Por Juana Elizabeth Castro López

Tal como lo conocemos y prodigamos, es común que el amor forme mancuerna con la ofensa. Ocurre porque este siempre espera reciprocidad y cuando esta no se cumple, da paso a la ofensa, sea por decepciones, por celos y corazones rotos. El amor saludable es sin expectativas, es decir, que no espera nada a cambio. 

La perspectiva teológica cristiana afirma que justo así es el amor divino, por esto él hace salir el sol sobre buenos y malos y nos invita a amar como él ama, porque la única manera de librarnos del mecanismo de la ofensa es amar sin esperar recompensa. De esto hablaremos hoy.

El amor que siempre espera algo a cambio tiene su raíz en la forma en que nos enseñaron a amar. Desde muy tierna edad se enseña a los pequeños a amar con expectativas, por ejemplo, es normal escuchar a una mamá o a un papá decir a uno de sus hijos, “dale de tus dulces porque es tu hermanito y luego él también te va a convidar de los suyos”. Así, sin saberlo, los padres están enseñando a los hermanitos a amarse con expectativas. Los niños crecen esperando siempre, de las personas, familiares, amistades, novios o vecinos, una recompensa a cambio de sus gestos de amor. El problema surge cuando el premio de la reciprocidad no llega, entonces, pasará del asombro al enojo en un instante, he ahí la raíz de la ofensa. El Maestro de Galilea, Jesús,  lo sabe y en su misión de liberarnos de todo lo que nos ata, nos muestra una recompensa mayor que viene de Dios; para vivir de gloria en gloria, es decir, siempre victoriosos (Mateo).

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La ofensa es algo tan cotidiano y nos acostumbramos a ella tanto, que puede llegar a convertirse en un estilo de vida. El Maestro afirmó: “Imposible es que no vengan tropiezos…” (Lucas). Y, al decir: “imposible”, aludió la presencia cotidiana de la ofensa, como consecuencia de la naturaleza del  hombre.

La  respuesta ante la ofensa puede cambiar el futuro  en un instante. De ahí lo importante de entender el mecanismo de la ofensa y cómo eludirlo y el siguiente ejemplo ayuda: Luis se levantó temprano, el jefe le prometió ascenderlo de puesto, porque no falta al trabajo y tiene récord de puntualidad. Está feliz, se arregla, prepara un sándwich y se va. Sube al camión de pasaje y paga con un billete grande. El chofer le mira furioso, le insulta: ¿está loco? No tengo para darle cambio de ese billete. Inmediatamente Luis le responde con un montón de malas palabras. El chofer enojado le dice: ¡bájese de mi camión! Y cuando va bajando, en el último escalón, cuando tiene el pie al aire, el hombre echa a andar el camión y Luis cae. Ahora, sus rodillas están raspadas, sus manos lastimadas, su sándwich en un charco. ¡Se arruinó su día! Hace unos minutos era una persona victoriosa ahora esta tirada,  frustrada,  arruinada.

No es el chofer, sino la respuesta a la ofensa la que determinó el futuro de Luis. Cosa muy distinta, si simplemente le hubiera contestado: cálmese hombre, yo voy hasta el otro lado de la ciudad, luego me da mi cambio. Así, hubiera llegado a  tiempo y recibido su ascenso. Aquí está el secreto para vivir de triunfo en triunfo.

Parece sencillo, pero en realidad no lo es tanto, requiere dominio propio, humildad y negarse a uno mismo. Esto para cualquier mortal es imposible, por esto Jesús, nos anima a no separarnos de él  y a vivir a través de él: “Permanezcan en mí, y yo permaneceré en ustedes. Así como ninguna rama puede dar fruto por sí misma, sino que tiene que permanecer en la vid, así tampoco ustedes pueden dar fruto si no permanecen en mí” (Juan). 

En conclusión, el amor saludable que no espera nada a cambio, siempre estará muy lejos de establecerse para la ofensa. 

Cuando la ofensa se presenta, la respuesta determinará el futuro de la persona, pues puede enlazarla a enojos, frustraciones, enfermedades, derrotas o bien, disponerla para el triunfo. En otras palabras, el consejo del Maestro nos dice cómo esquivar el mecanismo de la ofensa, para no malograr la recompensa divina.

No es malo esperar reciprocidad de los demás ante nuestros gestos de amor, el problema viene cuando ésta no se da e inmediatamente nos sentimos ofendidos y los vemos como enemigos. Por lo tanto, la Palabra de Dios, en las Sagradas Escrituras, nos habla de una recompensa divina y nos aconseja amar a nuestros enemigos, familiares y amigos como él nos ama, es decir, sin esperar nada a cambio, porque la recompensa que de ellos viene es pequeña, caduca y para la vanagloria del hombre. 

Pero, la recompensa que viene al actuar conforme a la voluntad de Dios es grandiosa y es para vivir en triunfo; es eterna y nos mueve a dar gloria al único que la merece: el Creador.  

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