Movido por la conmemoración del 450 aniversario del nacimiento del escultor Juan Martínez Montañés (Alcalá la Real, 1568 – Sevilla, 1649), el Museo de Bellas Artes de Sevilla ha organizado una exposición que tiene como finalidad dos propósitos fundamentales: la contextualización de piezas claves de sus fondos y la recuperación patrimonial gracias a la restauración de obras capitales del imaginario montañesino, como son el conjunto retablístico del convento de San Leandro y el que realizó para Santa Clara, dos hitos indudables en su producción.

La exposición viene precedida de otra celebrada en Alcalá la Real que, bien intencionada, no cumplió realmente con ninguno de estos propósitos, porque carecía de una dirección científica profesionalizada y por no contar con una recuperación patrimonial destacable, mostrando algunas obras en deficiente estado de conservación. Es este uno de los puntos fuertes de la muestra del Museo de Bellas Artes comisariada por un equipo dirigido por Valme Muñoz y los conservadores Ignacio Cano e Ignacio Hermoso.

Esta exposición deja ver el débito de Montañés con la antigüedad clásica y con el dibujo

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El proyecto estudia la obra del escultor, máximo exponente del Barroco andaluz, al hilo de sus grandes empresas lignarias, destacando especialmente sus aportaciones en el campo iconográfico, aspecto en el que la exposición consigue su objetivo, no solo al presentar grandes logros del artista ante algunos de los debates fundamentales que surgen en la Sevilla de la Edad Moderna –Inmaculada o Crucificado de cuatro clavos– y la pugna entre pintores y escultores por su preeminencia, respaldados o discutidos por la tratadística artística y en especial por Francisco Pacheco, sino por las comparaciones de especial relevancia. Uno de los aciertos principales es el parangón que se establece en varios momentos con una figura clave para entender los antecedentes de los modelos montañesinos: el escultor Gaspar Núñez Delgado, del que el museo conserva dos obras cruciales para comprender la evolución de los temas de la Cabeza cortada de San Juan Bautista y el Crucificado de marfil.

La primera obra, fechada en 1591, cuya presencia teatral no hace más que obedecer a la función para la que fue utilizada y su parangón con la del conjunto del convento de San Leandro (1620-1622), es clave para entender no solo el concepto de emulatio sino también el de presencia desarrollado por Merleau-Ponty, o el de semejanza y verosimilitud estudiado por Freedberg, intentando una ilusión de realidad en clave sustitutiva. Este fenómeno se acentúa tras la limpieza de algunas obras. Gracias a esta feliz circunstancia se entienden mejor el sentido de las llagas o estigmas en el costado del San Francisco que pertenece al conjunto de Santa Clara, cuya visualidad ahora explica mejor el valor simbólico del programa iconográfico.

Es precisamente en el mencionado parangón con los modelos de Núñez Delgado, donde nuevamente la necesaria exposición del pequeño crucificado de marfil de este artista ayuda a entender el germen de otra escultura perteneciente a la colección estable, depositada en la catedral hispalense desde 1845 y ahora expuesta: el Crucificado de la Clemencia, que constituye un nudo gordiano de los debates teológicos, al contar Montañés en la ejecución de su policromía con la colaboración de Pacheco, que actúa como pintor de imaginería y como autor del título de la cruz y su escritura trilingüe, aspecto que no es baladí dado el sentido sacramental del Titulus crucis, como ha señalado Felipe Pereda en Crimen e Ilusión. El Arte de la Verdad en el Siglo de Oro, dado el sentido sacramental del Titulus crucis, maravillosa piel de pintura.

Punto de inflexión en la exposición es la comparación visual de las imágenes de santos como el San Jerónimo que el florentino Pietro Torrigiano ideara en barro para el monasterio de San Jerónimo de Buenavista y el que Montañés –mirando a este– hiciera para el del retablo de San Isidoro del Campo en 1609-1912. De esta forma podemos admirar la talla y anatomía que ideó el escultor en todos sus flancos, descubriendo algo que es constante en él: su débito con la antigüedad clásica y con el dibujo de Torso de escultura de Pacheco de la BNE, así como con el Torso Belvedere. La audacia y atrevimiento del escultor, que concibe la talla de forma integral, puede ser valorada ahora en su parte trasera y lateral apreciando el delicado y suave tratamiento de la anatomía, el marcaje de las venas, la musculatura y la sensual evidencia del cuerpo de un hombre que absorto espía sus culpas.

Se ha publicado también un catálogo editado bajo la esmerada coordinación de Virginia Marqués, reflejando la estructura expositiva y los conjuntos estudiados, además de los diferentes temas iconográficos en los que Montañés aportó novedades, creando escuela, como por ejemplo en las Inmaculadas, otro punto fuerte a resaltar. Es evidente que la exposición no pretende una revisión total de su escultura, pero algunas ausencias como las del Nazareno de Pasión resultan más que justificadas y explicadas con la lectura de Imagen y Culto de Hans Belting, donde se describe el valor y funcionalidad cultual de una imagen sagrada.

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