Luis Gastelum

“Salman Rushdie es condenado a muerte por su novela Los versos satánicos, por atentar contra el islam, el profeta y el Corán”. Esa era la esencia de la noticia principal de aquel día del amor y la amistad de hace 40 años. Ese día, cuando el mundo estallaba en torno a él, se enfadó consigo mismo por haber olvidado el nombre de la periodista de la BBC que le anunció que su antigua vida había terminado y una existencia nueva, más tenebrosa, estaba a punto de empezar. Le telefoneó a casa por su línea privada sin explicarle cómo había conseguido el número. “¿Qué siente usted –le preguntó la periodista— al saber que el ayatola Jomeini le ha condenado a muerte?”. Era un martes soleado en Londres. “Uno no se siente bien”, respondió él, sin saber en realidad lo que decía. Soy hombre muerto, pensó. Días, imaginó del tiempo que le quedaba de vida. Colgó el auricular y corrió escalera abajo desde su cuarto de trabajo en la estrecha casa adosada de Islington. Cerró y atrancó los postigos de las ventanas. Luego echó el cerrojo a la puerta principal. Era un 14 de febrero, día se San Valentín, pero desde hacía un tiempo no se llevaba bien con su mujer Marianne Wiggins. Seis días antes, la novelista estadounidense le había dicho que no era feliz en su matrimonio, que “ya no se sentía a gusto con él”, pese a que apenas llevaban un año de casados. Él también sabía que aquello había sido un error, aunque ese día las parejas celebran su amor. Así narra el escritor indobritánico aquél fatídico día en el prólogo de su autobiografía Joseph Anton, en cuyo epígrafe cita La tempestad, de Shakespeare: “Y de suerte que actuemos en un drama en que el pasado sea el prólogo y la acción la ejecutemos tú y yo”. Así empieza la extraordinaria historia de cómo un escritor se vio obligado a vivir en la clandestinidad, yendo de casa en casa, con la continua presencia de un equipo armado de policías. “Se le pidió que eligiera un alias que la policía pudiera utilizar para llamarlo –describe el libro publicado por Mondadori en 2012–. Pensó en sus escritores preferidos y las posibles combinaciones de nombres. De pronto se le ocurrió: Conrad y Chéjov: Joseph y Anton. “Comunico al orgullos pueblo musulmán del mundo que el autor del libro Los versos satánicos, libro contra el islam, el profeta y el Corán, y todos los que hayan participado en su publicación conociendo su contenido, están condenados a muerte. Pido a todos los musulmanes que los ejecuten ahí donde los encuentren”. Fetua. La sentencia venía desde Irán. Fetua. Ese día de los enamorados acudió a los estudios de la CBS para una entrevista. Ya era la gran noticia. Fetua. Todos usaban la palabra que pronto sería su cruz, como si fuera sinónimo de “pena de muerte”. Él, con pedantería, corregía que ese no era su significado. Pero a partir de ese día, ese sería su significado. Y también para él. Fetua.

Los otros apóstatas: Mahfuz, Foda y Pamuk

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Naguib Mahfuz, el único escritor árabe galardonado con el Premio Nobel de Literatura y reconocido por su posición laica, fue apuñalado en 1994 en el cuello en una calle de El Cairo, en un atentado cometido por los integristas Hermanos Musulmanes, cuando el autor de Hijos de nuestro barrio regresaba en coche a su domicilio del oeste de la capital egipcia, desde el diario Al Ahram, en el que publicaba una crónica semanal. Mahfuz tenía previsto reunirse posteriormente con un grupo de amigos intelectuales en un café, como hacía habitualmente cada viernes. “Mientras descendía del vehículo delante de su casa, se ha parado junto a él un Mercedes blanco con tres personas dentro. Uno de los pasajeros ha descendido y se ha aproximado a él. Mahfuz ha creído que el hombre venía a saludarle, pero éste le ha asestado dos puñaladas en el cuello. Después ha vuelto rápidamente al coche y desapareció”, narró, de acuerdo con el testimonio de un testigo del atentado, un oficial de policía que lo trasladó al hospital donde fue intervenido quirúrgicamente durante más de cuatro horas. Según la información médica, las dos puñaladas afectaron a la arteria carótida y perdió mucha sangre, por lo que fue