Gabriela no tenía noticias de Alex desde aquella tarde en que él salió con destino a Madrid. Se sentía un tanto nerviosa por los días que habían transcurrido, pero estaba segura de que allá en la distancia, su marido estaría meditando el orden de las prioridades que ella dispuso para su nueva vida. Los escenarios dibujados para el futuro incluían un estilo hedonista y cosmopolita, un mundo como el que ella soñó en sus tiempos de adolescente. Esperaba que de una vez por todas, él tuviera claras las cosas entre ellos.

Por la mañana había asistido a los exámenes de galope y a los preparativos para el campeonato provincial de doma clásica en la asociación ecuestre de Orense. Estaba feliz porque Jimador demostraba ser un fino caballo de competencia. Vivía una época boyante, lo que la hacía sentirse más bella y deseada, especialmente cuando la miraban con descaro los penetrantes ojos de Manu, su entrenador.

Le emocionaba esperar la llegada de su padre al aeropuerto de Santiago de Compostela a la mañana siguiente. Repasó sus pequeños triunfos hípicos, las alabanzas a sus animales y la construcción del chalé con caballerizas y helipuerto. Su papá estaría orgulloso de esos logros.

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Le tenía sin cuidado el destino de Alex y sus manías. Se sorprendía por haberse casado con un hombre tan débil y falto de luces. Su físico no era problema ya que jamás le interesó. Sabía perfectamente que la posición económica nunca llegaba con el hombre más agraciado. Cuando estaba al frente de la Xunta abusaba del lloriqueo, el grito y el alcohol. Lo peor era que nunca resolvía nada por sí mismo. Y había comprobado que al final todos se aprovecharon de él, hasta su familia.

Por eso todo terminó en el suelo. Se le cayó el gobierno, las finanzas y su partido lo abandonó. Era un completo inútil, reflexionaba. Por suerte, pensé en hacer mi propio capital ¡y nadie lo sabe! Ni siquiera mi padre, dijo para sus adentros.

Mientras los arquitectos terminaban la decoración del chalé, Gabriela se fue a vivir a un elegante hostal en Cima de Aldea, a pocos kilómetros de Avión. De inmediato trabó amistad con Maite y Rosa, las dueñas, a quienes encargaba el cuidado de sus hijos cuando debía ausentarse.

Comprobó que la estrecha relación que tenía con el ruso Oleg Raña le brindaba grandes ventajas en Orense, ya que muchas puertas se abrían con sólo mencionar el nombre del acaudalado empresario avecindado en Méjico.

Esa tarde tocaron a su puerta. Sus hijos habían ido al club a sus clases de tenis y gaita. Sobresaltada se dispuso a abrir. Enfrente estaba Alex, enflaquecido y demacrado. En forma mecánica y fría lo besó en la mejilla; lo vio desmejorado y triste. La miró y se sentó con desgano en un sillón.

Estuve en La Moncloa, Gaby, le dijo. Hablé con el presidente. Tenemos una semana para devolver el dinero de la Xunta. Quieren todo, ¡y no hay perdón! Te recomiendo que hables con tus padres porque vamos a perder todas las propiedades, estén donde estén. Ellos ya tienen todas las ubicaciones, todos los bancos y todos los nombres. Hasta registros de cuadros y joyas. Voy a hablar con los del equipo, porque ellos deberán hacer lo mismo, so pena de que les den más años de castigo. Todo se perdió. ¡Maldita sea!

Espera, le dijo ella, acabó de hablar con Heri, él puede ayudarnos. ¿Lo recuerdas? Era nuestro compañero en la universidad. El mejor estudiante de leyes de Comillas. Resulta que ahora es el ministro de justicia del presidente en La Moncloa y su primo el Fiscal General. Tiene un despacho de abogados en Madrid; dice que nos ayudará en recuerdo a nuestra amistad. Si le damos la tercera parte, nos asegura que conservamos el resto. ¡Nos conviene, Alex!

No Gaby, no es tan sencillo. He pensado que alguno de los muchachos fue torturado y habló de más. El presidente Felipe me dijo que lo más grave de todo es que el nuevo presidente de la Comunidad Autónoma quiere ponerme de ejemplo nacional. Y también va contra mi antecesor. ¡No podemos hacer absolutamente nada!

Resulta que Mikel conoce hasta los primeros pecadillos, recuerdas. Lo que pedías día a día en tu oficina. Ha contabilizado y exige también el dinero del portafolio que te entregaban en la beneficencia.

¡No sé de qué hablas! ¡Eres un desgraciado! ¡Me ofendes! Y a mi padre, no lo mezcles en tus porquerías. ¡Él, es inocente! ¡Sé hombre! ¡Yo no me quedé con nada! Es el momento en que debes asumir tu responsabilidad. ¡Tú, como siempre, buscando a quien cargarle las culpas! Entiende que ya no soy harina de tu costal. ¡Que Dios te cuide! Ah, y no se te ocurra hablar con los niños. Les dije que habías ido a un largo viaje de descanso.

Continuará…

LA CAÍDA DEL PROFUGO (1)

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