Jorge Zepeda Patterson

Me encantaría referirme a otro tema, pero la matanza en Reynosa este fin de semana constituye una transgresión que no puede dejarnos indiferentes. Sicarios montados en convoy para asesinar al azar a los habitantes de la ciudad. Durante muchos años hemos visto a la violencia escalar de un nivel al siguiente mientras nos consolábamos afirmando que eso era algo que sucedía entre ellos. Y por espeluznantes que parecieran las imágenes de los cuerpos colgados en un puente o las cabezas arrojadas a una zanja, nos decíamos en voz baja que, aunque lamentable, se trataba de hombres que habían aceptado someterse a las condiciones de una vida de vértigo y crueldad y, aunque efímera, de riqueza fácil. Y en más de una ocasión he escuchado en charlas de sobremesa afirmar, eso sí, entre lamentos, que en última instancia eran personas que se lo habían buscado.

No estaría de acuerdo con esa afirmación, pero en todo caso hace rato que dejó de ser así. Los centroamericanos reclutados y ejecutados por decenas y luego arrojados en fosas clandestinas no se lo buscaron. Tampoco se lo buscaron las personas que han comenzado a desaparecer, también por decenas, en las carreteras del norte del país. Y menos aún se lo buscaron los habitantes de Reynosa que cayeron ahora en las calles de su propia ciudad, sin cometer otro crimen que dedicarse a las actividades de cada día, como cualquier otro mexicano. No se trata de víctimas infortunadas que quedaron atrapadas en un fuego cruzado, como ha sucedido tantas veces. Más de uno tratará de conciliar el sueño diciéndose que simplemente se trata de personas que estaban en el lugar equivocado a la hora equivocada. Pero sería muy cobarde refugiarnos en ese pretexto, porque equivale a entregar al crimen la calle y los espacios públicos de nuestras ciudades. Las víctimas de estas ejecuciones arbitrarias no estaban en un tugurio de mala muerte a las 3 de la mañana (lo cual tampoco justificaría sus muertes). Estaban en el lugar correcto y a las horas adecuadas porque se encontraban en su ciudad y haciendo lo que tenían que estar haciendo.

Los que estaban en circunstancias incorrectas, en hora y lugar, eran los sicarios que equivocadamente se sienten dueños de vidas y hacienda del resto de los mexicanos. Lo anómalo es eso, y no el comportamiento de los reynosenses que estaban en lo suyo. Si comenzamos a asumir que movernos en nuestros tiempos y espacios cotidianos nos condena a quedar colocados en el momento y el lugar equivocados, habremos concedido a los matones la potestad de seguirlo haciendo como si fuera un derecho adquirido.

Justamente, el hecho de haber “normalizado” estos niveles de violencia ha producido que la barbarie y la impunidad tengan una progresión continua, de tal manera que ahora vemos como “normal” lo que antes habría constituido una salvajada inadmisible. Y en este acto de negación y anestesia colectiva todos llevamos culpa.

Desde luego, en primera instancia la mayor responsabilidad de este estado de cosas recae en las autoridades de los tres poderes, particularmente en el ejecutivo federal y estatal. Los dos últimos presidentes, Enrique Peña Nieto y Andrés Manuel López Obrador prefirieron no afrontar el problema. Fue tal el fracaso de Felipe Calderón, que su sucesor de plano decidió gobernar como si el crimen organizado no existiese. Calderón había tenido el mérito de tomar la iniciativa, en efecto, pero al hacerlo con las intenciones de posicionarse políticamente, la improvisación y los errores terminaron empeorando el problema. Peña Nieto simplemente recurrió a la estrategia del avestruz.

Andrés Manuel López Obrador ha buscado atender las causas, de allí su deseo de mejorar oportunidades para los jóvenes o de transformar el Poder Judicial, pero incluso en el caso de aceptar que estas medidas pudieran tener éxito, obviamente apuntan al largo plazo. No diré, como Keynes, que a largo plazo todos estaremos muertos, aun cuando parecería aplicarse en este caso, pero es obvio que mientras tanto los cárteles han experimentado una expansión que nos pone contra la pared. Ciertamente hay una estrategia para lo inmediato por parte de la 4T: con la creación de una Guardia Nacional y la construcción de más de doscientos cuarteles el presidente busca recuperar presencia en el territorio. Pero está claro que hay una decisión de no enfrentar directamente a los cárteles, más allá de abordar los casos extremos en que el salvajismo o la indignación de la opinión pública obliga a tomar cartas en el asunto.  A diferencia del caso de Peña Nieto, nadie podría decir que AMLO no sabe lo que está sucediendo. Se agradece que inicie sus días con una reunión de análisis e información sobre el tema a las 6 de la mañana. Pero el hecho de que, sabiendo lo que sabe y pese al enorme crecimiento de los recursos del Ejército, no se anime a intentar poner un alto a los cárteles termina por dejarnos una preocupación mayor. ¿De qué tamaño serán las fuerzas que se dedican a cometer crímenes?

Y, sin embargo, los ciudadanos tendríamos que hacer algo antes de que sea demasiado tarde y los nuestros también comiencen a estar en el lugar y el momento equivocados, aun cuando no se muevan de sitio. Los políticos solo consideran urgente aquello que les afecta mediáticamente. Es necesario que los ciudadanos, los periodistas, las organizaciones sociales de toda índole presionen para que los responsables de tomar decisiones encabecen un verdadero esfuerzo colectivo para afrontar este cáncer. No será fácil, pero menos lo será si no comenzamos inmediatamente. No podemos admitir que solo quede confiar en que no seamos víctimas del azar. Por más que resulte cómodo voltear hacia otro lado y desear que en esta ruleta rusa la pistola no esté cargada cuando sea nuestro turno, habría que rechazar la idea de que alguien coloque una pistola en nuestra sien. Nunca como ahora aplica lo dicho por el irlandés Edmund Burke, “lo único necesario para que triunfe el mal es que los hombres buenos no hagan nada”.

@jorgezepedap

Publicidad