Franco González Aguilar

Décima entrega

La sirena de una embarcación entrando al puerto, acabó con mis cavilaciones. Dejé la banca y dirigí mis pasos al café de La Parroquia, a despedirme de Pedro.

Abriéndome paso entre la gente, llegué al local. No había ninguna mesa vacía, pero por suerte, Marcelino Fernández me vio desde la mesa que ocupaba y me hizo una seña para que me acercara. Por supuesto que acepté su invitación.

—Buenas tardes Víctor, veo que el calor no hace mella en ti, ¿cómo vas en tu investigación? —me dijo.

—Muy bien—contesté—. He dado por terminado mi trabajo en la ciudad y mañana por la noche me voy; quise venir a despedirme y agradecer las facilidades que me brindaron aquí. Por cierto, no veo a Pedro.

—No se encuentra, ya concluyó su turno, pero si no tienes otra cosa mejor que hacer, te invito un café —exclamó.

—Te lo acepto, pero sólo si me platicas un poco de tu persona y de este café tan exitoso —le contesté.

—Desde luego—repuso—. Nosotros somos españoles, del pueblo de Santa Olalla, en Santander; mi hermano Fernando y yo, llegamos con el tío José, quien murió hace poco. Nos radicamos en Veracruz, y mira, con un gran esfuerzo, la familia adquirió esta cafetería hace casi veinte años. Fíjate en el piso, se notan claramente tres ampliaciones del local. Vendemos bocadillos, café, pan de dulce, fruta y también licores por las noches. Tenemos sesenta mesas y puede albergar doscientos cuarenta comensales; casi siempre está a reventar. En el piso de arriba habitamos, en una parte, la viuda de mi tío y su hija, así como mi hermano. En otra sección, vivo con mi esposa y dos hijos, José y Marcelino, el más pequeño, que tiene un año de edad. En un mes me voy a España con mi familia y estaremos allá varios meses; Fernando, que está en Santander, se regresa para atender el negocio en mi ausencia.

—Pero ahora háblame de tu proyecto—dijo interesado.

Le expliqué los avances que había conseguido y le compartí la noticia del homenaje que le harían a Alfonso Reyes en Bellas Artes. También le platiqué sobre el viaje con los poetas.

—Justo homenaje a Alfonso Reyes, Víctor—externó Marcelino—. Es uno de los grandes escritores de México que no ha tenido la fortuna de ganar el Premio Nobel. Debes saber que en 1949, cuando Gabriela Mistral era Cónsul de Chile en Veracruz, en una carta que escribió en el Hotel Mocambo, dirigida al Secretario de la Academia Sueca en Estocolmo, propuso a Reyes para el premio de ese año. Es más, en 1945, cuando lo ganó la propia Mistral, Alfonso Reyes había sido uno de los candidatos contendientes. Es muy oportuno ese reconocimiento, porque sé que el escritor ha sufrido dos o tres infartos y me parece que los homenajes debieran hacerse cuando las personas están vivas todavía.

—¡Qué interesante, no lo sabía!–exclamé—. Con mayor razón quiero estar en ese acto en México.

—Pero, ¿cómo es que tienes tanta información, Marcelino? —pregunté.

—¡No olvides que aquí llega gente muy importante!–me explicó—. A La Parroquia, además de turistas, vienen políticos, artistas, empresarios, periodistas y amigos, con quienes me gusta platicar.

Después de dos horas de amena charla, me despedí de él. Le di las gracias, rogándole hacerlas extensivas a Pedro, por su apoyo.

Como me resultaban incómodas las aglomeraciones en la Plaza de Armas y en Independencia, caminé hacia el hotel, dispuesto a repasar y organizar todos los apuntes obtenidos sobre Díaz Mirón. Decidí encerrarme a trabajar hasta cuando fuera la hora de abordar el tren, al día siguiente por la noche. Sólo me distraería lo necesario para comer en el propio hotel. En realidad esto era lo más recomendable, porque me sentía desvelado y maltrecho por el ajetreo del carnaval.

Continuará…

 

 

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