Marcos Vallejo, un campesino de 32 años que viste pantalón tejano, sombrero cowboy de ala ancha, camisa fucsia, y botas blancas picudas, dice que allá por su rancho en las faldas del Pico de Orizaba nunca había escuchado la palabra leucemia. Pero, cuando entendió la gravedad de la enfermedad que se extiende sin tregua por el frágil organismo de Rigoberto, su hijo de 8 años, su vida y la de su familia cambió para siempre.
Marcos nació en una ranchería pobre, en una región pobre de la Sierra de Zongolica, en la zona de Altas Montañas de Veracruz; entidad que, además, también está entre las más pobres de México.
En Chilapa, su pueblo, el trabajo se reduce a tres opciones: emigrar para el gringo, como hace la mayoría en esta localidad de calles semidesiertas; ir con los conocidos de siempre para preguntarles si tienen alguna chamba de albañilería en alguna localidad vecina cercana; o salir al campo, donde la recolecta de flores y de follaje que luego se venden en ciudades como Orizaba o Córdoba deja poco más de 150 pesos la jornada.
Un salario raquítico que está a años luz de los gastos que requiere el combate al mal que acecha a Rigoberto.
Por ello, Marcos asegura que no tuvo otra salida: vendió gallinas, algún otro animal que tenía por ahí suelto, y un pedazo de terreno, para enfrentar una pesadilla que inició un 28 de febrero de 2019 cuando, después de un largo periplo por consultorios de farmacias baratas, escuchó por primera vez de la boca de un oncólogo una frase tan directa como terrible:
“Tu hijo tiene leucemia y está grave”.
“Pedí prestado y vendí mi patrimonio”
Es viernes 31 de enero y el reloj marca que son las diez de la mañana.
Marcos, su esposa, y Rigoberto, un niño de ojos negros ligeramente rasgados que oculta parte de su rostro con un cubrebocas y la visera de una gorra roja del Cruz Azul, salieron temprano de la sesión de quimio en el Hospital Regional de Río Blanco, ubicado a unos cuatro kilómetros de Orizaba, y esperan el transporte colectivo en el que irán de regreso hasta Chilapa, en el municipio de La Perla.
“Nosotros vivimos hasta allá arriba, en las nubes”, bromea Marcos, señalando uno de los enormes cerros que rodean al Hospital y por los que descienden densas nubes cargadas de humedad y de aire gélido.
Y lo cierto es que no exagera.
Ya a bordo de la camioneta colectiva, la sinuosa carretera se va empinando para dejar atrás un sinfín de rancherías y pueblitos, en cuyos márgenes brotan por doquier casitas de techo de lámina y paredes de madera carcomida por la humedad de la montaña, hasta llegar a las faldas de Citlaltépetl; un volcán activo que se eleva por arriba de los cinco mil metros de altura más conocido como El Pico de Orizaba.
“Si usted, o su familia, padece una enfermedad sin explicación -dice la voz de una mujer que sale del viejo estéreo de la radio que lleva prendida el chofer de la camioneta-, si ha ido con el doctor y no encuentran la cura para su enfermedad, si padece una brujería o una hechicería producto de la envidia, llámenos. Podemos ayudarlo”.
Al escuchar el anuncio, Marcos sonríe cansado y con la mirada puesta en sus botas picudas.
En toda esta zona abunda la charlatanería y las creencias folclóricas en rituales, amarres, santería, y muchas otras supersticiones para curar males inexplicables. Pero, en cierto modo, Marcos no estuvo tan lejos de recurrir a la ‘ayuda’ de esas ‘curanderas’ por una sencilla razón: nadie le atinaba a decirle qué le sucedía a su hijo.
Sin seguro social, Marcos optó primero por llevarlo a los consultorios de farmacias, pero el paracetamol y los jarabes que le recetaron fueron inocuos contra la calentura que sumergía al niño en un letargo alarmante. Ante la falta de resultados, lo llevó a la modesta unidad médica de su ranchería, donde le indicaron que el cuadro que presentaba el niño requería de estudios más completos para hacer un diagnóstico.
El problema, claro, es que Marcos debía hacer esos estudios “por fuera”. Y la cotización no bajaba de los 40 mil pesos.
