El presidio comenzó a funcionar en 1934. Tuve una vida corta, no llegó a los 30 años. En marzo de 1963 sus puertas fueron cerradas y los últimos 27 convictos fueron trasladados. El edificio imponente y claustrofóbico albergaba 336 celdas. En el momento de mayor ocupación estuvieron ocupadas 302 de ellas. A lo largo de su historia sólo estuvieron detenidos allí 1545 prisioneros. Ladrones de bancos, asesinos, estafadores, contrabandistas. Los más peligrosos e indeseables. El de mayor fama fue, sin duda, Al Capone.
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Ubicada en una pequeña isla frente a la costa de San Francisco, la cárcel se presentó como la más inexpugnable del planeta. Allí iban a parar los peores (o los mejores según el criterio a utilizar: si la peligrosidad fueran una virtud en un delincuente, por ejemplo) criminales. Los que el sistema federal no podía controlar, a los que se deseaba aislar del resto de la población carcelaria. Era el último peldaño del escalafón penal.
Las condiciones de vida eran casi inhumanas. Estaba restringido el contacto entre los prisioneros. Imperaba el silencio. Los guardias eran salvajes. Aplicaban castigos físicos y largas temporadas en los calabozos del fondo. Se los conocía como El agujero. Ahí, sin luz, desnudo y solo, el preso podía estar abandonado durante semanas
Ni siquiera podían tener contacto durante las comidas. Casi no existían las actividades recreativas. Era tal la tensión, con este clima represivo, que debieron relajar algunas reglas con el correr de los años. Se empezaron a repetir las automutilaciones y los intentos de suicidio. Así los presidiarios pudieron empezar, entre otras cosas, a practicar música. Y ver películas de vez en cuando.
Los turnos para contar los presos, para cerciorarse de que ninguno hubiera escapado eran permanentes. Había 6 controles grupales diarios y 13 individuales por día. El monitoreo era asfixiante.
Los reclusos disfrutaban de una sola comodidad. Se bañaban con agua caliente. Muy caliente. No querían que su cuerpo se acostumbrara al agua fría, había que engañar al metabolismo. Y si alguno quería desafiar la inexpugnabilidad del presidio su cuerpo no estaría habituado a las condiciones extremas.
La cárcel cerró por varios motivos. Robert Kennedy en su papel de procurador lo decidió en 1963. Su reputación era pésima. Como modelo carcelaria había fracasado de manera estrepitosa. Crueldad, maltrato, violencia permanente.
El factor económico también influyó. Era demasiado costoso mantener el monstruo en movimiento, para pocos reclusos, con una infraestructura obsoleta que exigía permanente mantenimiento por la erosión de la sal, el agua y los vientos. Por último, la aparente isla invencible había perdido prestigio. Los constantes intentos de fuga mellaron su mayor capital. Pero hubo uno en particular, el último, que fue el que jaqueó el sistema.
La cárcel tenía varias torres de vigilancia, un ejército de guardias armados en turnos continuos, varias puertas de rejas para clausurar el acceso y la comunicación entre los distintos sectores, la iluminación del faro, un protocolo anti escapes que se actualizaba anualmente y, obviamente, un gran aliado natural: el helado y tempestuoso Océano Pacífico que rodeaba la Bahía de San Francisco. Quien pudiera fugarse de la cárcel, decían, sería indefectiblemente vencido por el Pacífico. Por el frío del agua y por las fuertes corrientes (y hasta por sus tiburones).
Fueron 36 prisioneros en 14 intentos los que trataron de escaparse. 23 fueron descubiertos en plena tarea, 6 murieron por disparos de los guardias, 2 se ahogaron y 5 permanecen desaparecidos. El aislamiento, las duras condiciones de vida, y la tentación del continente a la vista. Aunque el principal motivo fuera la inclinación natural del ser humano de tender hacia la libertad. Aún cuando se considere justo el castigo recibido. Estar preso es tener suspendida la vida. Y la única manera de reiniciarla es salir de la celda y alejarse de los carceleros.
El primero que intentó irse por sus propios medios fue Joseph Bowers en 1936. Su método no requirió demasiado estudio. Obedeció a un impulso. En una actividad al aire libre, aprovechó una distracción y salió corriendo hacia una cerca. La alcanzó sin ser visto. Pero le quedaban muchos metros por trepar. Al llegar a la cima, en el momento en que estaba por pasar del otro lado fue iluminado por un reflector. Enseguida llegó la voz de alto y una orden para que desistiera. Mediaron pocos segundos hasta que se escuchó el primer disparo. Bowers se desplomó desde lo alto del cerco. Las autoridades adujeron que su muerte se produjo por la caída desde 15 metros de altura.
