Francisco participa con los indígenas en la peregrinación al Lago Santa Ana, donde celebra la Liturgia de la Palabra. En este lugar considerado sagrado, el Pontífice pide la sanación del pasado signado por los “terribles efectos de la colonización”.
Se presenta como “un peregrino”, Francisco, a orillas del lago Santa Ana, lo que los Sioux Nakota llaman Wakamne, ‘Lago de Dios’, y los Cree, ‘Lago del Espíritu’. En estas aguas sagradas y turbias, desde hace siglos destino de las peregrinaciones de los pueblos indígenas de Canadá que se bañan allí para invocar la curación de la madre de María, incluso el Papa, que ha venido a celebrar una Liturgia de la Palabra, implora la curación de Dios.
La curación de la memoria, de un pasado marcado por los “terribles efectos de la colonización” y el “dolor imborrable de tantas familias, abuelos y niños”. La curación de un presente que ve a los ancianos en riesgo de soledad y abandono, “pacientes incómodos” a los que, en lugar de afecto, “se les administra la muerte”, jóvenes anestesiados por el entretenimiento y los teléfonos móviles.
Una súplica a Dios
El Pontífice hace esta súplica en voz baja, en español, tras reiterar a los indígenas lo “valiosos” que son para él y para toda la Iglesia. La segunda jornada de la “peregrinación penitencial” del Obispo de Roma a Canadá concluye, por tanto, en el centro-norte de Alberta, a unos 72 km al oeste de Edmonton, en este lago -declarado sitio histórico nacional por el gobierno canadiense en 2004- conocido como lugar de curación para los indígenas que invocan desde aquí las gracias de la abuela de Jesús para que les cure de las enfermedades.
Una antigua peregrinación
La primera peregrinación al lago de Santa Ana se remonta a julio de 1889, organizada por los Oblatos, y continuó cada año a partir de entonces, durante la semana del 26 de julio, fiesta de la santa, venerada en muchas comunidades indígenas. Con el tiempo, se convirtió en uno de los encuentros espirituales más importantes para los peregrinos de América del Norte y especialmente querido por los pueblos de las First Nations. Francisco había recordado el acontecimiento en su audiencia del 1 de abril en el Vaticano con las delegaciones de los Métis, los Inuit y las Primeras Naciones, expresando su deseo de poder participar él mismo en este momento de profunda espiritualidad.
Un deseo -para el Papa y para los indígenas- que se ha cumplido hoy con la Liturgia de la Palabra celebrada a media tarde (hora canadiense), después de la misa matutina en el Commonwealth Stadium de Edmonton con 50.000 fieles. Muchos se encuentran ahora en la verde extensión que rodea el lago, resguardándose con sombrillas del sol o apoyados en las barreras con numerosos rosarios en la mano o en barcas en medio del lago. Aquí se encuentra una antigua iglesia parroquial, reconstruida en 2009 tras un incendio, a la que el Papa llega en silla de ruedas, saludado por sacerdotes y fieles. Y de nuevo en silla de ruedas, besando a dos recién nacidos en el camino, Francisco llega al lago donde se detiene en silencio durante unos momentos. Finalmente, bendice el agua y, volviendo sobre sus pasos junto a las barreras, con los líderes indígenas detrás de él, rocía a los fieles.
El batir de los tambores y los corazones
Acompañando el “paseo” del Papa todo el tiempo, como desde los primeros momentos de su llegada a Canadá, está el sonido de los tambores tradicionales de fondo. ¡Un sonido que “golpeó” al Papa, como él mismo revela en su largo discurso en el santuario de madera, abierto por el saludo en la lengua local Cree: “Âba-wash-did! ¡Tansi! ¡Oki! Buenos días”.
“Este batir de tambores me parece el eco de los latidos de muchos corazones.”
En efecto, son muchos los corazones que, a lo largo de los siglos, han vibrado en estas aguas, “anhelantes y jadeantes, agobiados por las cargas de la vida”; aquí “han encontrado consuelo y fuerzas para seguir adelante”. Ahora, inmersos en la creación, se escucha “otro latido”, que es el latido “maternal” de la tierra, así como “el latido de los niños, desde el vientre materno” que “está en armonía con el de las madres”.
Madres y abuelas
Son precisamente las madres, las mujeres y, sobre todo, las abuelas -Kokum, las llaman los indígenas- las que están en el centro de la reflexión del Papa, que, volviendo la mirada al pasado y a los dramas que tuvieron lugar en los internados, expresa su dolor por los abusos sufridos por cientos de miles de niños, privados de idiomas, tradiciones, culturas, afectos. Una herida para ellos, pero también para sus familias.
“Parte del doloroso legado al que nos enfrentamos proviene de impedir que las abuelas indígenas transmitan la fe en su lengua y cultura.”
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La Iglesia es mujer, es madre
Lo que ocurrió en estas instituciones de Canadá fue un movimiento contrario a la “inculturación materna” que tuvo lugar gracias a la labor de Santa Ana, que combinó “la belleza de las tradiciones indígenas y la fe”, y las moldeó “con la sabiduría de una abuela, que es madre por partida doble”.