necesario realizarle transfusiones de cuatro litros y medio de sangre. “Teniendo en cuenta su edad (83 años), la profundidad de las heridas y la cantidad de sangre que perdió, no se pueden descartar complicaciones posteriores”, expuso el parte médico. La agresión le dejó graves secuelas que minaron su salud provocándole daños en la vista y el oído, así como la parálisis del brazo derecho, lo que le impidió seguir escribiendo con normalidad. A pesar de ello, tras someterse a un largo proceso de fisioterapia, Mahfuz consiguió escribir una serie de relatos muy breves, al estilo de los haikus, publicados en la revista egipcia Misfildunia (La mitad del mundo) bajo el título de Sueños de convalecencia. En 1995, Mohamed Nafi Mustafá y Mohamed Al Mahlaui, presuntos autores materiales del atentado, fueron ahorcados en una cárcel de El Cairo. Un año después, fue calificado como “hereje” por grupos radicales islámicos y sentenciado a muerte. Desde entonces se mantuvo prácticamente recluido en su hogar, con salidas esporádicas y bajo protección policial. Murió a los 94 años. “Naguiz Mafuz fue apuñalado. Alá prosigue su divina tarea”, así lo resumió genialmente José Saramago, el Nobel de Literatura portugués, en sus Cuadernos de Lanzarote. Otro escritor egipcio víctima del fundamentalismo islámico fue Farag Foda, académico y crítico del integrismo, asesinado en 1992 en la puerta de su casa, un crimen que causó profunda conmoción entre los intelectuales seculares. Un año después del asesinato de Foda, un militante de un grupo islamista fue sentenciado a la horca. Otro, tras cumplir 20 años de prisión, declaró: “El castigo para un apóstata es la muerte. Aunque se arrepienta él debe ser castigado con la muerte. Cualquier ciudadano tiene el derecho de llevar a cabo el castigo de Alá”. Y es que los fundamentalistas no confían en la justicia terrenal: “¡Orhan Pamuk debe tener cuidado!”, gritó Yasin Hayal en 2007 al entrar al tribunal donde iba a ser juzgado por suministrar el arma con la que un fanático turco asesinó al periodista de origen armenio Hrant Dink en su periódico Agos, en Estambul. Por eso, ese día, el Premio Nobel de Literatura 2006 suspendió su viaje a Alemania, donde iba a ser distinguido con el doctorado Honoris Causa por la Universidad Libre de Berlín, antes de realizar lecturas de extractos de sus obras en Hamburgo, Colonia, Stuttgart y Munich. El novelista turco, autor de Libro negro, blanco de los nacionalistas turcos por sus posturas, fue el primer escritor del mundo musulmán que condenó la fetua iraní declarada por el ayatola Jomeini contra Salman Rushdie por Los versos satánicos. Desde entonces, y aunque la condena a muerte “por blasfemo” impuesta por el régimen islámico ya fue levantada, el escritor angloindio ha vivido a salto de mata, para quien lo importante es no dejar que eso cambie su vida, porque el menosprecio del terrorismo forma parte de la razón de su fracaso: “La mejor respuesta a estas acciones terroristas es tratarlas con desprecio y seguir viviendo tranquilamente”, ha dicho. Hace unos años, cuestionado por La verdad, de Barcelona, sobre qué puede hacer la literatura ante el terrorismo, Salman Rushdie respondió que absolutamente nada, porque la literatura no es un arma y tampoco es un escudo; no puede proteger a uno ni derrotar a los enemigos, pero lo que sí puede hacer es aumentar el entendimiento entre las personas y el conocimiento sobre los temas, y no precisamente a hechos concretos, que esos ya los dan los periódicos, la radio y la televisión: “Lo que necesitamos –asegura– es saber en qué consiste ser un afgano bajo el régimen talibán, o qué supone ser terrorista. El arte de la novela siempre ha sido el de permitirnos experimentar la realidad ajena, ya se trate de la de Madame Bovary o de los Buendía de Macondo. Gracias al genio de la novela, estos mundos se nos hacen comprensibles y se convierten en parte del nuestro. La policía nos puede proteger, pero la novela ha de ser la herramienta que nos permita entendernos”. Para Rushdie el mundo vive un choque entre religión y razón, entre magia y ciencia; una batalla protagonizada por dos visiones del mundo que se creen en