“Tuve que pedir prestado y vender muchas cosas para atender a mi hijo -dice el campesino-. Lo primero que vendí fue mi propiedad”.
Pero el niño no mejoró. Al contrario, con el paso de los días, iba a peor, y aún no se sabía con certeza cuál era el mal que lo mantenía en cama.
Así, hasta que, en otra de las visitas a la clínica local, un doctor agarró a Marcos y le aconsejó que ya no hiciera más estudios y que mejor lo llevara de inmediato al Hospital Regional de Río Blanco.
Allí, cuenta ahora Marcos sujetándose con la mano el sombrero que por poco sale volando con los baches y los innumerables topes que hay en el camino hasta Chilapa, le hicieron nuevos estudios -gratis- a Rigoberto, y al poco tiempo le confirmaron que tenía leucemia.
“Cuando el doctor nos explicó que es un cáncer en la sangre, nos agarró en un momento muy tímidos, sin saber nada -explica-. Nunca nos imaginamos que una enfermedad así de grave podría dañar a nuestro niño. Fue algo muy difícil de entender, algo que uno no quisiera creerlo”.
Al momento de escuchar el diagnóstico, Marcos y su esposa no solo no dimensionaban aún la gravedad del padecimiento, sino tampoco el aluvión de gastos que se les avecinaba -más los que ya hicieron tras vender su propiedad- para comprar medicamentos de nombres extraños, como la Vincristina o el Methotrexate, que al público puede tener un costo por arriba de los cuatro mil pesos la dosis, sin contar, claro, las quimioterapias, que pueden dispararse por arriba de los cuarenta mil.
Pero el diagnóstico solo era el inicio.
En realidad, la pesadilla apenas acababa de comenzar.
Un salvavidas
Después de tres horas de trayecto, y de gastar el salario de un día de 150 pesos en trasbordos en varios taxis rurales colectivos -tomar uno individual le hubiera costado entre 500 y 600 pesos, lo equivalente a cuatro días de trabajo en el campo-, Marcos ya está en Chilapa.
Sentado en una banca de madera en la cocina de su casa, una vivienda limpia y ordenada, con paredes pintadas de azul cielo, que alterna partes construidas con madera y otras con bloques y ladrillo, el joven campesino recuerda que aquel 28 de febrero del año pasado él y su esposa caminaban por los laberínticos pasillos del Hospital de Río Blanco desorientados y aturdidos por el impacto de la noticia que les dio el pediatra, y con la incertidumbre de cómo afrontarían los gastos para salvar a su hijo.
“Uno entra allí perdido. Como si anduvieras a oscuras, sin luz. No sabíamos a dónde acudir, ni con quién”.
Hasta que una de las mamás que también estaba en ese momento en la tercera planta de Oncología Pediátrica los calmó y les recomendó que bajaran a la primera planta, junto al comedor.
Allí, en una pequeña oficina, trabaja personal de la Asociación Orizaba Propone (AOPAC); una organización civil sin fines de lucro que lleva 30 años ayudando a cientos de niños con leucemia y otros tipos de cánceres sólidos, que, como Rigoberto y sus padres, viven en zonas serranas de alta vulnerabilidad por pobreza extrema.
Marcos cuenta que, en plena tempestad, la AOPAC fue un verdadero salvavidas. De inmediato, la fundación incluyó a Rigoberto en su programa de niños con cáncer y ayudó a la familia a inscribirlo en el hoy extinto Seguro Popular, en el seguro de gastos catastróficos que, al menos en el papel, debía procurarle atención y medicamentos gratuitos.
Durante los tres meses que duró el proceso de inscripción en el Seguro Popular, la fundación compró los medicamentos de Rigoberto y sufragó sus estudios, para que el combate al cáncer se iniciara lo antes posible.
Una vez inscrito, el convenio entre el Hospital y la fundación se resume así: el Hospital pone la torre pediátrica de oncología, dos oncólogos especialistas, enfermeras, y los medicamentos que llegaran a través del Seguro Popular. Y la fundación apoya con un albergue para los padres que bajan de la sierra puedan dormir en Río Blanco el tiempo que los menores estén internados, con un comedor gratuito dentro del Hospital, y con el apoyo en el suministro de medicamentos cuando no llegaran suficientes por medio del Seguro Popular.
