El escritor estadunidense Paul Auster (Nueva Jersey, 1947) explora en su libro más reciente, Un país bañado en sangre, la violencia campante en EU, donde cada año son asesinados con armas de fuego más de 40 mil personas y genera afectaciones en la vida de millones más. La obra incluye fotografías de Spencer Ostrander, en una traducción al español de Benito Gómez Ibáñez. Con permiso del Grupo Planeta México, La Jornada publica un adelanto del título, que ya se encuentra en librerías mexicanas.

Nunca he poseído un arma de fuego. No una de verdad, en cualquier caso, aunque durante dos o tres años después de dejar los pañales, me paseaba por ahí con un revólver de seis tiros colgando de la cadera. Yo era texano, aunque viviera en el extrarradio de Newark, Nueva Jersey, porque entonces, en los primeros años cincuenta, el Salvaje Oeste estaba en todas partes e incontables legiones de chicos norteamericanos poseían con orgullo un sombrero de vaquero y una pistola de juguete barata enfundada en una cartuchera de imitación cuero. De cuando en cuando, una ristra de petardos de percusión se introducía frente al martillo de la pistola para imitar el sonido de una bala de verdad proyectada hacia donde se apuntara, y al disparar se suprimía del mundo a otro malvado. La mayoría de las veces, sin embargo, era suficiente apretar el gatillo y gritar: “¡Bang, bang, estás muerto!”.

La fuente de esas fantasías era la televisión, un fenómeno nuevo que empezó a llegar a amplias multitudes precisamente en la época en que nací (1947), y, como daba la casualidad de que mi padre era dueño de una tienda de electrodomésticos que vendía diversas marcas de televisores, yo ostenté la distinción de ser uno de los primeros habitantes del planeta en vivir con un aparato de televisión desde el día en que nací. Hopalong Cassidy y El Llanero Solitario son las dos emisiones que mejor recuerdo, pero durante mis años preescolares la programación vespertina también incluía una avalancha diaria de películas del Oeste de serie B de la década de los treinta y principios de la de los cuarenta, en especial las interpretadas por el apuesto y atlético Buster Crabbe y el viejo cascarrabias de Al St. John, su compinche. Todo lo que salía en esas películas y esos programas televisivos era un puro disparate, pero a los tres, cuatro o cinco años yo era demasiado pequeño para comprenderlo, y un mundo nítidamente dividido entre hombres con sombrero blanco y hombres con sombrero negro se adecuaba a la perfección a las confusas capacidades de mi joven y primitivo cerebro. Mis héroes eran zopencos de buen corazón, tardaban en enfadarse, no les gustaba hablar y se mostraban tímidos ante las mujeres, pero distinguían entre el bien y el mal y eran capaces de ganar a puñetazos y a tiros a los bandidos siempre que pendía una amenaza sobre un rebaño de ganado o peligra- ba la seguridad de la ciudad.

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En esas historias todo el mundo llevaba pistola, héroes y villanos por igual, pero sólo la del héroe era un instrumento de justicia y rectitud, y, como yo no me imaginaba a mí mismo como villano sino como héroe, el revólver sujeto a la cintura con una correa constituía la señal de mi propia virtud e integridad, la prueba palpable de mi fantasiosa y fingida hombría. Sin la pistola, no habría sido un héroe, sólo un niño.

Durante aquellos años ansiaba tener un caballo, pero ni por un momento se me ocurrió desear un arma de verdad, ni siquiera disparar con alguna. Cuando al fin llegó la ocasión de hacerlo, ya tenía nueve o diez años y había superado tiempo atrás mi fantástico mundo infantil de vaqueros televisivos. Por entonces era un atleta, con especial devoción por el beisbol, pero también lector de libros y a veces autor de pésimos poemas, un niño aún que seguía laboriosamente el sendero en zigzag que conduce a ser mayor. Aquel verano, mis padres me enviaron interno a un campamento de verano de Nuevo Hampshire, donde además de beisbol había natación, piragüismo, tenis, tiro con arco, equitación y un par de sesiones semanales en el campo de tiro, donde por primera vez experimenté los placeres de aprender a manejar una carabina de calibre 22 y de disparar balas a una diana de papel fijada a una pared a unos veinticinco o cincuenta metros (he olvidado la distancia exacta, pero entonces me parecía adecuada: ni cerca ni lejos). El monitor que nos entrenaba conocía bien su cometido, y tengo vívidos recuerdos de cómo enseñaba a colocar las manos al empuñar el arma, cómo enfocar la diana a lo largo de la mira al final del cañón, cómo respirar adecuadamente al preparar el disparo y cómo apretar el gatillo con un movimiento lento y suave para lanzar al aire la bala a través del cañón. Yo tenía una vista aguda por entonces, y lo entendí enseguida, primero tumbado bocabajo en el suelo, postura con la que una vez conseguí cuarenta y siete puntos de cincuenta en los cinco disparos que componían una ronda, y luego desde una posición sentada, que entrañaba todo un nuevo inventario de técnicas, pero, justo cuando avanzaba hacia la posición de rodillas, se acabó el verano y así concluyó mi carrera de tirador. Mis padres decidieron que el campamento quedaba muy lejos y al verano siguiente me enviaron a otro más o menos a la mitad de distancia de donde vivíamos, y allí el tiro al blanco no estaba incluido en el catálogo de actividades.

