Franco González Aguilar

Sexta entrega 

El Café de La Parroquia ocupa una construcción de dos plantas; en la superior, se encuentra la vivienda de la familia de los propietarios, Fernando y Marcelino Fernández Lavid, originarios de Santander, España, muy apreciados en el puerto. Es el favorito para tomar el café, jugar dominó y platicar las últimas novedades de la sociedad veracruzana. Desde la barra, gobiernan el local dos majestuosas cafeteras de acero inoxidable que, presumen los meseros, fueron traídas de Turín, Italia.

Anuncios

—¡Aquí está su lechero con canillas, Víctor! —me despertó Pedro. Colocó sobre la mesa redonda el vaso con esencia de café y un plato con dos panecillos delgados y alargados, conocidos como canillas. Enseguida llamó al encargado de servir la leche. Les cuento que en La Parroquia, un café se comienza a disfrutar desde el momento en que el mesero -que lleva una gran tetera-, vierte con pericia y elegancia la leche hirviendo, dejándola caer, cual cascada láctea y espumosa, a unos setenta centímetros del vaso, sin derramar ni una sola gota.

—¡Gracias, Pedro!–le dije—. Ya estuve en la biblioteca y creo que escribí todo lo que encontré sobre sobre Díaz Mirón. Copié dos poesías que me gustaron, pero quisiera escuchar comentarios de personas de aquí, que me acerquen un poco a lo que se piensa de Díaz Mirón y de su obra.

—Para mí será un placer servirle nuevamente—me contestó—. Mientras usted termina su café, ya veré que puedo hacer. En una de las mesas de allá —señaló hacia el otro extremo— están unas personas que tal vez puedan ayudarle, déjeme ver si tienen tiempo de atenderlo, aunque yo espero que sí porque están con mi patrón.

En diez minutos acabé con el café y con una canilla y llamé a Pedro con la mano. Para mi buena suerte, me condujo con un grupo de señores que ocupaban dos mesas juntas. El atento mesero me presentó con ellos, invitándome a ocupar una silla.

—¡Bienvenido!, soy Marcelino Fernández —dijo uno de ellos—. Ya Pedro nos puso al tanto de sus intenciones y créame que trataremos de ayudarle. Los señores que están conmigo, además de que son excelentes clientes y de que me distinguen con su amistad, también son del puerto. Le aseguro que con gusto conversarán con usted. Los aludidos, asintieron con un gesto y me invitaron un café, el cual tuve especial cuidado en aceptar.

Es sumamente sencillo entablar una conversación con los habitantes de Veracruz. Su carácter jovial y amistoso es bien conocido en todo el país. El pueblo jarocho es un excelente anfitrión. Después de que se presentaran todos y de que yo les explicara el trabajo que estaba realizando, comenzamos a hablar del tema. Entre los ahí reunidos, obtuve los siguientes comentarios:

—En definitiva, Salvador Díaz Mirón es una de nuestras principales figuras en la literatura mexicana, particularmente en lo que se refiere a la poesía. Tuvo fuerte influencia de Manuel Carpio y de los poetas franceses e ingleses como Víctor Hugo y Byron y fue uno de los precursores del modernismo —dijo el doctor Loyo Díaz, el parroquiano de mayor edad.

—Aquí han existido algunas iniciativas para crear el Museo Díaz Mirón, pero con muy poco éxito. La casa donde nació ya no existe; una más donde vivió, se encuentra abandonada. Además, el temperamento violento que tenía, no es algo que nos llene de orgullo, como se lo podrán contar los descendientes de personas que sufrieron agresiones del poeta —señaló Elías Exsome.

—Yo más bien creo que el museo no se ha realizado porque algunas crónicas de ese tiempo señalan que Díaz Mirón apoyó a Victoriano Huerta, el asesino de Madero, lo que indica que el poeta estaba a favor del porfiriato —agregó José Pérez de León.

—Es cierto, estoy de acuerdo en que son razones por las que no hay museo, ni jornadas literarias en su honor, pero también tienen que ver sus ausencias del puerto, y que solo publicó Lascas, que muy pocos han leído. Los veracruzanos debiéramos conocer más su obra, porque es increíble que en otros países se le aprecie mejor que en el nuestro. También tenemos que considerar que la ciudad es pequeña y no pasa de noventa mil habitantes —concluyó Ulises Díaz, el más joven de todos.

No fue posible continuar hablando del bardo, porque un inmenso griterío invadió el local. Afuera, estaba por iniciar el primer desfile del carnaval, y todas las mesas que daban a la avenida Independencia, incluidas las de los portales, eran ocupadas por familias enteras que desde horas antes atiborraron el lugar. Apartaban las mesas con anticipación porque desde ahí se veía mejor el paso de las comparsas y carros alegóricos. Agradecí a mis anfitriones sus comentarios y me acerqué a la puerta. Al igual que la multitud, me dispuse a disfrutar el espectáculo.

Continuará…

 

 

 

 

 

Publicidad