Nuestra piel muerta, ópera prima de la ecuatoriana Natalia García Freire (1991), narra la destrucción de la familia de Lucas, quien vuelve a su casa recién ocupada y, en un monólogo dirigido a su padre muerto, da cuenta del camino al abismo que vivieron a la llegada de Felisberto y Eloy, dos hombres oscuros y bestiales que sometieron a sus padres. En esta novela convergen la infancia, la muerte y el mundo de los artrópodos.
En entrevista con Excélsior, la escritora analiza esta propuesta narrativa y la literatura latinoamericana contemporánea. “Mi novela era una especie de experimento y búsqueda de estilos, de voz, de intenciones. Hay algo que me interesaba al escribirla: hablar de una mirada, de ese gran relato que nos rige, ya sea una casa, un pueblo o una ciudad. Ese relato que dirige lo económico, lo político y lo social, que no mira hacia el mundo animal, que ha perdido la tierra o la ha echado a perder”, asegura.
Sobre los tres destinos de su novela, lenguaje poético, la infancia de Lucas y el mundo de los artrópodos, García Freire afirma que son los rumbos que su obra buscaba. “Son destinos que no siempre estuvieron claros. El viaje de Lucas para volver a su tierra y a su madre fue lo único seguro. El mundo poético nació como una búsqueda durante la escritura y esa indagación es lo que más disfruto del proceso. El viaje al mundo de los artrópodos se mezcla con el poético.
Y lo reconocí mientras escribía; aunque siempre digo que lo descubrió el personaje, era su obsesión. Ese mundo tiene su poesía, basta con escuchar mantis, escolopendra, tarántula o pensar en la forma de la telaraña, en los panales de avispas. Le dio sentido y unidad a la historia, la llenó de metáforas y símbolos”, reconoce.
Narrada en primera persona, en voz de Lucas, esta obra es una confrontación del hijo contra el padre, así como una trinidad entre padre, hijo y madre. Los tres, residentes de una casa de campo, de pronto son invadidos y envilecidos por Felisberto y Eloy, dos viajeros.
Lucas no sólo reprocha o cuenta, sino que llega a un lugar desde el que puede reinterpretar o, más que reflexionar, abstraerse. La novela dio un giro total cuando decidí interpelar al padre. No era una conversación, era casi una súplica; y con eso empecé a reescribir todo, buscando los momentos en los que el personaje se apartaba de la historia para dejarse llevar por su propio delirio, por su voracidad, su reproche, su tragedia”, detalla.
Nuestra piel muerta es un ir hacia adentro, hacia la infancia. En este sentido, García Freire acepta que la mirada de Lucas, es decir, de un niño, fue determinante. “Escribir esta novela fue aceptar una ficción que yo me había contado de pequeña: ‘Alguien o algo nos invadió’. Eso hace que no sólo el personaje, sino que yo a veces escriba de mi infancia; aunque me encanta la ficción y no me resisto a inventar personajes, jugar con el lenguaje, esa infancia me lleva a lugares a veces oscuros, a veces fantásticos, que quizá Lucas y yo necesitábamos para contar la historia.
En mi caso, la infancia fue un espacio de extremos, de mucha luz y mucha muerte, de imaginación por falta de explicaciones, de mayor tenacidad o resistencia ante el sufrimiento, de delirio. Todo lo que viene después me parece absurdo, explicado; y siento que toda mi escritura es una búsqueda de acercarme a ese mundo infantil y metafórico, vacío de tantos significados y sentido”, señala la autora.
CORTÁZAR Y GASS
Narrar a puertas cerradas, desde cuatro paredes. En el caso de esta novela, del jardín donde Lucas monologa. En Nuestra piel muerta, las referencias intertextuales dan mayor textura; por ejemplo, Eloy y Felisberto, quienes se parecen a los personajes del cuento Casa tomada, de Julio Cortázar. “Hay mucho de ese cuento. Yo creo que es el relato perfecto, porque esos seres pueden ser cualquier cosa y, por tanto, el lector se encarga de ponerles rostro o nombre, por eso puede tener tantas interpretaciones; aunque, como decía Cortázar, nació a partir de un sueño.
En el caso de William Gass, leer En el corazón del corazón del país me convirtió en una lectora diferente. Después de Gass, todo lo que leía tenía que atraparme con esa misma sutileza y habilidad, hasta caer como en una telaraña hecha con el lenguaje. Tardé en dejar de releerlo. Muchos de sus cuentos te hacen sentir que eso que narra es infeccioso; tiene esa capacidad de los insectos de meterse en uno, te obsesiona, te altera el pensamiento”, asegura la recién nominada al premio Juan Tigre, que han obtenido escritores como S