Hemos vivido unos meses terribles y, aunque la situación ha mejorado, continuamos bajo la amenaza de la pandemia provocada por el coronavirus SARS-CoV-2, de la que no estamos seguros si nos golpeará de nuevo, ni, si lo hace, cuál será su intensidad. Tampoco sabemos cuándo se dispondrá de un tratamiento eficaz o de una vacuna, aunque afortunadamente existen noticias esperanzadoras al respecto. Sin embargo, a pesar de estar instalados en semejante precariedad, deberíamos mirar más allá del incierto presente y plantearnos si es posible extraer algunas lecciones de lo que ya hemos experimentado, tanto a nivel mundial como al más limitado de nuestro propio terruño, España. Me apresuro a decir que, al contrario de lo que han manifestado algunos en nuestro país, no creo que salgamos de esta situación más fuertes. Todo lo contrario, se ha hecho más evidente que nunca la fragilidad de una economía muy dependiente de “los servicios”. Que los turistas extranjeros continúen viniendo a España es ahora uno de los grandes problemas nacionales. ¿De verdad estamos seguros de que España es un destino vacacional seguro y, recíprocamente, que la llegada de turistas, con pocas medidas de control sanitario, no afectarán a la difusión del virus? Se trata, claro, de primar la economía sobre la salud pública.

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Es cierto que nadie podía estar bien preparado para una crisis como la que nos asola. De acuerdo, pero sin entrar en suposiciones sobre lo que habría hecho otro Gobierno, hay detalles claros, como el de que o no se sabe, o no se han querido ofrecer los datos de fallecimientos producidos, que no se limitan a los oficiales. Si no se sabe, malo, y si no se ha querido, peor, porque es razonable pensar que el Gobierno ha pretendido ofrecer una imagen internacional de la situación española mejor que la real. Y en una democracia no debería haber peor pecado que no decir la verdad o falsear los datos.

Pero como decía, lo que me interesa ahora es mirar hacia el futuro.

Hace pocas semanas, cuando la epidemia se sentía con mayor dureza, miraba a veces por la ventana de mi casa a la calle, entonces prácticamente vacía, y pensaba: “Dentro de cincuenta o sesenta años, no demasiados más, acaso menos, puede que el panorama sea muy diferente: cientos de miles de personas, a las que la subida de los mares puede haber despojado de hogares y hábitats, llegarán a ciudades como en la que vivo buscando refugio y trabajo”. Aunque posiblemente las consecuencias del cambio climático no afectarán demasiado a las generaciones a las que pertenecen los, digamos, mayores de treinta años, la elevación de la temperatura y del nivel de los mares, así como la alteración de los patrones clásicos del clima, afectarán a todo el mundo, pero aún más a países que basan una parte importante de la economía en el turismo. Surgirá una nueva migración, la de los “migrantes climáticos nacionales”. Un estudio publicado en 2017 en Nature Climate Change identificaba 10 probables destinos dentro de Estados Unidos –ciudades como Austin, Orlando o Atlanta– a las que podrían trasladarse los alrededor de 13 millones de personas del país que se cree se verán obligadas a abandonar sus casas por el aumento del nivel del mar en 2100.

Tenemos el deber moral de pensar en las generaciones que nos siguen y tomar medidas para evitar que vivan en un mundo peor que el actual. Y esto no lo permite el turismo con sus millones de desplazamientos por tierra, mar y aire. Ni tampoco un modo de vivir, una cultura, que estimula el disfrute de bares y terrazas, y, un mal aún más universal, el hábito de consumir: el mito del crecimiento continuo. “Sostenible” se dice, como si crecimiento y sostenibilidad fuesen compatibles a largo plazo en un sistema, la Tierra, con fronteras claramente limitadas.

Entre las muchas lecciones que la actual pandemia ofrece se halla el que, por necesidad, hemos consumido menos y teletrabajado más que antes. La circulación de vehículos privados se ha reducido a mínimos. Y todo esto ha sido beneficioso para el medio ambiente: la contaminación se redujo drásticamente en las grandes ciudades. No olvido, por supuesto, que todo esto ha ido acompañado de la pérdida masiva de empleos, de los cuales no todos se recuperarán, muchos de estos pertenecientes al ámbito de los servicios ligados al turismo. Pero deberíamos esforzarnos en encaminarnos hacia una “nueva normalidad” que instale en nuestra sociedad las pocas pero importantes consecuencias beneficiosas de esta pandemia: la lucha contra el cambio climático y la conservación de la biodiversidad. Desgraciadamente, ahora que los confinamientos se han relajado, muchos, los que pueden permitírselo (y entre ellos numerosos jóvenes; algunos de los cuales probablemente asisten a manifestaciones que urgen a que se tomen medidas para combatir el cambio climático) muestran un ansia desenfrenada de volver a la “vieja normalidad”, la de frecuentar bares, playas, viajar…

