Por Juana Elizabeth Castro López

La educación se enfrenta a dos opciones: educar al individuo para la sociedad existente, o bien, educarlo para transformarla. La primera nos domestica para ser ciudadanos de la sociedad tal como existe; la segunda, educa para ser agentes de cambio y transformación, rumbo a una sociedad armoniosa. En este último caso, la regla de oro tiene una aplicación dinamizadora, especialmente en una sociedad como en la que se ha transformado la nuestra. 

Pero, ¿qué es la regla de oro?, ésta fue señalada hace aproximadamente dos mil años; sin embargo, siempre ha estado vigente y sigue actuando hoy. 

La regla de oro se sintetiza en este enunciado: “Traten a los demás tal y como quieren que ellos los traten a ustedes” (Lucas). Parece una orden, parece dogmática, es decir, que no admite réplica o cuestionamiento, pero, en realidad es un axioma, ya que, señala una verdad tan clara y evidente que no necesita ser explicada. 

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Si estuviera formulada en sentido prohibitivo y dijera: no trates a los demás como no quieras que ellos te traten, entonces si sería dogmática. Desde la forma de su enunciado, la regla de oro desborda sabiduría. En sí es un poderoso y sapientísimo  consejo, que de ser aplicado removería desde sus cimientos hasta la sociedad más corrupta para transformarla en una sociedad digna, armoniosa; porque implica: lo que hagas a cualquier persona repercutirá en tu misma persona. 

Esta enseñanza de Jesús, referida por el cristianismo, es congruente con su actuar, por ejemplo, cuando él iba a ser aprehendido, Pedro sacó una espada y entonces Jesús le dijo: “Vuelve tu espada a su lugar; porque todos los que tomen espada, a espada perecerán” (Mateo).  Pero, además, también concuerda con las sutiles fibras con que el Creador tejió el universo; proveyéndolo de un armonioso orden, incluso en el movimiento de los astros. 

Esto último es posible entenderlo cuando encontramos que Newton, mediante observación reflexiva, logró organizar los elementos de la experiencia observada y se encontró de frente con esta regla axiomática, que forma parte del cimiento de la física clásica, al descubrir lo que se conoce como la tercera ley de Newton o principio de acción y reacción; cuyo enunciado no es casualidad que parezca parafrasear la regla de oro: “Con toda acción ocurre siempre una reacción igual y contraria”. Todo cuanto hagamos a los que nos rodean, repercutirá en nosotros. Si queremos vivir bendecidos debemos ser de bendición para el prójimo; pero si no, bastará con maldecir a diestra y siniestra. 

Esta regla de oro nos coloca ante una decisión personal y de libre albedrío, donde nosotros mismos construimos o arruinamos nuestra propia vida. Hay quienes destruidos y ofuscados se vuelven a Dios para reñirle y referirle, pero, no todo está perdido; sólo necesitamos aceptar que, a sabiendas o ignorantemente, erramos en nuestra decisión y estamos cosechando lo que sembramos. 

Esto es lo que hizo David, segundo rey de Israel, cuando puso su reino en peligro inminente por cometer adulterio. Arrepentido, el rey,  se postró y oró humildemente: “Ten compasión de mí, oh Dios, conforme a tu gran amor; conforme a tu inmensa bondad, borra mis transgresiones…” Y le pidió que protegiera lo que él había expuesto al peligro, por sus decisiones equivocadas: “En tu buena voluntad, haz que prospere Sión; levanta los muros de Jerusalén”.

Comprender la mecánica de la regla de oro nos permite ver la perfecta justicia de Dios y cómo él nos enseña para transformar. Hace aproximadamente dos milenios cuando Jesús explicó la regla de oro,  dijo a la multitud que le prestaba oído: “Pero a ustedes que me escuchan les digo: Amen a sus enemigos, hagan bien a quienes los odian, bendigan a quienes los maldicen, oren por quienes los maltratan. Si alguien te pega en una mejilla, vuélvele también la otra. Si alguien te quita la camisa, no le impidas que se lleve también la capa.  Dale a todo el que te pida, y si alguien se lleva lo que es tuyo, no se lo reclames” (Lucas). 

Estas recomendaciones de Jesús parecen descabelladas. No obstante, a la luz de esta regla de oro, podemos ver que nos previenen, ya que, el fin de quien hace daño al prójimo es la destrucción. Tal es la sabiduría de la justicia divina, que una misma regla nos mide a todos con efectos muy distintos, de acuerdo a nuestras acciones elegidas. Si esta regla de oro da armonía aún al movimiento de los astros celestes y ellos obedientemente la atienden -pues si no fuera así, habría un caos-, qué no hará Jesús por “…ustedes que me escuchan…”.  

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