Por Héctor González Aguilar

Muy estimado señor:

He leído con fruición las cartas que bajo el título de “Un viaje a Veracruz en el invierno de 1843” ha publicado usted. No diré, con falsa modestia, que sus descripciones son exageradas, créame que a los xalapeños nos enorgullece que una talentosa pluma, como la suya, se ocupe de nuestra bella población. Lo felicito, en su relato, tan hermoso como el paradisíaco lugar en el que se asentó nuestra ciudad, se percibe un espíritu romántico amante de la belleza natural.

He de decirle, muy a mi pesar, que lo que usted admiró no es lo que nosotros vemos, la Xalapa actual dista mucho de ser lo que fue. Aquel vergel florido pleno de árboles frutales y límpida y perfumada atmósfera ha desaparecido; en nombre del desarrollo y de la civilización hemos afectado nuestro entorno de un modo casi irreversible. Las empinadas calles xalapeñas, que según su narración eran el terror de las personas con callos, han perdido su encanto, ahora están atestadas de coches movidos por una fuerza autónoma cuyos residuos, al contrario de la aromática y saludable boñiga caballar, ennegrecen el aire y enferman las vías respiratorias.

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Sobre el bello sexo, tan afecto usted en lisonjear, le diré que las señoritas xalapeñas siguen tan recatadas como en ese invierno del cuarenta y tres. Se dirigen al trabajo con el mismo dejo de ingenua coquetería con el que antaño iban a la misa dominical; podría decirle –mas no se lo diré- que sus bien torneadas piernas en nada desmerecen con los menudos pies que usted pudo apreciar a riesgo de ser tildado de mirón. Dispénseme de no abundar sobre el particular; hoy día, en aras de la igualdad de los géneros, los halagos a la belleza femenina deben evitarse a toda costa, y no crea que exagero si le digo que estamos a punto de eliminarlos no sólo de nuestro léxico sino hasta de nuestro pensamiento; la sociedad entera exige que la mujer sea reconocida por sus variados talentos, igual que sucede con el varón, por lo que ensalzar a una dama por su belleza o porque toca el arpa como un ángel no es propio de la época.

Las montañas llenas de verdura, como usted les decía, sufren del vértigo de la civilización. La floresta que lo embelesó al iniciar el descenso en Perote, con esa niebla que le inspiraba una bucólica melancolía, está a punto de desaparecer. La región, tan rica en agua, hoy sufre de escasez, en tiempos de sequía da tristeza ver como los pocos árboles que sobreviven toman el reseco color del polvo, usted no los reconocería; permítame este desatino: la falta de agua nos ahoga. Los arroyuelos de agua procelosa y cristalina que disfrutó en sus paseos existen aún, pero en sus disminuidos torrentes proliferan desechos de todo tipo que por decoro evito describirlos. Sobre este particular, nuestras autoridades intentan reencontrar el equilibrio perdido con el medio ambiente; por desgracia, en nuestro querido México jamás hemos tenido la costumbre de preservar la riqueza natural, preferimos abusar de ella hasta dejarla exangüe para enseguida proceder a rescatarla. ¿Qué esto es el colmo del absurdo?, de acuerdo.

Pero dejemos el tema del terruño, le hablaré un poco de la república, ya imagino su interés por ponerse al corriente sobre lo que ha sucedido con este país en el que usted, y otros dilectos personajes del pasado, depositaron sus esfuerzos y sus esperanzas.

Pues bien, el México de las continuas revoluciones que usted conoció se ha transformado, imagínese nomás que en todo el siglo XX solamente ocurrió una revolución, ¡una nada más! Eso sí, se dividió en dos fases: la de las armas y la de la paz, ésta se prolongó por varias décadas.

En estos años de estabilidad hemos alcanzado cierto progreso material, nada para presumir pero tampoco para desvirtuarlo. Si le preocupaba el imperialismo gringo, le diré que ya no nos quitaron más territorio, y fíjese usted que se ha establecido una gran población mexicana en el vecino país del norte que mes a mes envían a México una cantidad tremenda de dólares. Mire nomás qué contradicciones, California, Arizona, Nuevo México y Texas, que ya no nos pertenecen, están llenos de connacionales.

Usted se dedicó en cuerpo y alma a la actividad pública, recuerdo su frase aquella de que la política es una pasión vehemente que perturba las funciones ordinarias del entendimiento y que hace que desaparezcan del corazón del hombre esas buenas dotes con que “quien usted ya sabe” ha favorecido a la humanidad. 

¡Ay, don Manuel!, su frase sigue vigente, en México no hemos avanzado mucho en ese rubro. Las facciones que usted conoció, la liberal y la conservadora, se han diluido, incluso como conceptos resultan anacrónicos. En la política actual  las facciones se ponen otros nombres diversos y es común que si un miembro no ve satisfechas sus aspiraciones en una facción, se cambie a otra. Acierta usted redondamente si supone que los políticos mexicanos de hoy no tienen convicciones, ¿alguna semejanza con Santa Anna? Más de una, tristemente; es frustrante descubrir que la política no es un instrumento para servir a los demás sino todo lo contrario.

El siglo XX estuvo marcado por la preponderancia de un partido político muy fuerte y cohesionado; surgido de la revolución, la fue olvidando, el poder lo endiosó hasta que los excesos lo hundieron en el fango de sus propios errores; y quizás allá en las alturas le haya llegado el runrún de cierto partido del pan. Esta facción todavía existe, y tal como su nombre lo sugiere, en él se afilian los que comen pan con chocolate todos los días.

Pudiendo tener muchos más afiliados que los del pan, inexplicablemente, los expertos en manejar las grandes masas no han tenido la ocurrencia de fundar el partido de la tortilla. El motivo no lo sé, quizá la palabra no se ajuste a los requerimientos de nuestra modernidad, porque no sea agradable al oído o vaya usted a saber por qué.

Para su conocimiento, el partido que nos gobierna actualmente es, ciertamente, popular, aunque se empeña en buscar adversarios incluso debajo de las piedras. Los mexicanos bienintencionados, como lo fue usted, tenemos cifradas esperanzas en el presidente actual pero, como usted diría, la burra no era arisca…

La clase política mexicana no ha progresado mucho en lo moral, más bien parece que ha retrocedido, ¿recuerda usted a don Pedro, aquel personaje regordete y bajito, más perverso que el mismo demonio, de su novela El fistol del diablo?, pues en la esfera política proliferan muchos como él, con la única diferencia de que tienen la agradable fisonomía de un artista de teatro. ¡Ah, don Manuel, cuidado con las apariencias!

Desgraciadamente, querido don Manuel, la corrupción ha impedido erradicar la pobreza, ni ha sido posible que la igualdad y la justicia se aposenten en este país.

Estimado señor, podría continuar escribiendo por horas sobre la actualidad de nuestra amada tierra, mas no considero prudente abrumarlo con tanto comentario pesaroso; no obstante, y ya en confianza, quisiera pedirle que interceda por nosotros ante “quien usted ya sabe”, y le haga mucho cargo de nuestra situación. 

Sin más, y esperando que “quien usted ya sabe” lo conserve eternamente en cabal descanso, quedo de usted.

P.D. Le suplico no se moleste en contestar, me mataría de susto.

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