El teletrabajo, al que ahora nos hemos visto obligados a recurrir, debería extenderse y si lo sabemos manejar y se dispone de las facilidades necesarias puede tener consecuencias favorables, tanto medio ambientales como laborales y sociales. Es imperativo implementar lo antes posible la tecnología 5G, que aumentará la velocidad de conexión multiplicando exponencialmente el número de dispositivos conectados. Y aprovechar las posibilidades de la Inteligencia Artificial.

No estoy diciendo nada nuevo si señalo que la creación de conocimiento constituye una buena receta para que España se sitúe en una situación mejor, más independiente. Que necesitamos más y mejor ciencia, aliada con más y mejor tecnología propia, no comprada, es algo que se ha dicho demasiadas veces, pero sin llevarse apenas a la práctica. El Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz lo ha expuesto con claridad en su último libro, Capitalismo progresista (Taurus,2020): “La verdadera fuente de la ‘riqueza de las naciones’ descansa […] en los avances científicos, que nos enseñan a desentrañar las verdades ocultas de la naturaleza y a emplearlas para lograr avances tecnológicos”. Señala, asimismo –de forma diferente también lo hace Thomas Piketty en Capital e ideología (Ediciones Deusto, 2019)– uno de los grandes males del mundo actual: la creciente desigualdad económica: “Parece que evolucionamos de manera resuelta hacia una economía y una democracia del 1 por ciento, por el 1 por ciento [de la población] y para el 1 por ciento”. Y sus recetas no significan abandonar ni una democracia liberal, ni el capitalismo (pero sí el actual capitalismo deshumanizado).

Ahora, debido a las circunstancias, parece que somos en España más conscientes de la importancia de la ciencia. Es de esperar que en un futuro inmediato la tengamos más en cuenta. Y en este punto surgen algunas cuestiones importantes. No es aventurado imaginar que la biomedicina se verá especialmente favorecida, pero científicos de otros campos ya están manifestando que sus disciplinas son también importantes (a veces, eso sí, utilizando ejemplos con demasiadas décadas de antigüedad, como que la www se inventó en un laboratorio de física de altas energías). Lo lógico sería establecer una comisión de expertos para decidir qué campos deberían ser prioritarios, sin que esto signifique abandonar a los demás. Una comisión, insisto, de expertos (que incluya también economistas), no como la (penosa) que el Congreso de Diputados ha creado recientemente para la “reconstrucción social y económica”, de la que no forman parte profesionales de valía contrastada de la economía, el derecho o la sanidad.

La investigación médica debe ser apoyada, sí, pero más necesario aún es que se dote a la sanidad pública, y a quienes la sostienen, de los recursos, que, como hemos comprobado, no disponen. Por encima de cualquier otra consideración, nunca deberíamos olvidar, ni perdonar, la muerte de miles de personas mayores a las que, por decisión u omisión (dolosa) no se atendió como se debía.

He leído hace unos días que dos prestigiosos científicos defienden que se cree una vicepresidencia científica en el Gobierno. Entiendo la idea, pero no la comparto. Formar parte de un gobierno implica ligaduras. La idea de que el Ejecutivo obedezca las recomendaciones de un ministro experto, es, desgraciadamente, naif. ¿Qué debería hacer ese/a vicepresidente/a ante declaraciones como las que ha apoyado toda una ministra del Gobierno de España, Irene Montero, en el sentido de que “el machismo mata más que el coronavirus”? Ni es cierto, ni tiene que ver lo uno con lo otro. Lo razonable –y aquí sí que existen precedentes– es crear un consejo asesor de ciencia, encabezado por un científico prestigioso, que formase parte del Gabinete del Presidente, con funciones en el Congreso de los Diputados. Se aseguraría así una mayor independencia. La cercanía al Ejecutivo no es siempre conveniente, como muestran las dudas que surgen ante muchas de las (benevolentes) manifestaciones realizadas estos meses por el director del Centro de Coordinación de Alertas y Emergencias, la “cara pública” del Gobierno en la toma de medidas ante la presente pandemia.

Ojalá tanto sufrimiento nos haga reflexionar en esta mal llamada “nueva normalidad”.

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