Elena Poniatowska

Cuando ya tenía yo cuatro años de reportera, a partir de 1957, Alberto Beltrán me hizo descubrir a un México entrañable, el de los pajareros; la plaza Garibaldi; la Torre Latino, que nunca se ha movido en ningún terremoto, el día de los Manueles, cuyos padres sientan en algún burrito en el Zócalo para su primera fotografía; el México de las azoteas; el del box en la Arena México; el del hombre de los toques en San Juan de Letrán, hoy Eje Central Lázaro Cárdenas, y el de la lucha por la vida de todos los personajes populares. Hoy ese mundo ha desaparecido y deberíamos inventar otro. Los cronistas ya no abarcan los usos y costumbres de 9 millones 209 mil 944 capitalinos. Nadie puede llevar la cuenta de la multitud de coches, el número de los usuarios del Metro, cuyo subsuelo criticaron algunos constructores: “No va a aguantar”. Pero sí aguantó. Uno de sus usuarios fue Alberto Beltrán, extraordinario dibujante, miembro del Taller de Gráfica Popular (TGP), quien permaneció leal a quienes viven en vecindades. Una vez se enojó conmigo, mujer privilegiada, porque enfrenté a un agente de tránsito. Beltrán vivió al lado de familias que se trataban con sumo cuidado, y su padre, sastre, evitó cualquier conflicto con los vecinos que más tarde habría de retratar Oscar Lewis en Los hijos de Sánchez. Beltrán, que se las sabía de todas todas, ilustró la obra de Lewis tanto en Tepoztlán como en una vecindad cercana a la cárcel de Lecumberri.

En 1985, el gobierno de México le otorgó el Premio Nacional de Artes y le advirtieron:

–Debe venir de traje y corbata.

–Uso chamarra o guayabera.

Beltrán se presentó con su morral y en ese mismo morral metió su presea. Asimismo, visitó al general Cárdenas en su casa en Las Lomas. Para él, Cárdenas fue el héroe de mayor envergadura y el TGP, encabezado por Leopoldo Méndez, dedicó al General (como le decían) su talento y admiración en múltiples grabados.

El morral de Beltrán es uno de los símbolos de la tenacidad y la modestia de un artista que nunca olvidó su infancia. Nacido el 22 de marzo de 1923, su padre le enseñó a coser un traje completito (“lo más complicado son los ojales”). Muy pronto se apasionó por el dibujo. “Dibujaba yo en cualquier papel, en lo primero que encontraba”. Al ver su talento, Carlos Alvarado Lang le aconsejó dedicarse al grabado. Leopoldo Méndez, Pablo O’Higgins y todo el TGP lo recibieron con gusto.

El TGP luchó contra el nazismo en la Segunda Guerra Mundial. Hannes Mayer, editor alemán, reunió en un libro los grabados del taller con la biografía de cada uno. Hubo pocas mujeres en él: Mariana Yampolsky, Andrea Gómez, Fanny Rabel, Elizabeth Catlett. Con su obra, Beltrán ayudó a obreros huelguistas, a campesinos, y retrató a personajes populares al lado de Ricardo Cortés Tamayo, excelente cronista. Uno de sus grabados más reconocidos es La entrada de Juárez a México en 1867. (Andrés Manuel López Obrador lo colgó en su oficina). Sus retratos de Ricardo Flores Magón, Villa y Zapata son tan emblemáticos como la obra de Posada.

Beltrán ilustró la obra completa de Miguel León-Portilla, Gutierre Tibón, Ricardo Cortés Tamayo, Ricardo Pozas, Oscar Lewis, Victor von Hagen y la serie de Los indios de México, de Fernando Benítez. Nunca pidió reconocimiento a pesar de la belleza y la eficacia de sus dibujos que todavía hoy se reproducen en libros, periódicos y revistas. Nunca supo lo que significan los derechos de autor. Como sacerdote laico, regalaba la bendición de sus trazos y para él fue un golpe que lo asaltaran una noche y le robaran su morral. Le encantaba comer en una fonda, Las Delicias, y pedía “sopa de médula para fortalecer la mía”.