Una pequeña decepción, quizá, pero en los demás aspectos el segundo campamento era superior al primero y no pensé mucho en ello. Sin embargo, más de sesenta años después sigo recordando la espléndida sensación de disparar y acertar en el centro de la diana, lo que me producía una impresión de realización similar a la que experimentaba cuando salía corriendo desde mi posición de parador en corto para atrapar un relé lanzado desde el jardín izquierdo y a continuación girar en redondo para lanzar la bola al receptor mientras un corredor se desplazaba frenéticamente por la tercera base hacia el plato. La sensación de establecer un vínculo entre mi persona y algo o alguien que se encontrara a gran distancia, y el hecho de lanzar una bola o disparar una bala y dar en el blanco en función de un objetivo predeterminado –evitar que alguien consiguiera una carrera cruzando el plato, conseguir una puntuación alta en el campo de tiro–, me producían un hondo y radiante sentimiento de triunfo y satisfacción. El vínculo era lo que contaba, y tanto si el instrumento de esa conexión era una bola o una bala, la sensación era la misma.

La siguiente ocasión en que disparé un arma de fuego llegó cuando tenía catorce o quince años. Para entonces, mi pasión por los deportes se había ampliado, incluyendo además del beisbol el futbol americano y el baloncesto, y siempre que jugaba en un campo reglamentario o en medio campo, haciendo placajes o contactos, la conexión con alguien o algo que estaba a gran distancia seguía siendo la parte más animada del juego: anotar un tiro en suspensión desde cinco o siete metros o, en mi posición de quarterback, lanzar un pase de cuarenta metros al fondo del campo para que cayera en brazos de mi receptor, que iba corriendo a toda velocidad en pos de una ganancia de yardas o de un touchdown. En esos años, uno de mis mejores amigos era de familia adinerada, y, no mucho después de que su padre se convirtiese en terrateniente, me invitaron a ir un sábado o un domingo de mediados de noviembre a su pequeña finca del condado de Sussex. La mayor parte de la visita se me ha borrado de la memoria, pero lo que permanece y nunca he olvidado es el par de horas que pasamos tirando al plato en aquel helador paraje rural de árboles desnudos y clamorosos cuervos que descendían en picado. Esta vez no era una carabina del 22, sino una escopeta de dos cañones, un aparato más robusto, más imponente, con un retroceso más fuerte, y ya no disparaba a una diana de papel fijada a la pared sino a un objeto móvil en el aire: un disco negro llamado plato lanzado por un dispositivo desde el suelo hacia el aire. Y cuando apuntaba al negro objeto que cruzaba el cielo grisáceo era consciente de que debía actuar con rapidez o el disco se precipitaría al suelo antes de que tuviera ocasión de apretar el gatillo. Por extraño que parezca, no me resultó difícil, y al primer intento ya estaba en condiciones de calcular la velocidad y la trayectoria del disco y por tanto de saber a qué distancia debía apuntar por delante del objetivo de la diana, de manera que en cuanto el cartucho se proyectara por el aire, diera contra el objeto que se movía hacia él. Con el primer disparo acerté de pleno. El disco de arcilla estalló en el aire y cayó al suelo en fragmentos diminutos, y entonces, momentos después, cuando lanzaron el segundo plato, volví a conseguirlo con el segundo disparo. La suerte del principiante, quizá, pero me infundió una sensación de extraña confianza en mí mismo, y mientras esperaba a que mi amigo y su padre consumieran sus respectivos turnos, me dije que aquello debía de tener algo que ver con todos los balones de futbol americano que había lanzado durante los últimos dos o tres años. Aún más, comprendí que por mucho que hubiera disfrutado disparando a dianas de papel en Nuevo Hampshire, aquella clase de tiro era mucho más satisfactoria. En primer lugar porque era más difícil, pero también porque resultaba mucho más divertido destrozar un plato que hacer un agujero en una hoja de papel. Durante el resto de la tarde no fallé un solo tiro.

Fragmento del libro Un país bañado en sangre (Seix Barral), © 2023, Paul Auster. Fotografías de Spencer Ostrander © 2023 Traducción: Benito Gómez Ibáñez. Cortesía otorgada bajo el permiso de Grupo Planeta México.

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