Por Héctor González Aguilar
Hay quienes consideran que cada persona viene al mundo con su destino previamente trazado y que, no importa lo que se haga, es imposible escapar de él. Otros, ajenos a esta creencia, dedican sus afanes a escribir su devenir con su propia mano.
Yo, ocupado en leer las historias de otros, no podría expresar una opinión personal; a cambio, me gustaría mostrar las vicisitudes de un personaje de ficción creado por el polaco Joseph Conrad, uno de los grandes escritores de la literatura inglesa. Se trata de Jim, protagonista en la novela Lord Jim, publicada en el año de 1900.
Recordemos un poco la temática de esta obra, aunque seguramente muchos la conocen: Lord Jim es un relato acerca de los hombres del mar en donde el protagonista viene a ser una especie de antihéroe que intenta vivir con dignidad a pesar de haber cometido un error que lo ha marcado para siempre. Esto no significa que Jim haya deseado tener la vida que tuvo, su ilusión era otra muy diferente, opuesta a lo que terminó siendo.
Pero antes de que ocurriera todo eso, Jim tuvo la oportunidad de salir del camino cuando apenas estaba entrando en él. Obviamente no lo hizo, y no lo hizo porque no fue lo suficientemente perspicaz para detectar esas señales, apenas perceptibles, que se aparecen y que ponen sobre aviso de lo que puede suceder en el futuro.
Perteneciente a una familia inglesa de recursos moderados, Jim era un soñador. Después de varias lecturas -seguramente novelas- sobre la vida de los marinos, se cree llamado a ser el protagonista de inigualables y maravillosas aventuras surcando los océanos.
Buscando lo mejor para él, su padre, pastor de una parroquia protestante, lo coloca en un buque escuela en donde el muchacho enseguida llama la atención por su apariencia física. Las cosas inician de buena manera, Jim se convierte en uno de los mejores discípulos hasta que un día ocurre un imprevisto, la primera señal de que la profesión que ha elegido no es la más conveniente para sus aptitudes. Durante una pequeña emergencia se llama a la acción a todos los estudiantes; Jim, reconocido por su apostura, permanece estático, no sabe cómo reaccionar, se limita a observar la forma en que sus compañeros encaran la situación.
Después, en lugar de preguntarse si está realmente facultado para responder a los imprevistos que impone el océano, Jim opta por juzgar a los estudiantes que destacaron en esa emergencia como unos engreídos, pues se expresan de aquel hecho como si hubiera sido una gran hazaña.
Después de dos años de instrucción, Jim encuentra colocación en un barco, “y penetrando –nos dice el narrador- en aquellas regiones tan caras a su fantasía, hallólas, con sorpresa, estériles para toda aventura”. Lo único que encontró fue una disciplina nada romántica, exigente y constante, que proporciona el sustento sin dar ninguna otra satisfacción ni, mucho menos, el reconocimiento público. Aun así, el joven Jim persiste en su empeño de ser marino.
El umbral a un inexorable y trágico porvenir se vislumbra a través de un accidente –otro hecho imprevisto-, en un barco, que lo incapacita para caminar. El capitán decide dejarlo en un hospital de un puerto de oriente con el fin de que se restablezca. Un lector de la novela podría considerar que este es un segundo aviso, pero Jim lo desestimó igual que el primero.
Hallándose lejos, su intención de retornar a Europa se va debilitando cuando comienza a relacionarse con otros marinos europeos que le dicen que el trabajo en el oriente es mucho más descansado que en la marina inglesa.
Y es entonces cuando ocurre el encuentro con su destino, se contrata como piloto de un viejo barco, el Patna, para transportar a unos peregrinos a un lugar sagrado. El barco sufre un percance durante el trayecto; el capitán y su tripulación temen que el Patna se hunda, pero en lugar de buscar una solución deciden abandonar el navío y con él a los peregrinos.
El barco es rescatado por otras personas más solidarias; Jim se arrepiente de haber abandonado su puesto, pero ya no hay remedio para él, se siente señalado de por vida. A partir de ese momento comienza su etapa de antihéroe.
¿Y si el joven Jim hubiera desistido de convertirse en marino al reconocer sus deficiencias, tal y como se lo indicaban los primeros sucesos? Para fortuna de Conrad eso no sucedió, pues se hubiera visto obligado a escribir una historia diferente.
La novela es el relato del antihéroe, pero hemos llamado la atención sobre estos dos episodios de la juventud del protagonista para ejemplificar que sea lo que sea el destino, siempre hay algo que podemos hacer nosotros, simples mortales, todo consiste en saber apreciar los más insignificantes detalles.
Ya para terminar, recordemos una frase de otro inglés de altos vuelos, William Shakespeare: “El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos”.