Héctor González Aguilar

El ser humano padece una irrefrenable tendencia a sentirse diferente. Esta propensión habrá comenzado el día en que tomó conciencia de sí mismo, cuando observó que no tenía mucha semejanza con el resto de los seres vivos. Intuyó que era superior a pesar de no ser el más rápido ni el más fuerte ni el más grande. La diferencia, la superioridad, estribaba en una característica esencialmente humana: la capacidad de razonar.

Mientras el resto de las criaturas vivientes comía zacate al mismo tiempo que defecaba, el hombre abandonó su existencia primitiva y avanzó hacia mejores estadios de civilización. Andando el tiempo, surgían aquí y allá personas que ejercían de buena manera el oficio de pensar, se ganaban el aprecio de las mayorías, pues gracias a su cabeza se obtenían mejores cultivos y se construían mejores habitaciones.

Siglos más tarde los pensadores se iniciaron en un complicado proyecto: la búsqueda de la verdad. Eran diferentes al resto de la gente, se les llamó filósofos, ellos constituyeron la pléyade que llevó el pensamiento a niveles estratosféricos. En esa misma línea, pero cientos de años después, surgirían los científicos que irían en pos del conocimiento. Tanto los filósofos como los científicos han marcado la pauta gracias a su cabeza, ellos han desarrollado las ciencias humanísticas y han desentrañado los misterios del conocimiento.

Hasta aquí es claro que el raciocinio establece diferencias, sólo que introducirse en la búsqueda de la verdad o del conocimiento presenta problemas tan serios que no cualquiera tiene el temple para enfrentarse a ellos.

Seguramente ese fue el motivo por el que algunos, con aires de inteligencia, han diseñado métodos menos difíciles para distinguirse del resto. 

Uno de los primeros en crearse fue el método de la razón. Éste consiste en idear argumentos convincentes sin detenerse a pensar si son verdaderos o no.

El éxito del método fue rotundo, los poseedores de la razón se ganaron el respeto y fueron reconocidos. Tuvo una época de esplendor, declinó por saturación, pues las mayorías descubrieron la mecánica del juego: bastaba decir que se tenía la razón para tenerla; así, sin más. En consecuencia, resultó que un día el mundo entero era capaz de adjudicarse la razón. 

Viendo lo inútil que era continuar con este método, surgió por ahí otra manera de sobresalir por encima de los demás. Se recurrió a un antiguo invento cuya utilidad queda fuera de este serio análisis: el sombrero.

-Seamos superiores usando la cabeza, pongámosle encima un sombrero- habrá dicho un genio.

Se dictaron las normas pertinentes para aplicar la idea. El sistema funcionó a la perfección, nada más ver el tipo de sombrero ya se sabía quién era el que mandaba, quién era la gran señora, quién el hombre elegante y quién el bufón.

El sistema era de una simpleza sorprendente, pero una vez más surgirían los inconvenientes, el crecimiento excesivo de la población hizo imposible que los sombrereros crearan la cantidad de modelos necesarios para hacer palpables las diferencias entre los individuos.

En este mismo tenor apareció una solución maravillosa, se inventaron las cachuchas. Es un invento maravilloso porque en las cachuchas no hay variedad de modelos, absolutamente todas son iguales. No obstante, quien porta una de ellas se siente ampliamente identificado con su diferencia.

El auge de las cachuchas se basa en un principio básico: las diferencias no son individuales sino de grupo; por ello hay que afiliarse a un grupo. Esto se logra con un logotipo muy visible al frente, sobre la visera. A mí me resulta difícil de explicar este fenómeno, pero cualquiera que tenga una gorra sabrá describirlo mejor que yo.

Siendo objetivos, utilizar la cabeza por fuera –mediante el sombrero o la gorra-  es una verdadera tontería, es como tener una olla exprés y sacarle provecho usándola boca abajo para secar trapos de cocina. Para fortuna de los puristas, la tendencia a ocupar las cabezas por dentro se avizoró en el horizonte.

No se propuso la vuelta del pensamiento, tampoco se trataba de retomar el sistema de la razón. La solución actual al problema de las diferencias humanas consiste en llenar la cabeza con información. Es lo de hoy, vivimos la era de la información, la era de los datos, el individuo es un conjunto de datos.

Hasta ahora el método es infalible, las diferencias están bien marcadas, habiendo tantos millones de datos es imposible que haya dos cabezas con idéntica información. Es complejo, pero funciona.

Este nuevo procedimiento garantiza que al colmar la cabeza de información no quedan espacios disponibles para desarrollar el pensamiento.

En fin, luego de este somero análisis podemos concluir que estuvimos equivocados al creer que la función original de la cabeza era el raciocinio; no es así, la cabeza es vital para no ser iguales a los demás.

Esporádicamente se deja ver alguien empecinado en pensar, son las excepciones. Si usted presenta esta excepción entonces tiene un problema. No lo dude, acuda a un psicólogo, yo le puedo recomendar uno muy bueno. 

Que tenga una pronta recuperación para que su cabeza haga la diferencia.

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