El problema, expuso en una entrevista previa al recorrido con Marcos la señora María de los Ángel Pírez, presidenta de la AOPAC, es que, con la llegada del nuevo Gobierno Federal en 2019, el de por sí renqueante Seguro Popular comenzó a dejar de surtir muchos medicamentos al Hospital, hasta llegar a “una situación crítica de desabasto” con la entrada el 1 de enero de este año del nuevo INSABI.
Por lo que, hoy, subraya la señora Pírez, es la fundación y no el Estado la que está asumiendo la responsabilidad, y el desgaste económico -un millón 300 mil pesos solo entre octubre y diciembre del año pasado-, de comprar prácticamente todos los medicamentos, más estudios y análisis, para que los niños con leucemia como Rigoberto, literal, no se mueran.
“No sé qué está pasando con los gobiernos. Lo único que sé es que cuando voy a la farmacia del Hospital con mi receta, siempre me dicen lo mismo: no hay medicamento, tiene que comprarlo por fuera”, denuncia Marcos, cuyo testimonio coincide con lo documentado por Animal Político el jueves 30 de enero, cuando acompañó a la botica del Hospital a Felipe Romero, padre de otro niño con leucemia, y la respuesta que le dieron fue que no podían surtirle medicamentos como la Vincristina y que regresara en ocho meses a preguntar de nuevo.
Y también coincide con el de la señora Librada Sánchez, madre de José Juan Sánchez, un adolescente de 15 años con leucemia, que lamenta que en el Hospital ya no le dan a su niño ni un simple antiácido o paracetamol.
Y con el de doña Rosa García, madre de Armando, que perdió cuatro meses valiosísimos porque no tenía el dinero suficiente para hacerle una biopsia a su hijo que el Hospital no le podía realizar.
“No queremos hacer política, queremos medicamentos”
“La verdad, nosotros no tenemos nada que ver con la política”, insiste Marcos, cuando se le cuestiona por lo expresado desde diversas instancias del Gobierno Federal y también del veracruzano, que acusan que el desabasto en varios estados se debe a redes de intereses que no quieren la transformación del país ni del sistema de salud público, y a que hay, incluso, escasez mundial de ciertos fármacos como la Vincristina.
“Lo único que queremos es que el Hospital tenga el medicamento y que no tengamos que batallar todos los días para conseguirlo, porque de eso depende las vidas de nuestros niños”, plantea Marcos, que también exige que la atención continúe siendo en Río Blanco y no los trasladen al Centro Estatal de Cancerología (Cecan) de Xalapa, a 150 kilómetros de distancia.
Porque moverlos hasta allá, denuncia, sería poco menos que condenar a los niños a la misma suerte que si no les dieran los medicamentos, o las quimios.
“Muchos padres no podríamos llevar a nuestros hijos hasta Xalapa. Imagínese, si bajar de la sierra a Río Blanco ya es un gran esfuerzo para nosotros, ahora súmele que allá no tendríamos una fundación que nos apoye con albergue, comida, y medicamentos, como la AOPAC. ¿Cómo le haríamos? No, no se puede -niega Marcos con la cabeza-. El Gobierno nos tiene que dar los medicamentos en el Hospital de Río Blanco”.
Por su parte, el presidente López Obrador, y el subsecretario de Prevención y Promoción de la Salud, Hugo López-Gatell, prometieron ayer martes que las denuncias ciudadanas por desabasto de medicinas en varios estados del país, como el propio Veracruz, Puebla, Oaxaca, Guerrero, Yucatán, Nuevo Léon, o más recientemente en Tijuana, Baja California, serán atendidas en los próximos días.
“Todos los casos los iremos resolviendo y si el próximo martes hubiera algo que no se cubrió, lo vamos a revisar (en la conferencia mañanera del presidente) y lo vamos a resolver”, aseguró López-Gatell.
Mientras eso se cumple, el equipo de abogados de Renace Capítulo San Luis, dirigida por José Mario De la Garza, ya acudió ante la justicia federal para interponer el pasado jueves un amparo que obligue a la Secretaría de Salud veracruzana y al Hospital de Río Blanco a brindar de manera inmediata todos los medicamentos a los niños que, como Rigoberto, están peleando junto a sus padres para derrotar a la leucemia.