Se preocupó por nuestros idiomas originales al ilustrar las cartillas de tseltal y los manuales para la enseñanza del español, así como múltiples libros de cuentos para niños indígenas chiapanecos y otomíes. Su devoción por los niños le hizo ganar el primer premio de Carteles de Alfabetización. En 1956, obtuvo el premio Nacional de Grabado. Para recibirlo, su padre le hizo un traje. Fue la única vez que usó traje y corbata. Su aspiración más grande era no diferenciarse de la gente de la calle y, aunque nunca tuvo hijos, decía que todos los niños de México eran los suyos, sobre todo los papeleritos de Bucareli.

A propósito de hijos, nada le sorprendió tanto como descubrir en San Andrés Tuxtla al maestro español Patricio Redondo, quien reunió a los niños y les enseñó a leer bajo un árbol, y construyó y fundó con sus padres la primera escuela Freinet, una forma de enseñar que ha dado excelentes resultados.

En este arduo ilustrar en su restirador, Beltrán nunca gozó de canonjía alguna ni se promovió. Como fue un niño muy pobre, temió a lucirse en protestas, a sobresalir por sus críticas al gobierno. Casi todos los miembros del taller provenían de ámbitos menores, y mujeres como Fanny Rabel habían llegado de países en guerra. Sus dibujos se reprodujeron en mantas y folletos y Beltrán se convirtió en uno de los artistas más comprometidos con la gráfica mexicana al lado de Leopoldo Méndez y Pablo O’Higgins, pero su modestia lo hizo guardar distancia de aplausos; eso lo aisló de críticos dispuestos a pulverizar gabinetes y funcionarios, porque, para él, el gobierno era Papá Gobierno y el general Cárdenas poco menos que Dios.

En 1959, con Francisco Zúñiga creó la franja escultórica en la parte superior del Hospital de Neumología del Centro Médico Nacional, y en 1963, en Xalapa, el mural del Museo de Antropología, hoy transferido al parque de Los Lagos, en San Andrés Tuxtla. Muy amigo de Gonzalo Aguirre Beltrán, en 1965, en el puerto de Veracruz, hizo otro mural con mosaicos inaugurando una técnica similar a la de Juan O’Gorman. Estos afanes menguaron su salud. En 1972 terminó un vitral en el edificio del Registro Civil y en 1988 otro en la Procuraduría General de Justicia.

Su solidaridad con obreros y campesinos estalla en sus dibujos. En sus últimos años, Beltrán recorrió con sus seguidores hasta los pueblos más escondidos del país y conoció y valoró mejor que nadie el arte popular que ensalzó y catalogó. Aguirre Beltrán (que no era su pariente) lo nombró director de Arte Popular, y el grabador ensalzó y divulgó la obra de artesanos que no figuraban en galerías de arte. También llevó a la pantalla Este es México, en el Canal 13, en los años 70 y 80.

Su capacidad le hizo merecer el premio de grabado en la primera Bienal Interamericana. Su presencia en el diario El Día resultó fundamental. Adolfo López Mateos apoyó a Enrique Ramírez y Ramírez, su director. A pesar del reconocimiento, Beltrán siguió siendo un dibujante inclinado sobre su restirador. Su rigor franciscano le permitió aceptar su membresía a la Academia de las Artes e ingresar al Seminario de Cultura Mexicana en 1980. Al paso de los años fue desprendiéndose de todo como san Simón en el desierto, al grado de tener una cuchara, un tenedor y un cuchillo y, si acaso se le unía alguien, el comensal comía primero para poder pasarle sus cubiertos.

Beltrán murió en el Hospital López Mateos, el 19 de abril de 2002. Al irse se llevó la destreza de un extraordinario dibujante y la dura censura consigo mismo que lo convirtió en un sacerdote laico. Total, fue un dibujante con un talento natural fuera de serie que los Tres Grandes, Orozco, Rivera y Siqueiros, habrían avalado.

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