Por Hipólito Reyes Larios, Arzobispo de Xalapa

Enseñar con autoridad. En este día, 28 de enero de 2018, celebramos el cuarto Domingo del Tiempo Ordinario, Ciclo B, en la liturgia de la Iglesia Católica.

El pasaje evangélico de hoy es de San Marcos (1, 21-28) el cual presenta a Jesús en los inicios de su ministerio en Galilea: “Llegó Jesús a Cafarnaúm y el sábado siguiente fue a la sinagoga y se puso a enseñar. Los oyentes quedaron asombrados de sus palabras, pues enseñaba como quien tiene autoridad y no como los escribas”.

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En el Judaísmo, enseñar es transmitir la voluntad de Dios para invitar a tomar la decisión de obedecerle, lo cual implica un serio conocimiento de la Sagrada Escritura. Jesús, al estilo de los judíos, enseña en las sinagogas, en el Templo o al aire libre, partiendo de situaciones concretas.

Lo mismo que los escribas judíos, Jesús habla de Dios, de su Reino y de su voluntad. La diferencia está en el carácter radical de su enseñanza, su autoridad única, su originalidad que procede de la relación íntima con su Padre Dios y su marcado interés por el bien de las personas.

La autoridad de Jesús va unida a la misión recibida de Dios y por ella cura a los enfermos, expulsa a los demonios y anuncia la Buena Nueva del Reino de Dios.

Enseñar y hablar con autoridad significa respaldar con el propio testimonio de vida y con las propias acciones, lo que se manifiesta con las palabras. En Jesús se daba una absoluta coherencia entre sus pensamientos, palabras y acciones. En cambio, en los escribas y fariseos había mucha hipocresía e incoherencia, las cuales son denunciadas por Jesús en varios pasajes del Evangelio.

El exorcismo. La autoridad de Jesús, según el relato evangélico, viene confirmada porque en la sinagoga estaba un hombre poseído por un espíritu inmundo, esto es, por un demonio que se puso a gritar: “¿Qué quieres tú con nosotros, Jesús de Nazaret? ¿Has venido a acabar con nosotros? Ya sé quién eres: el Santo de Dios” La actitud de Jesús ante el espíritu inmundo que poseía a ese hombre es contundente y expresa su plena autoridad: “¡Cállate y sal de él”! El demonio sacudió al hombre con violencia y dando un alarido salió de él.

Al liberar al endemoniado, Jesús manifiesta su poder sobre el reino de Satanás.

Mientras llega el día del Juicio final, los demonios gozan de cierta libertad para sus maldades en la tierra, las cuales incluyen la posesión de algunas personas.

La posesión va acompañada con frecuencia de alguna enfermedad. Por eso, los exorcismos en el Evangelio implican muchas veces una curación.

Con su poder sobre los demonios, Jesús destruye el imperio de Satanás e inaugura el Reino mesiánico, cuya promesa característica es el Espíritu Santo. Jesús enseña con signos más que con palabras. Sus gestos son un signo de la presencia del Reino de Dios que destruye el poder del demonio, de la enfermedad y de la muerte.

Exorcismo menor y mayor. La fe de la Iglesia Católica, acepta la existencia de Satanás y de los demás espíritus malignos, que realizan su acción alejando a los hombres del camino de la salvación sirviéndose del engaño, la mentira y la confusión e, incluso, de la llamada obsesión o posesión diabólica. El exorcismo es la plegaria efectuada por la Iglesia, basada y apoyada en el poder del Señor Jesucristo, contra el poder del diablo. El Catecismo de la Iglesia Católica afirma: “Cuando la Iglesia pide públicamente y con autoridad, en nombre de Jesucristo, que una persona o un objeto sea protegido contra las asechanzas del Maligno y sustraída a su dominio, se habla de exorcismo. Jesús lo practicó y de él tiene la Iglesia el poder y el oficio de exorcizar” (n. 1673).

Existen dos formas de celebrar un exorcismo: la sencilla o exorcismo menor, que se utiliza en los ritos del catecumenado y del bautismo; y la solemne o exorcismo mayor, que consiste en un rito realizado en nombre de la Iglesia, por un ministro autorizado por el obispo, que haya certificado prudentemente la probabilidad de una acción demoníaca, y descartado cualquier sugestión morbosa o enfermedad psíquica.

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