Un año después Theodore Cole y Ralph Roe lograron lo que se consideraba imposible. Traspasar las alambradas de La Roca. Con herramientas caseras lograron limar barrotes y salieron al exterior. Se lanzaron al agua en una noche muy fría y tormentosa. Nunca se los encontró. La información oficial determinó que murieron en el agua sometidos por la hipotermia y el mar embravecido.
En mayo de 1946 un intento de escape se convirtió en un sangriento motín. Se la conoció como La Batalla de Alcatraz. Seis reclusos tomaron el control de la cárcel. Primero dominaron el cuarto de armas, luego obtuvieron las llaves del patio principal. Tomaron guardias de rehenes y actuaron sin contemplaciones. La violencia era su norma.
John Gilles fue el que diseñó el plan de escape más particular e incruento. Durante meses robó, juntó y escondió pequeños retazos de tela y cuando tuvo la cantidad suficiente confeccionó un traje de coronel del ejército. Con ese disfraz autogestionado, logró traspasar los controles pero fue descubierto cuando subía a la embarcación que lo depositaría en San Francisco.
La mañana del 11 de junio de 1962 fue la más convulsionado de toda la historia de Alcatraz. Cuando los guardias procedieron a despertar a los presidiarios descubrieron que tres no lo hacían. Al ingresar a la celda y agitarlos de mala manera para lograr que salieran de la cama, la cabeza de una de ellos rodó como una pelota. De hecho, rodó como lo que era. Habían dejado en sus camas unos muñecos que tenían pelo natural robado de la peluquería del presidio para que creyeran que estaban durmiendo. Le sacaron a sus perseguidores muchas horas de ventaja. Cuando se dieron cuenta que faltaban tres hacía mucho que estos habían abandonado Alcatraz.
El plan de Frank Morris y de los hermanos John y Clarence Anglin requirió ingenio, habilidad y mucha paciencia. Cada factor debió ser estudiado. Cada paso debía cumplir varios requisitos. Ser factible de realizar, conseguir o fabricar las herramientas necesarias, ocultar el avance hasta el momento adecuado y principalmente ser útil para facilitar el escape. Uno de ellos descubrió que una de las rejillas era fácil de sacar. Luego debían seguir por el tragaluz, escarbar un túnel con una cuchara y un alicate durante meses (y esconder la tierra que iban sacando: otro obstáculo) y pensar cómo cruzar el agua.
La noche anterior, luego de que apagaran las luces, los tres salieron de sus camas, acomodaron los muñecos en su lugar, quitaron la pequeña rejilla y empezaron a fugarse. Originalmente iban a ser cuatro pero uno se arrepintió (y fue luego para morigerar su castigo quien ayudó a la policía en su investigación aportando datos vitales que los pesquisas no podían desentrañar). Los tres debían actuar con precisión, velocidad y en silencio. Fueron superando las diversas pruebas. Utilizaron los conductos de ventilación para salir. Parte del camino también lo habían tallado con un taladro hecho con el motor de una vieja aspiradora. Aprovechaban las horas de práctica musical para enmascarar su ruido detrás de los sonidos de los presidiarios.
El plan de Frank Morris y de los hermanos John y Clarence Anglin requirió ingenio, habilidad y mucha paciencia. Muchos años después llegó una carta con la firma de John Anglin: decía que todos habían logrado fugarse.
Con 50 impermeables construyeron una balsa enclenque y se supone que con ella se lanzaron hacia la ciudad. No se supo más de ellos. Los dos hermanos Anglin y Frank Morris integraron la lista de los más buscados del FBI durante 20 años. A pesar de eso el gobierno rápidamente los declaró muertos en el agua.
Con el tiempo los rumores, mitos e historias incomprobables ganaron la partida. Mucha gente prefiere creer que los tres hombres le ganaron al agua helada. Dicen que a la madre de los Anglin le llegaban misteriosas postales y puntuales flores para su cumpleaños, y que al velorio de la señora concurrieron dos extrañas mujeres, muy altas y fornidas, que parecían disfrazadas.
También se comenta que un recluso recibió al tiempo una carta que sólo contenía dos palabras: Gone fishing (que en el argot carcelario significaba Misión cumplida). Y existieron testimonios tomados por policías que sostienen que el mismo día de la fuga tres hombres fueron vistos robando un auto y saliendo a gran velocidad. Además de vestigios de remos y de lo que podría ser el bote en la orilla del continente.
En 2013 llegó una carta. ¿La firma? John Anglin.
El texto decía: “Mi nombre es John Anglin. Escapé de Alcatraz en junio de 1962 con mi hermano Clarence y Frank Morris. Tengo 83 años y estoy en mal estado. Tengo cáncer. Sí, todos pudimos escapar esa noche, ¡pero por poco! Si anuncian en TV que iré a prisión por no más de un año y que tendré atención médica, entonces les escribiré de nuevo y les dejaré saber el lugar exacto donde estoy. No es una broma”.