El uno de diciembre se cumplen cuatro años del primer gobierno morenista. Y estamos en meses en que se pelea con ideas por una reforma electoral que medio México no quiere, aunque en Palacio Nacional se hacen esfuerzos y peripecias para concretarla. La gente habla o discute con argumentos a favor o en contra. 

Se hizo una marcha y se prepara una contramarcha. Pero México ya perdió: la polarización, el repudio, la intolerancia y el odio se palpan en el ambiente. El país camina en medio de una densa neblina. Tiempos ominosos se perciben en el futuro cercano.

A principios de 2018 los mexicanos vivían esperanzados por la sucesión presidencial que ocurriría el primero de diciembre de ese año. Andrés Manuel López Obrador ganaba las simpatías y viajaba por el país entero, recordando que a lo largo de su trayectoria política había visitado a todos los municipios del país y que prácticamente había conocido la realidad de todas las necesidades nacionales. 

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Cuidado tuvo en comunicar que tenía las soluciones necesarias para resolver los principales problemas: “en quince minutos lo resuelvo”, o asegurando que creceríamos en porcentajes nunca vistos. La principal promesa era acabar con la corrupción, insistía.

Sus opositores, que eran menos que ahora, esgrimían videos, documentales de todo tipo y pruebas del peligro que veían llegar si el tabasqueño ganaba la elección presidencial. Repetían y difundían con todas las armas que podían, una frase que en algún momento AMLO pronunció desde lo más hondo de su inconsciente: “¡Al diablo con sus instituciones!”  

Sin embargo y haciendo olvidar esa cruda expresión, en los meses clave, previos a los comicios, López Obrador consiguió que los analistas políticos y periodistas más conocidos le otorgaran el beneficio de la duda y disminuyeran cualquier clase de opinión o mensaje en su contra. La gente emocionada comenzaba a asimilar los posibles beneficios de su llamada 4T.

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Para ese tiempo, el presidente Enrique Peña Nieto ya había entregado la plaza sin luchar en serio, complicando la candidatura panista, o con una estrategia perdedora en su partido, quizás como resultado de una oscura negociación que asegurara su tersa salida y consensuado alejamiento de la vida pública nacional. 

Y se llegó el mes de julio de 2018 con una participación electoral asombrosamente alta. La clase media salió a votar por esa “transformación” en promesa, descubriéndose que en todas las esquinas la mayoría de la gente era obradorista, convertida en “pueblo bueno”, y demostrando que “amor, con amor se paga”. La jornada comicial resultó un éxito para el partido MORENA. Pero entonces llegó el triunfalismo desbordante y desquiciante.

Unas semanas después, aún en 2018, AMLO comenzó a gobernar sin límites, y sin tener en el pecho la banda presidencial. Un Peña Nieto galano y obsecuente, se difuminó sin chistar, olvidando el encargo constitucional. Lo primero de López Obrador fue acabar con la obra de construcción del aeropuerto internacional que se construía en Texcoco. De nada valieron la opinión pública, las leyes, los contratos firmados y las amenazas de indemnización de las empresas involucradas. 

La cancelación se dio apenas tomado el poder. Y se encendieron las luces. En diciembre llegó el primer helicopterazo fatal que le quitó la vida a la gobernadora panista de Puebla. Con ella falleció también su esposo, el exgobernador de ese estado y crítico contumaz del ya mandatario.

Después comenzaron los recortes a dependencias federales: se acabaron las guarderías infantiles, las compras de medicamentos para la salud pública, el gasto de medicinas contra el cáncer de niños en tratamiento. Todo ello en aras de la transparencia y la austeridad, esgrimieron desde el gobierno. 

Continuaron los días del régimen “más honesto de la historia” y se apretaron todas las tuercas en el gobierno federal, se acentuó el poder del SAT y de la Unidad de Inteligencia Financiera en SHCP. Se comenzó a trabajar la propuesta de la Guardia Nacional y a incrementar el gasto en seguridad pública. 

Y en una rara escaramuza donde participó el ejército en Sinaloa, llegó el ya famoso “Culiacanazo” que dejó libre a un prominente hombre del narcotráfico. Y con el traspiés, comienzan los afanes de acabar con la autonomía constitucional de poderes e instituciones de la federación, para operarlas con un manejo presidencial “totalmente Palacio”, donde la lealtad vale un 90 por ciento y la experiencia un raquítico 10 por ciento.

Después se vinieron los grandes proyectos del sexenio, todos ellos con presupuestos libres y crecientes, sin cumplimiento de las normatividades que tanto abanderaron causas de izquierda en tiempos de vacas flacas. El Tren Maya, el aeropuerto Felipe Ángeles, la Refinería Dos Bocas y otros más, cuyos cuestionamientos ciudadanos crecen día tras día, como disminuyen y se esfuman aquellas simpatías de mediados de 2018. 

Y en 2022 llegan las “corcholatas” sucesorias, encabezadas por Claudia Sheinbaum, con el consiguiente disgusto de otros hermanos de lucha de la cúpula. Y llega también la intención de reformar la Constitución Política en lo relativo al tema electoral. Y entonces arde Troya en el país. 

La marcha del 13 de noviembre pasado, congrego a cientos de miles de mexicanos que, antes de ese día, fueron calificados despectivamente hasta con insultos por el propio ejecutivo federal. Ahora se viene la contramarcha de López Obrador en la Ciudad de México para el día 27. Pero lo que ya está en el aire es un disgusto social—los unos (¿hunos?) contra los otros -que puede crecer a niveles lamentables y peligrosos para la mayoría- seguramente en beneficio de oscuros intereses que pueden desatar los infiernos nacionales. 

El gran fracaso de México -la esperanza rota- adquiere dimensiones de riesgo grande, de tragedia con visos de destrucción. Habrá que mantener la cordura y pensar hasta 10, antes de actuar, se recomienda a ambos bandos. Porque las insultadas clases medias se alejan decepcionadas del obradorismo; pero seguirán marchando por sus ideales, entonando las estrofas más aguerridas del Himno Nacional Mexicano.

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