Rubem Fonseca murió ayer, 15 de abril, de nuevo abril. Marçal Aquino, mi escritor brasileño favorito, me dice que él fue el gran desbravador de la literatura brasileña. Traducir desbravador daría como primera opción pionero. No es eso, exactamente. Es el que quita la yerba mala para poder sembrar las semillas ya cultivadas, las que van a florecer en formas terribles y perturbadoras.

Es Marçal el que tiene la palabra:

“Fue a principios de los años sesenta, cuando Rubem Fonseca publicó sus primeros libros de cuentos, que Brasil descubrió a un intérprete original, que sintetizaba en su prosa las contradicciones de un país al margen de una violenta explosión urbana. Sus armas: una escritura con el borde afilado, el gusto por el detalle, ese coqueteo sutil con lo grotesco y un humor inusitado, él supo, como pocos, observar y traducir la realidad en ebullición a su alrededor. Sus narrativas son verdaderos informes policiacos literarios y flagran el momento exacto en que la brutalidad se convierte en moneda de cambio. Difícil pensar en algún otro escritor, que haya comenzado a escribir a partir de la década siguiente, que no deba algo al maestro* Fonseca, que, ya el tiempo lo confirmará, tiene un lugar destacado entre aquellos que hicieron de la literatura brasileña una gran arte”.

Conversando me repite algo que ya sabía, su admiración por los cinco primeros libros de Fonseca —de Los prisioneros a El cobrador—. Dice que ahí está la suma de la prosa y de los personajes y tramas fonsequianos.

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Y tus mejores recuerdos, le pregunto. “Son aquellos encuentros en México y algunos en Río. El placer de aquellas charlas —raramente literarias, muchas veces triviales, pero siempre sobre la vida— es algo que me va a hacer falta”.

Driblar los homenajes

Mi amigo Zé Rubem murió ayer. Si no fuera por la pandemia yo hubiera llegado a Brasil para su cumpleaños, el 11 de mayo. Aubin (Arroyo) me dio la noticia y le agradezco que me haya llamado por teléfono. Sólo me quemé el pulso. Por lo demás, Rubem supo cómo driblar los homenajes de cuerpo presente, el entierro concurrido, las decenas de cámaras a la entrada del cementerio. Me imagino que será enterrado en aquel lugar cercano al barrio de su primera juventud. Él decía y yo coincido, que la luz más hermosa de Río es la de mayo. La de abril bastará, estoy segura.

¿Mis mejores recuerdos? Caminar escuchando sus historias, verlo leerme poemas en esas horas imposibles de calor carioca y decir que sí, a tanta aventura descabellada. Sólo no conseguí que fuera a Maracaná conmigo, decía que después del maracanazo, nunca más. Sólo por la televisión. Pero recuerdo que en 2002 viajé a México justo antes de la victoria brasileña sobre Alemania y le escribí un correo para que me hablara del ambiente en Río. Él me dijo que andaba dando de saltitos entre una multitud que no terminaba de creerse el pentacampeonato. En ese momento se lo creí. Después recordé el gran fabulador que era y cómo sabía decir justo lo que yo deseaba escuchar, pero puede ser que esa única vez me dijera la verdad. Lo cierto es que tengo la credencial 001 (falsa, con certeza, pero firmada por su director de entonces) del Club Vasco, su gran pasión.

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