fue otorgado tras el éxito mayestático de Independence Day (1996) –de cuyas rentas todavía vive– y que él mismo se encargó de ratificar con filmes taquilleros como Godzilla (1998), El día de mañana (2004) o 2012 (2009).

“Nunca ha sido un cineasta que aspirara a hacer arte, solo quiere rodar películas recaudatorias para todos los públicos sin que tengan que usar el cerebro”, explica a ICON Tim Grierson, periodista de webs como Mel, Rolling Stone o Vulture y que considera que Emmerich ha alcanzado la excelencia a la hora de hacer malas obras de acción. “Lo fascinante de sus películas es lo genéricas que son. Su firma artística distintiva es que le encanta volar cosas. Su marca de la casa es la mediocridad”, sostiene.

“Tengo cierto afecto resignado por su cine a lo comida rápida. Estos directores de acción de segunda se merecen un lugar en Hollywood, mientras no les elevemos al nivel de genios, visionarios o artistas”

Midway (en salas desde el 5 de diciembre) es el último ejemplo de su pasión por el espectáculo pirotécnico. Protagonizada por Ed Skrein y Woody Harrelson, narra la historia de la decisiva batalla en el océano Pacífico de 1942, una victoria fundamental para el bando aliado en la Segunda Guerra Mundial solo seis meses después del ataque a Pearl Harbor. Con cerca de 100 millones de euros de prepuesto, Midway también es una de las películas independientes más caras de la historia de Hollywood. Tras un par de batacazos de taquilla consecutivos, precisamente la virtud que justificaba cada uno de sus nuevos proyectos, Emmerich se ha visto obligado a buscar financiación fuera del sistema de estudios para poder rodarla.

Además de los grandes presupuestos y la traca de explosiones, la exacerbación del espíritu nacionalista es otra de las características habituales de su cine. La bandera estadounidense podría ser considerada un personaje más del elenco, generalmente conformado por roles estereotipados y unidimensionales. Conscientes de este componente chovinista, varios de sus filmes –como Midway o Independence Day–, han debutado comercialmente en festividades tan señaladas en Estados Unidos como el Día de los Veteranos o el Día de la Independencia. “Lo que propone Emmerich, sin parapetarse tras la coartada de la ironía posmoderna, es tratar la ficción patriótica propagandística como una forma de histriónico y aparatoso espectáculo trash”, escribía Jordi Costa en EL PAÍS.

Cuando Roland Emmerich ha intentado abandonar el estruendo y acercarse al cine íntimo y dramático, el recibimiento de la crítica y el público ha sido incluso más áspero. Comprometido activista gay y casado desde 2017 con su novio desde hace once años, Omar de Soto, el realizador llevó a la gran pantalla su retrato de los disturbios de Stonewall, la revuelta que en 1969 supuso un hito histórico en la lucha por los derechos de la comunidad LGTB+. El filme, Stonewall, estrenado en 2015, fue rechazado de lleno por colectivos de transexuales negros y latinos, que acusaron al cineasta de haber blanqueado los hechos poniendo como protagonista a un hombre blanco cisgénero (Jeremy Irvine).

“Esta película es terriblemente ofensiva y ofensivamente terrible”, escribió Vanity Fair; mientras que The Washington Post llegó a publicar una “guía práctica para poder odiar Stonewall”. Emmerich avivó la mecha de la controversia al defenderse en Buzzfeed alegando que “no había hecho esta película solo para los homosexuales”.

El director, al menos en público, no ha hecho acto de contrición por sus pecados fílmicos, sino que prefiere ver la paja en el ojo ajeno. Cuando la secuela de Independence Day se saldó como un incontestable fracaso de taquilla, Emmerich aseguró en Indiewire que se arrepentía de haberla rodado, achacando el batacazo a la ausencia de Will Smith como protagonista. Y a la franquicia que le ha quitado el sello de garantía de venta de butacas, Marvel Studios, le dedica palabras poco amables. “Cuando veo sus películas se me cierran los ojos. Me las pongo en los aviones para quedarme dormido”, explicó en Insider, añadiendo que las cintas protagonizadas por Robert Downey Jr. o Chris Evans son demasiado “formulaicas”.

Antes que él, otros directores fatídicos como Ed Wood, Tommy Wiseau o Uwe Boll terminaron convirtiéndose en personajes de culto. Su tenacidad en demostrar su escaso talento con películas carentes de cualquier atisbo de calidad conquistó el corazón del espectador que, al igual que en la moda o en la arquitectura, termina abrazando el feísmo si este se presenta en su máximo exponente. Alrededor del perfil de Emmerich también se percibe ese creciente halo de romanticismo cinéfilo kitsch. “Tengo cierto afecto resignado por su cine a lo comida rápida. Estos directores de acción de segunda se merecen un lugar en Hollywood, mientras no les elevemos al nivel de genios, visionarios o artistas”, nos confirma Grierson.

Antes de certificar que Midway tampoco iba a ser el filme que por fin entusiasmara al respetable, Emmerich ya se había asegurado la financiación para su próximo proyecto. Como ese asteroide que a pesar de haberse convertido en un cliché manido sigue empeñado en chocar contra la Tierra y destruir todo rastro de civilización posible, Emmerich volverá a rodar una nueva película de catástrofes de gran presupuesto, Moonfall. ¿La temática? Una tripulación viaja hasta la Luna para intentar que el satélite, que se ha salido de su órbita, no destruya la Tierra. Emmerich, cual Unamuno, lo tiene claro: “¡Que inventen ellos!”.

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