posesión de la verdad y que se desprecian mutuamente. En su novela Shalimar el payaso ha puesto frente a frente esas dos visiones, por eso afirma que la gran batalla que se está librando en la actualidad se puede describir como un choque entre el radicalismo islámico y Occidente. Pero una definición para él más exacta es que por una parte hay una visión del mundo materialista, de personas que creen que el mundo está aquí y es sólido; que está hecho de cosas, de objetos que se pueden tocar, sentir, comprar, vender… Y por otra parte hay una visión que dice que eso es una ilusión, que no es importante el mundo sino lo que está más allá, la trascendencia, el paraíso, y esa batalla, la de la realidad de las cosas, es en la que estamos luchando. ¿Qué es el mundo, material o inmaterial?, se pregunta el escritor de 72 años. Y él mismo se responde: “Ambos lados se desprecian mutuamente de forma muy profunda. Éste es el verdadero cisma que se da en la actualidad. Hay un pasaje en mi novela en que Shalimar el payaso está siendo adiestrado en un campo de la yihad y el instructor le dice que los infieles creen que el mundo está hecho de cosas, y por eso son tan débiles. Yo en esa escena estaba intentando describir esa visión del mundo, la que dice que todo lo que ves a tu alrededor, todo lo que te han explicado, es falso. Que es una gran mentira y que la verdad es la magia de la creencia religiosa. Y ese conflicto, creo yo, es el conflicto de nuestro tiempo. No se limita únicamente al islam”. Y es que la venganza le está ganando la batalla a la justicia. La gente ha perdido la fe en el diálogo y el debate, expresa el autor de Los hijos de la medianoche, y por eso hemos vuelto a una sed de sangre ancestral y está adquiriendo poder sobre todos, porque si nos sentimos ofendidos por los demás, en el nombre de esa ofensa somos capaces de hacer cosas terribles. “No es una gran época para la razón”, asevera Rushdie con un desencanto que se acrecienta cuando afirma que el ser humano es violento, lo que nos lleva a vivir un tiempo inusualmente violento. Y se lamenta de la situación: “Es una tragedia ver cómo la gente puede romper las cosas que luego ya no se pueden reparar… Los seres humanos somos también capaces de construir la paz, aunque parece que nos movemos mejor en la violencia”. Pero el escritor también se plantea otros ámbitos: en Estados Unidos, por ejemplo, la mayoría de la población cree en las verdades apocalípticas de la cristiandad, dice, y en la India, cada vez hay más fundamentalistas hindúes. Se mire por donde se mire, para el autor de El último suspiro del moro se ve este fenómeno: la batalla entre el mundo de la razón, la ciencia, la perfección, y por otra parte, el mundo de la trascendencia, lo milagroso, la creencia, la magia, los sueños: “La tragedia para mí es que, como novelista, me siento muy atraído por el mundo de los sueños y la magia, y no tanto por el aburridísimo mundo de los objetos y el materialismo. Pero, claro, yo estoy en el lado de lo material”. Al hacer un balance del martirio de los últimos años, Rushdie le atribuye el fracaso de la razón a los políticos y no a la religión, curiosamente. Ha vencido el miedo y las humillaciones y sigue vivo, disfrutando de una paternidad tardía y para defender a otros colegas en su misma situación, como ahora con Orhan Pamuk. Vive, afirma, para demostrar que no se puede silenciar a un escritor, que es lo que siempre ha sido, y no “un muerto que está de permiso” desde la maldición de Jomeini de aquel fatídico Día del amor y la amistad de hace 40 años que lo sigue como su sombra: “La época de la fetua se ha terminado –dice— y estoy en los tiempos de la postfetua. Ahora quiero olvidar la fecha del 14 de febrero”. Aunque como ha dicho su colega y presidente del PEN Club de Escritores, Johannes Strasser: “En estos casos, hay que tomar las amenazas en serio”. Y algo hay de razón en lo dicho por Strasser porque la amenaza no es producto de la fantasía: en julio de 1991, Ettore Capriolo, traductor de Los versos satánicos al italiano, fue apuñalado en Milán y peor le fue a Hitoshi Igarshi, que pagó con su vida el pecado de haberlo traducido al japonés.

