La habilidad artística del pueblo mixteco es de larga data, como lo demuestran las exquisitas piezas que integran la ofrenda de la Tumba 7 de Monte Albán. A 90 años de su descubrimiento por el arqueólogo Alfonso Caso, cada pieza sigue aportando nueva información, por ejemplo, se han identificado y recuperado las tonalidades y brillos del oro y la plata, las cuales permanecían ocultas bajo delgadas capas de materiales ajenos, suciedad y corrosiones.

En los últimos siete años, la restauradora perito del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), Sara Eugenia Fernández Mendiola, ha coordinado un proyecto de conservación y restauración de las colecciones que integran la ofrenda de la Tumba 7, lo que ha permitido exhibirlas como nunca antes en la remodelada Sala III del Museo de las Culturas de Oaxaca.

Entre los resultados del estudio y tratamiento del corpus metalúrgico, realizado junto con los especialistas en conservación Patricia Ruiz Portilla y Diego Jáuregui González, está la identificación de tres tonalidades de oro en pectorales, pendientes, anillos, orejeras, brazaletes, pinzas, broches, cascabeles y otros adornos, la cual se pudo apreciar después de la limpieza específica de cada pieza.

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Cada color del oro se debe al uso de una aleación terciaria distinta. En la primera, el oro es de un amarillo pálido, casi verdoso, resultado de combinarlo en porcentajes similares con plata y un poco de cobre para darle dureza a la aleación; la segunda, es una mezcla de color amarillo dorado, la cual posee porcentajes iguales de oro, plata y cobre, mientras que el tono amarillo rojizo es una aleación con mayor contenido de oro y bajo en plata y cobre.

Mientras sostiene una liviana y delicada calabacita de oro, con la mano enfundada en un guante, Sara Fernández refiere que para las culturas mesoamericanas, entre ellas la mixteca, la cual logró un excelso manejo de la metalurgia en el periodo Posclásico (1250–1521 d.C.), los metales tenían un vínculo con las fuerzas divinas y sobrenaturales por su maleabilidad, ductilidad, densidad y brillo.

“En el México antiguo se creía que el oro de color dorado era secretado por el sol, y estaba asociado a lo eterno debido a su baja alterabilidad. Asimismo, se pensaba que la luna secretaba plata de color blanco brillante”, refiere la especialista de la Coordinación Nacional de Conservación del Patrimonio Cultural (CNCPC), instancia del INAH a cargo del citado proyecto de conservación.

Esta asociación del oro con lo divino, expresado en los objetos de ese depósito, ha sido estudiada por diversos investigadores, como el doctor Marteen Jansen, de la Universidad de Leiden, en Holanda, quien en un artículo en la revista Arqueología Mexicana repara en el icónico pectoral número 26, que representa un personaje que porta un tocado con las fauces de una serpiente emplumada y una máscara bucal en forma de mandíbula descarnada.

“El pectoral representaría a un sacerdote que tenía el poder de este importante ser divino (Quetzalcóatl, entre los mexicas, y Coo Dzavui, ‘serpiente de lluvia’, entre los ñuu savi o mixtecos) y su mandíbula descarnada lo asocia a un dios de la muerte, que también es atributo de los sacerdotes de la Señora 9 Hierba, dueña del Templo de la Muerte, el panteón de los reyes mixtecos (una cueva del antiguo Ñuu Nadaya, Chacatongo), indica Jansen, al abundar que la Tumba 7 fue reutilizada alrededor del año 1300 d.C., como un sitio sagrado para depositar bultos que, entre otros restos óseos, contenían reliquias de ancestros.

Dicho pectoral tiene 115 mm de ancho, 2 mm de grosor y pesa 112 gr; mientras que los pectorales que componen una serie con la representación de Xochipilli, deidad de las flores, las artes lúdicas, el placer y la ebriedad, tienen 73 mm de altura, 42 mm de ancho y 20 gr de peso.

El acervo, dice Sara Fernández, se conforma de 200 objetos expuestos de uso ritual, de vestimenta y ornato, “creados por orfebres mixtecos, hombres y mujeres, con una calidad artística y tecnológica magistral, utilizando diversas aleaciones de metales preciosos. Oro, plata y cobre eran fundidos y mezclados en diferentes proporciones, utilizándolos de acuerdo a sus características físicas e iconográficas, para dar forma a detalles mediante delicados hilos que esbozan ojos, colmillos, alas, garras, astros, rayos solares, flores, grecas y espirales”.

El diagnóstico de conservación de las piezas comenzó con la minuciosa observación de las características generales del objeto, determinando sus cualidades y transformaciones, para luego ahondar el análisis mediante el uso de lentes de aumento, luces especiales, microscopio estereoscópico, así como la toma de radiografías para investigar el interior de las piezas.

De esta manera, se identificaron y registraron las condiciones físicas que guardaban, valorando su estado de conservación y desarrollando diversas metodologías para estabilizar la materia y definir la restauración adecuada para cada pieza metálica, puesto que son materiales arqueológicos de exhibición.

En cuanto al estudio de formas y tipologías, “analizamos más de tres mil 600 cuentas que conforman los 69 collares, pulseras y sartales de esta colección, definiendo 14 tamaños en las cuentas esféricas lisas y decoradas, que comienzan con las más pequeñas (con diámetros milimétricos) y van en orden creciente hasta alcanzar varios centímetros. Asimismo, se definieron 16 tipologías de cascabeles de formas y cualidades sonoras variadas”.

Actualmente se realiza un plan de conservación preventiva de la colección, lo que implica el monitoreo de las condiciones de exhibición de las piezas, así como mantenimiento periódico en la Sala III del Museo de las Culturas de Oaxaca.

Por último, la especialista subraya que “es sustancial continuar con la difusión de estos bienes culturales que guardan un maravilloso lenguaje artístico. Su brillante superficie refleja una cosmovisión que pervive entre el pueblo mixteco, su origen mítico, dual y sagrado es un vaso comunicante entre los ancestros de esa sociedad y sus herederos actuales”.

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