Elena Poniatowska/ La Jornada
El escritor Fernando Benítez fue un extraordinario promotor de la cultura en México en los años 40, 50 y 60. Primero dirigió el suplemento cultural del diario El Nacional, y a partir de la década de 1960 el de Novedades, cuyos dueños eran Rómulo O’Farril y su hijo Rómulo O’Farril Jr. Ninguno de los dos tenía gran interés en la cultura, pero el gerente Fernando Canales se propuso apoyar a su gran amigo Fernando Benítez. Así nació en México la llamada La Mafia, porque en torno a Benítez se reunieron los talentos de esa época.
Para Canales, ayudar a Benítez era muy fácil. Ocurrente, ingenioso, atrevido y oportuno, hacía reír a cuantos se le acercaban. El joven Vicente Rojo, quien aprendió a formar un periódico con Miguel Prieto, también refugiado de la guerra civil española, consideraba a Benítez su padre, y todos los lunes, Fernando comía en casa de Vicente y Albita, en Coyoacán.
Benítez tenía un don de gentes muy poco común, una simpatía enorme y una capacidad de pitorrearse de cualquiera que llamaba poderosamente la atención. Con su ingenio, divertía a quien se le parara en frente, incluso a los acomodadores de su coche, en la calle de Balderas. Trabajar con él resultaba sorprendente y aleccionador. ¿Por qué? Totalmente antisolemne, Benítez hacía reír a quienes se le acercaban. Festivo, solía poner de muy buen humor al gerente de Novedades, Fernando Canales, que cumplía todos sus deseos. “Hermanito, hermanito, vamos a publicar este magnífico ensayo del portentoso Carlos Fuentes… Hermanito, qué gran honor, todos quieren conocer la obra de José Luis Cuevas y él nos ha escogido para que difundamos sus dibujos… Hermanito, están en el suplemento dos jóvenes genios imponderables, José Emilio Pacheco y Carlos Monsiváis, el futuro de nuestra inteligencia depende de su prodigioso cerebro…” Canales reía y hacía todo lo que le pedía Benítez, a pesar de las reticencias de los O’Farril. Benítez y él solían comer juntos en el Lincoln, un restaurante al que podían llegar a pie. En los años 60, la cultura iba viento en popa, y cuando Benítez no estaba en México lo sustituían dos de sus grandes amigos, Gastón García Cantú y Jaime García Terrés.
Nacido en 1912, Benítez se refugiaba en Tonantzintla, Puebla, en el Instituto de Astronomía que dirigía su gran amigo Guillermo Haro, a la sombra de los volcanes. Benítez se había formado en El Nacional y sintió enorme simpatía por los refugiados de la guerra de España, entre ellos, el director de su sección cultural, el escritor republicano Juan Rejano. Los cafés de las calles de Balderas, Bucareli y Artículo 123 eran un semillero de periodistas que, siguiendo la tradición española, se reunían en el café La Habana.
Siempre me llamó la atención que Fernando Benítez, señor de gran capacidad histriónica, que hablaba de la perfección de los trajes que le cortaba su sastre Campdesuñer, desapareciera durante unos meses para irse “con los indios” y así produjera Ki, el drama de un pueblo y una planta, a partir de la tragedia del henequén de Yucatán y los cinco grandes volúmenes de Los indios de México, que publicó la editorial Era, con la dirección de Vicente Rojo.
De esa época data una de las cartas que Benítez me escribió, que creo importante dar a conocer. En alguna que otra ocasión, el fotógrafo Héctor García lo acompañaba a uno de esos viajes, y desde su periplo en las tierras de “los indios”, Benítez tuvo a bien escribirme desde Ocota, Nayarit, el 3 de mayo de 1965:
“Elena:
“A la semana de estar en la sierra me enfermé de bronquitis; apenas convaleciente tuve que trabajar varios días tragando polvo y basura en un centro ceremonial y no he logrado recobrarme. Así pues, me siento débil –hace 15 días como frijoles y tortillas– y la investigación no avanza como quisiera por falta de traductores. Cada huichol no sólo es un artista, sino un soberbio relator. Cuando habla su lengua y se refiere a sus cosas y a su vida religiosa, se transforma. Es algo que no tiene comparación, porque un primitivo sólo puede ser comparado a otro primitivo. Hay en él una fuerza, una elocuencia natural, una ausencia de afectación, que ya no se pueden ver entre nosotros. Estoy frente a uno de los tesoros míticos que todavía no han sido dilapidados en América y debo conformarme con mirarlo de lejos. El mío es un tormento de Sísifo. Soy ciertamente un modesto Sísifo de la antropología social. Vislumbro mundos de belleza fabulosa y carezco de la llave para entrar en ellos. De cualquier modo, avanzo poco a poco. Los grandes samanes que son los que poseen la sabiduría huichola no hablan casi nada de español y debo recurrir a los traductores, pero lo malo es que su español, y sobre todo, su cultura occidental, son tan precarios con relación a la poesía de los antiguos mitos –algo así como un Popol Vuh vivo– que no logro cerrar la brecha. Por otro lado, la mitología huichola es muy extensa y complicada. Se trata de un pueblo dotado de portentosa imaginación religiosa que todo lo ha convertido en sustancia mítica y los samanes pueden pasar días enteros cantando sus historias y las hazañas de sus dioses. Debo tener paciencia y dinero para seguir adelante. Los dos fundamentales investigadores de los huicholes, como es de esperarse, son extranjeros. El primero, Lumholtz, se pasó tres años entre huicholes y coras, pagado por Pierpont Morgan y el Museo de Historia Natural de Nueva York, en 1905. El segundo, Mowry Zwingg, estuvo un año entre los huicholes en 1934, con una beca especial y el apoyo de la Universidad de Denver. Yo, haciendo grandes sacrificios, sólo puedo pasarme en la sierra dos meses porque debo pagar viajes, mulas, arrieros, informantes, traductores, etcétera, y, aunque gasto moderadamente, una de estas peregrinaciones casi me arruina. Para colmo de males, estoy mal preparado para una investigación. Carezco de grabadora profesional y, como tampoco tengo una buena cámara con un lente telescópico, debo sufrir las impertinencias y el idiota modo de ser de los fotógrafos que logro arrastrarme a la sierra.
“En fin, creo que envejezco y la impotente contemplación de mi deterioro físico me entristece. Estando en el trance del peyote –no me siento con ánimo de contarte mi experiencia– me hice recitar en italiano por Mariano Benzi, la doliente canción de Lorenzo el magnífico (…)
“La canción se me hizo intolerable. Las palabras italianas parecían gastadas, usadas, cansadas de soportar los lugares comunes de muchas ridículas generaciones, porque no es lo mismo decir en español satirillo enamorado, enamorado o bosquecillo, que satiretti, ennamorati o boschetti. Rogué a Marino que callara y preferí sentirme un enorme escarabajo muerto que iba siendo arrastrado por el pueblo-hormiga para ser devorado.
“Estoy considerando la posibilidad de escribir la peregrinación mística a la tierra del peyote, donde se centran la vida y la mitología de los huicholes, documentando el paisaje, la zoología, la botánica, la cosmología y la historia huichola, con un estilo muy depurado. Lo que hizo Carpentier para el mundo del Caribe. Todo esto es muy excitante y espero realizarlo este año y parte del que entra. Escríbeme pronto a Tepic. Sería tan hermoso poder leer una carta tuya en la sierra. Te quiere muchísimo tu Fernando.”