Michelle Núñez decidió vestir un atuendo de Burberry en su reunión con Adán Augusto López, secretario de Gobernación, y ardió Troya. El atuendo de la morenista presidenta municipal de Valle de Bravo tiene un valor de 21,999 mil pesos, según la página oficial de la marca. En redes sociales, el precio de la vestimenta fue suficiente para estimular la indignación de miles de usuarios. Los furibundos tuiteros no dudaron en sentenciar esto como el signo de despilfarro definitivo, una afrenta sin remedio. Una foto fue suficiente para sacar conclusiones inequívocas.
Cuando la austeridad se convierte en una política pública (y sobre todo en una forma de entender la vida), cualquier sospecha es válida. En la cruz se lleva la penitencia. No hace falta comprobar o al menos indagar: ya toda la verdad está expresada en 21 mil pesos. El tribunal público ha dictaminado que es corrupta por obra y gracia de su forma de vestir. Como si eso fuera tan sencillo quién es honesto y quién no. Pese a lo simplista del método, el Caso Burberry sirve para evidenciar la eficacia que tiene delegarle valores omnipotentes a la humildad mal entendida.
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El linchamiento público de Núñez puede ser muy aleccionador para los políticos de cualquier partido que tengan suficiente astucia para detectar patrones tribuneros. Si son listos, a partir de ahora sabrán que tienen que vestir discretamente. Nada que pueda atraer miradas: olvídense del más mínimo rasgo de ostentación. Es más, si pueden, pónganse ropa vieja o rota, porque así quedará claro que son muy honestos. La ecuación ganadora tiene variantes obvias: austeridad es igual a honestidad. Eso es lo que se ha hecho creer desde el 1 de diciembre de 2018. Bueno, desde mucho antes, pero los efectos visibles, y contraproducentes hasta para los adeptos a la 4T, se han asomado con mayor fuerza en los últimos tres años y medio.
De ahora en adelante, todos los mecanismos de rendición de cuentas se pueden reducir a una observación de lo que visten y calzan y nuestros gobernantes. Esa inspección bastará, como en el caso de Michelle, para determinar quién ha cometido el pecado mortal de sucumbir ante las mieles del consumismo y, en cambio, a cuántos valientes hay que otorgarles una medalla por ser íntegros y generosos.
No es mentira que actualmente hay que mantener encendidas las alarmas del linchamiento las 24 horas. Pero también es preciso decir que, a estas alturas, resulta muy ingenuo que los políticos sigan sin darse cuenta de que tienen encima miradas especializadas en buscarles alguna anomalía digna de escandalización. Hay que apelar al sentido común: un poquito de audacia y poco más. Si Michelle Núñez sabía que justo ese día le iban a tomar fotos, las cuales iban a repercutir más que cualquier otra acción que haya hecho durante su mandato, ¿por qué elegir este atuendo que la hará proyectar, aunque sea injustificadamente, una imagen de despilfarro?
La tendencia visceral de México no se descubrió en un día. En este país se lincha a quien se deje y por el motivo que sea. Ya que no podemos cambiarlo, al menos habría que tener dosis mínimas de prudencia cada vez que de los feroces ojos escrutadores están encima. Núñez no lo entendió y abrió la rendija argumental predilecta de quienes sostienen que la austeridad garantiza el contagio del síndrome de las buenas conciencias. Ya quedó claro que el voluntarismo importa más que las acciones.
Quizá Núñez aprendió la lección y la próxima vez pensará mejor el precio de su atuendo. O quizá simplemente no haya próxima vez. Porque el juicio de la gente fue contundente en las redes sociales. Pero falta el otro juicio, el que en verdad importa. La Constitución Tuitera tiene muy clara la falta imperdonable de la presidenta. Ahora falta que la secta oficial y legítima, esa que entronizó a la austeridad como la reina de las facultades humanas, otorgue su veredicto.