“La Iglesia también es una mujer, es una madre. De hecho, nunca ha habido una época en su historia en la que la fe no se transmitiera en la lengua materna, por parte de las madres y las abuelas”, subraya el Papa.
Y añade: “¡Qué bien han hecho los misioneros auténticamente evangelizadores en este sentido para preservar las lenguas y culturas autóctonas en tantas partes del mundo!”.
“Las madres y las abuelas ayudan a curar las heridas del corazón. Durante el drama de la conquista, fue Nuestra Señora de Guadalupe quien transmitió la fe correcta a los nativos, hablando su lengua y vistiendo sus ropas, sin violencia ni imposición.”
Un testimonio de resiliencia y reinicio
En los internados se ha impedido que muchas generaciones de niños reciban esta herencia: una “pérdida”, una “tragedia”, dice el Papa, que, sin embargo, no quiere que perdamos la esperanza en el futuro: ” Su presencia aquí es un testimonio de resiliencia y de reanudación, de peregrinación hacia la curación, de apertura del corazón a Dios que cura nuestro ser comunitario”.
“Ahora todos nosotros, como Iglesia, necesitamos curarnos: curarnos de la tentación de encerrarnos en nosotros mismos, de elegir la defensa de la institución sobre la búsqueda de la verdad, de preferir el poder mundano al servicio evangélico.”
Lo que Francisco pide es una ayuda mutua para construir una Iglesia madre “capaz de abrazar a cada hijo e hija; abierta a todos y que hable con cada uno; que no vaya contra nadie, sino que salga al encuentro de todos”.
Las ancianas indígenas, fuentes de agua viva
El Papa se dirige directamente a las numerosas ancianas que se encuentran en las orillas del lago. Estas mujeres, en las comunidades indígenas, “ocupan un lugar destacado como fuentes benditas de vida, no sólo física sino también espiritual”.
“Sus corazones son manantiales de los que ha brotado el agua viva de la fe, con la que han saciado la sed de sus hijos y nietos”, dice Jorge Mario Bergoglio, recordando su propia experiencia personal con su abuela Rosa. “De ella recibí el primer anuncio de la fe y aprendí que el Evangelio se transmite así, con la ternura del cuidado y la sabiduría de la vida”.
“La fe rara vez nace leyendo un libro a solas en el salón, sino que se propaga en un ambiente familiar, transmitido en el lenguaje de las madres, con el dulce canto dialectal de las abuelas.”
Escuchando los últimos
“Me alegra el corazón ver a tantos abuelos y bisabuelos aquí”, confiesa el Papa. Y a los que tienen personas mayores en casa, en la familia, les recomienda: “¡Tienen un tesoro! Guarda dentro de tus muros una fuente de vida: cuídala como a la más preciosa herencia que hay que amar y cuidar”. Demasiado a menudo, en efecto, “nos dejamos guiar por los intereses de los pocos que están bien”, mientras que, en cambio, “necesitamos mirar más a las periferias y escuchar el grito de los últimos; saber escuchar el dolor de los que, a menudo en silencio, en nuestras ciudades abarrotadas y despersonalizadas, gritan: ¡No nos dejen solos!”.
El grito de los ancianos, los jóvenes, los enfermos
Es el grito de tantos ancianos que, según denuncia el Obispo de Roma, “corren el riesgo de morir solos en casa o abandonados en un centro, o de enfermos incómodos a los que, en lugar de cariño, se les administra la muerte”. Pero también es “el grito ahogado de chicos y chicas que son más cuestionados que escuchados, que delegan su libertad en un teléfono móvil, mientras en las mismas calles otros de su edad deambulan perdidos, anestesiados por algún entretenimiento, presa de adicciones que los hacen tristes e impacientes, incapaces de creer en sí mismos, de amar lo que son y la belleza de la vida que tienen”.
“No nos dejen solos es el grito de quienes quisieran un mundo mejor, pero no saben por dónde empezar.”
La “Iglesia entrelazada” con los indígenas
El Papa pone este grito a los pies de Cristo, “médico de las almas y de los cuerpos”, en una oración coral que implica a todos los presentes.
“Señor, así como la gente en las orillas del Mar de Galilea no tuvo miedo de clamar sus necesidades a ti, así venimos a ti esta noche con el dolor interior. Te traemos nuestras arideces y nuestros trabajos, los traumas de la violencia que sufren nuestros hermanos y hermanas indígenas. En este lugar bendito, donde reinan la armonía y la paz, te traemos las desavenencias de nuestras historias, los terribles efectos de la colonización, el dolor imborrable de tantas familias, abuelos y niños.”
A partir de aquí, un mensaje final para todas las poblaciones indígenas: “Deseo que la Iglesia esté entrelazada con ustedes, como estrechamente tejidas y unidas están las hebras de las bandas de colores que tantos de ustedes llevan. Que el Señor nos ayude a avanzar en el proceso de curación, hacia un futuro cada vez más sano y renovado”.