En las primeras tres películas de la serie apocalíptica australiana Mad Max, estrenadas en los setenta y los ochenta, los guerreros de la carretera luchaban por la gasolina. En la cuarta, Mad Max. Furia en la carretera, que llegó a los cines en 2015, la guerra es por el agua. No existe una sola causa que explique la oleada de incendios que ha golpeado Australia, los más devastadores de la historia del inmenso país, pero la sequía y las temperaturas extremas son las principales, consecuencias directas del cambio climático. La crisis que padece la isla continente ya estaba en su literatura y en su cine: la diferencia es que ahora parece que el futuro más alarmante ha llegado.

“La ficción post apocalíptica se ha movido a la sección de actualidad”, rezaba un cartel en la librería del pueblo de Cobargo, en Nueva Gales del Sur, que se encontraba en el epicentro de los incendios. El escritor australiano Richard Flanagan contaba esta anécdota en un artículo en The New York Times titulado ‘Australia comete un suicidio climático’ para describir la sensación de que una especie de armagedón se había abatido sobre su país, con 26 muertos, millones de hectáreas destruidas –solo en Nueva Gales del Sur se ha quemado una superficie equivalente a Dinamarca–, millones de animales muertos, miles de personas atrapadas en las playas, acorraladas entre las llamas y el mar, esperando ser rescatadas, y un aire irrespirable en sus principales ciudades, normalmente aireadas, boscosas y playeras.

Aseguraba Flanagan que la situación en su país parecía un cruce entre Mad Max y La hora final, una película de ciencia ficción de los años cincuenta, en plena guerra fría, en la que un desastre nuclear ha acabado con la humanidad y solo un puñado de humanos sobrevive en una playa australiana. También citaba a los pintores flamencos Bruegel y a El Bosco, lo que no deja de ser curioso porque sobre todo el primero encarna la llamada Pequeña Edad de Hielo, con sus paisajes helados en los Países Bajos, que reflejan la brutal bajada de temperaturas que vivió el mundo en el siglo XVII. La ficción australiana supo reflejar el amenazante futuro que se ceñía en un horizonte cada vez más cercano.

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En las primeras películas de Mad Max, protagonizadas por Mel Gibson y dirigidas por George Miller, la clave estaba en la gasolina: en un mundo destruido por un apocalipsis nuclear, el combustible se había convertido en el bien más preciado. Bandas de salvajes luchaban contra grupos de humanos que trataban de reconstruir algo parecido a una civilización. Sin embargo, cuando Miller retomó la serie en 2015 con una película que ha aparecido en muchas listas de lo mejor de la década, la clave esta vez estaba en el agua.

El grupo de fugitivos que huye del malo feo y deforme –todos los malos de esta película son herederos del villano de la segunda, el gran Humungus– no va en busca de gasolina, sino de un mundo verde que aparece en sus leyendas. Cuando lo encuentran, está totalmente destruido por la sequía y un suelo ácido y solo entonces se dan cuenta de que todo el poder del villano reside en que controla el agua, un inmenso acuífero que raciona de manera rastrera. De hecho, en una de las primeras escenas del filme, una multitud andrajosa se agolpa con cazuelas mugrientas para recoger la poca agua que les tiran desde una montaña.

La sequía y el control del agua también protagonizan la estupenda miniserie Mystery Road, de 2013, desgraciadamente no estrenada en España, aunque se puede conseguir en DVD con subtítulos en francés o inglés. Se trata de un relato negro en el que un inspector aborigen y una capitana de la policía local investigan una desaparición en un pueblo del desierto australiano, el interminable outback. El agua, de nuevo, vuelve a estar en el centro de la intriga, de hecho es un bien tan valioso que todos los pozos tienen cámaras. Las imágenes de reses caminando sobre la tierra cuarteada, donde antes hubo agua, resumen lo que se ha llamado la Gran Sequía, que entre 2003 y 2012 dejó sin lluvia a una parte importante del país.

Y lo dice todo el título de la primera novela de Jane Harper, una autora británica instalada en Australiana: Años de sequía (Salamandra, 2017). Un policía vuelve a su pueblo, lleno de fantasmas de su pasado, para investigar un crimen y se da cuenta de que los paisajes de su infancia han sido devorados por la sequía, entre ellos un río que ha desaparecido. Fuera de la ficción, la historiadora australiana Rebecca Jones escribió un libro titulado Slow catastrophes: Living with drought in Australia (“Catástrofe lenta: vivir con la sequía en Australia”), publicado en 2017 por la Universidad Monash, en la que estudia a ocho familias de granjeros y ganaderos, entre 1870 y 1950. El centro de su relato es, naturalmente, cómo sobrevivir a la sequía.

“Herir la tierra es herirte a ti mismo”, explicaba un personaje del gran relato de viajes por Australia de Bruce Chatwin, Los trazos de la canción (Península), para resumir la relación que los aborígenes tenían con la naturaleza que les rodeaba. “La tierra debe permanecer intacta: tal como era en el Tiempo del Ensueño, cuando los antepasados dieron vida al mundo con su canción”, proseguía Arkadi, un australiano de origen ucranio, que conocía como nadie la cultura de los primeros pobladores de la isla. Ese sueño se ha roto para convertirse en un presente de fuego y destrucción que muchos pensaban que pertenecía al futuro.

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