La muerte de John Baldessari se ha ido a saber en todo el mundo justo en víspera de Reyes Magos, esa misteriosa Noche Doce que los anglosajones ni celebran tanto ni descuidan del todo. Resulta apropiado a su manera, y se quita uno el sombrero ante ese regalo intrigante y rasgo de genio (y figura) hasta la sepultura: parece el último de sus ambiguos acertijos conceptuales, buen cierre de una obra llena de inteligencia, cultura y el humor más sibilino y flemático (tongue-in-cheek, dicen también los anglos).

Lengua-en-la-mejilla: Baldessari hacía ese gesto cuando se quedaba pensando en sus cosas. Le hizo gracia cuando se lo traduje literalmente, porque le gustaban mucho los retruécanos, los “falsos amigos”, las cosas que se pierden o se ganan o se traspapelan en las traducciones. Fue en Madrid, hace ya más de quince años: yo era un verdadero pipiolo, él estaba en la ciudad montando una expo. Pepe Cobo, su galerista, me lo encomendó de buenas a primeras con su habitual astucia y elegancia, y nunca se lo agradeceré lo bastante. Baldessari jamás pontificaba, y a menudo caía en un silencio afable nada intimidante, pero pasar algunos ratos con él fue toda una lección de antisolemnidad, de altura moral y de voracidad intelectual.

Y de la otra: disfrutón incansable, le gustaron muchísimo los goyas de la Academia (más que el arcimboldo casi comestible que yo, ingenuo, creí que le entusiasmaría) pero sobre todo, sobre todo, le gustaron las gambas y las nécoras de La Trainera, que parecía ver danzar ante sus ojos todo el día (a las seis de la tarde ya preguntaba si podíamos ir yendo).

En 1970 Baldessari prendió una hoguera purificadora con todos los cuadros que había pintado hasta 1966. Arrancaba así su “segunda vida” como artista de fama mundial y amado y admirado por absolutamente todos, en un mundillo del arte que no prodiga precisamente cariños universales. La pira funeraria ya tuvo su pizca de ironía, y un año después inauguró una expo con un título que era toda una declaración de intenciones: No haré más arte aburrido. Incluía una pieza de vídeo en la que copiaba la frase a mano hasta que se acababa la cinta. Mentía y decía la verdad al mismo tiempo: desde entonces, nunca nos impuso la penitencia de un arte conceptual “aburrido”. 

Y ahora que ha muerto y rematado su trayectoria, salta más a la vista la lucidez con la que combatía una idea falsa muy extendida en el mundillo conceptual: que severidad y seriedad son lo mismo. Como buen californiano, impuso la belleza orgullosa de colores y formas frente al calvinismo visual y la deshidratación liofilizada de muchos colegas, de Sol LeWitt a Joseph Kosuth. Y propuso desde el principio un escepticismo higiénico en su forma de ver el mundo, una extrañeza y cautela bienhumorada ante la incomprensibilidad de las cosas. Detrás de sus obras adivinamos a un artista con la lengua permanentemente pegada a la mejilla: con esa sonrisa de gato de Cheshire pudo pronunciar, con flema impalpable, cosas importantes.

Porque se ha colgado a Baldessari (a veces con nudos corredizos) de las ramas de muchos árboles genealógicos: del conceptualismo, desde luego; pero también del apropiacionismo, del pop, del pastiche posmoderno. Yo le veo más bien las raíces plantadas en el suelo fértil de la mejor tradición del nonsense literario anglosajón: de Sterne a Edward Lear, de los acertijos atravesados de Chesterton a los absurdos zigzagueantes de Lewis Carroll.

Compartían un mismo interés por las rendijas, los malentendidos y las trampas de la narración. Baldessari practicaba con la misma fruición el arte de las pistas falsas y las casualidades engañosas o las historias sin final feliz –o sin final, a secas–. Le gustaba burlar ese viejo vicio humano que consiste en querer encontrarle sentido a las cosas, cueste lo que cueste. O imponérselo por las bravas. Ojo, aquí gato encerrado, se huele uno ante sus obras. Y efectivamente lo hay. Pero el gato no lo pone Baldessari, ni Carroll, sino nosotros: nuestros ojos, nuestra gana de inventar historias. 

“Puedo resistirme a la tentación de hacer un buen chiste, pero jamás a la de hacer uno malo”: me lo dijo en una de aquellas tardes madrileñas, y aunque antes de sentarme a escribir esto me había jurado no mencionar su inmensa estatura (rondaba los dos metros y le aburría muchísimo que le hablaran de eso), creo que acabaré este recuerdo en su memoria diciendo que anoche nos enteramos de la muerte del último gigante (y rey, y mago) del arte contemporáneo.

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