Un muerto con permiso para viajar

La compañía aérea British Airways anunció, en vísperas de la Navidad de 2001, el levantamiento de la prohibición de volar en sus aviones a Salman Rushdie. Indicó que la prohibición se levantaba a partir del primer día de ese año, después de recibir del Ministerio de Asuntos Exteriores de la Gran Bretaña la garantía de que la vida del escritor angloindio ya no está amenazada, toda vez que en septiembre Teherán dijo que no emprendería acciones que amenazaran la vida del autor de Los versos satánicos, una medida que rescindía en la práctica la condena a muerte por blasfemo impuesta por el régimen islámico y que lo perseguía desde el día del amor y la amistad de 1989, cuando el ayatola Jomeini decretó la sentencia. Sin embargo, Salman Rushdie decidió, “con cautela”, vivir su vida. “Un día me di cuenta de que no podía esperar indefinidamente a que el régimen iraní me autorizara a hacer mi vida. Tenía que hacerla y punto. La libertad es algo que se toma, nunca te la dan. Eso era lo que yo siempre había pensado y llegó el momento de aplicármelo a mí mismo”, declaró a El Diario en España. Pero el novelista nacido en Bombay en 1947 no se ha liberado del todo de la cárcel que lleva a cuestas desde aquel fatídico día del amor y la amistad por sus blasfemias de Los versos satánicos, que a decir de Edgardo Bermejo Mora no es la mejor de sus obras. “En ella –escribió en el semanario etcétera –, más allá del famoso capítulo cuarto titulado Ayesha (nombre de la más importante esposa de Mahoma), que le valió la condenación del Ayatola Jomeini, aparece de nuevo el tema rector en la obra de Rushdie: el choque cultural, en este caso de los inmigrantes indios en Inglaterra, representados por un galán del cine hindú y un sabio autodidacta que se obnubila ante la cultura inglesa. Ambos caen desde las alturas en una playa inglesa tras una catástrofe en el Canal de la Mancha producida por la explosión de un reactor nuclear. Quien busque en ella el morbo de un texto herético y apóstata se llevará una decepción, es una novela que camina lento, plagada de referencias intertextuales y pasmosa a la hora de su lectura. El Rushdie genial está en otro lado”. El mismo autor lo ha exxplicado así: “Sólo trataba del islam tangencialmente. Hablaba de las migraciones de Oriente a Occidente, de cómo en ese traslado de una cultura a otra la gente se cuestiona todo, e inevitablemente sus creencias religiosas. Sabía que podía provocar un debate y no me asustaba, así es como progresan las civilizaciones. En los primeros seis meses no recibí ni una sola amenaza, por carta o por teléfono, y no podía imaginar que mi libro causaría una crisis semejante, sencillamente porque nunca le había ocurrido a nadie”. Luego tuvo que viajar protegido por un grupo especial de agentes de Scotland Yard, protección en la que el gobierno británico gastaba más un millón de libras. Así aprendió a vivir en la clandestinidad, protegido día y noche y así también aprendió a descubrir si es perseguido en una carretera o en un hotel y a desenmascarar a los agentes disfrazados en un dispositivo de seguridad. Aprendió una jerga en la que él es bautizado como El principal, los OFD son los “only fucking drivers” (sólo conductores jodidos) y los policías de tráfico, “black rats” (ratas negras). Aprendió a cambiar constantemente de domicilio, hasta trece veces en veinte días. En un país pequeño y superpoblado como Gran Bretaña, aprendió a escabullirse de los curiosos y a callar. “Al principio, como las autoridades se esforzaban tanto para protegerme –ha contado–, no debía ponerles las cosas más difíciles. No debía ir a ninguna parte, no debía ver a nadie, no debía decir nada. Tenía que ser una no-persona y limitarme a dar las gracias por estar vivo, nunca contestar a los insultos”. En la Gran Bretaña de Margaret Thatcher tampoco se veía con simpatía a un intelectual de origen indio, que para colmo era votante laborista. Periódicamente Rushdie fue –y sigue siendo– vilipendiado por el sector más conservador de la prensa y la política británicas y europeas. Unos anunciaban que no derramarían ni una sola lágrima el día en que finalmente fuera ejecutado y otros preguntaban por qué el Estado debía costear los gastos de protección del millonario en que a la sazón se ha convertido. “Cobarde” y “oportunista” fueron algunos de los calificativos que le dedicaron diversos personajes públicos, incluida la escritora Marianne Wiggins, su esposa cuando los fundamentalistas islámicos lo condenaron a muerte aquel día de los enamorados. Rushdie ha admitido que hubo tiempos en que se sintió “desconcentrado” y cometió errores, como los intentos de reconciliación con los líderes musulmanes británicos: “Mi reacción natural fue pensar que todo era un malentendido. Creía que si me daban la oportunidad de explicarlo se darían cuenta de que se habían equivocado conmigo. Es muy difícil luchar contra una amenaza global, sin precedentes, y es posible que en los primeros años pecara de ingenuo”. Con el paso de los años, Salman Rushdie se dio cuenta de que la Unión Europea sólo ofrece “buenas palabras”, no una campaña diplomática para que Irán retirara explícitamente la condena. Los intereses comerciales de países como Francia y Alemania, ha dicho, están por encima de la defensa de los derechos humanos: “Lo que me ha sucedido es algo grotesco, pero no puedo aceptar que esto vaya a ser mi condición normal”, ha comentado y dice que no ha faltado quien le aconseje que se rinda, que se opere, que cambie de nombre, que empiece una nueva vida, pero él siempre se ha negado: “Es la única opción que nunca he considerado, sería peor que la muerte”. Al hacer un balance del martirio de todos estos años, Rushdie le atribuye el fracaso a los políticos. Ha vencido el miedo y las humillaciones y sigue vivo, para disfrutar de un nuevo amor y de una paternidad tardía y para defender a otros colegas en su misma situación. Vive, afirma, para demostrar que no se puede silenciar a un escritor, que es lo que siempre ha sido, y no “un muerto que está de permiso para vivir”.

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