Javier Memba/Zenda
Lo que diferenciaba a Eva Lyberten de aquellas actrices del destape, que se veían obligadas a desnudarse por “exigencias del guión”, era que ella —como la inolvidable Marisa Berenson, que se expresaba en términos muy parecidos— estaba convencida de que mostrar su cuerpo sin tapujos, suponía una lucha por la libertad. Si es que siguen vivos, todavía estarán de acuerdo con Eva quienes, educados en que el sexo era pecado y el onanismo, una causa muy común de la ceguera, al descubrir las intimidades de la joven en la sala de un cine o en las páginas de una revista, comprobaron que, por el contrario a lo advertido por quienes lo prohibían todo, los encantos de Eva Lyberten agudizaban la vista. De ahí que podamos calificarla como una heroína de la revolución sexual de los años 70, que en España, tras la desaparición de la censura (1977), tuvo en el cine y en la prensa dos de sus principales plataformas.
Antes de llegar a protagonizar algunos de los clásicos de aquella pantalla erótica —La caliente niña Julieta (Ignacio F. Iquino, 1981), Las alumnas de Madame Olga (José Ramón Larraz, 1981)—, la joven actriz ya se había dado a conocer en algunas cintas referenciales del cine quinqui. Así, fue la Ceci de Perros callejeros (José Antonio de la Loma, 1977) y la Elisa de ¿Y ahora qué, señor fiscal? (Ignacio F. Iquino, 1977).
Pero Eva Lyberten fue, sobre todo, una chica bohemia y de los años 70. Conoció Francia en el 74, adolescente aún. Llegó al país vecino sola, con 300 pesetas y la idea de recorrer Europa en autostop. Hacer esas cosas en aquella España, donde lo que no estaba prohibido era obligatorio y los reprimidos iban a Perpiñán a ver El último tango en París (Bernardo Bertolucci, 1972), implicaba todo un carácter. ¡Qué libres y que valientes eran aquellas chicas de los 70! Por más que arreciase el patriarcado, se escapaban de casa de sus padres para irse a Nepal o al corazón de Ketama.
La Ibiza de Eva Lyberten debió de ser la del concierto de Bob Marley en la plaza de toros. Es decir, la del verano de 1978. En aquel año, no solo fue una de las chicas que se destapaban en la revista Interviú; en la Pitiusa mayor, también se casó fugazmente con uno de sus reporteros más celebrados, Luis Cantero. Su actividad como heroína de la revolución sexual debió de comenzar a remitir entonces y en la misma medida que descubría la fotografía y la pintura.
De regreso a Barcelona, la ciudad que la vio nacer en 1958, protagonizó otro de los hitos eróticos de la Transición, el espectáculo Crazy Horse, del que fue una de sus vedettes. Aunque la libertad sexual es infinitamente más importante que la libertad política —como nos demuestra la actividad de esos partidos, que en nuestros días hacen de la reivindicación de ciertas sexualidades uno de sus primeros objetivos— lo cierto fue que, a comienzos de los años 80, cuando los antiguos reprimidos se fueron liberando, la producción del cine “S”, que había empezado a clasificarse, fue remitiendo. Nuestra actriz decidió entonces dejarlo.
Instalada en Madrid, su filmografía cambió radicalmente. Yo la recuerdo en un cortometraje de César Solana de 1982: Irma y yo deseamos morir. Se trataba de un fotomontaje producido por Cinema del Callejón, toda una referencia en el cine independiente español de los años 80. La conocí en casa del realizador televisivo Mamerto López-Tapia, con quien colaboró en un proyecto largamente acariciado: Picasso, ocho historias de amor (1982). Aunque ya tenía cierta experiencia como actriz, quería dejar atrás el destape y siempre se mostraba bien dispuesta con los nuevos realizadores, los aún aprendices de cineastas. Yo no llegaba a tanto, pero accedió gentilmente a que le hiciera unas fotos, junto a Felipe Vélez, contra un muro de la calle de Andrés Mellado. De joven me gustaba hacer fotos a las chicas tanto como ahora escribir sobre ellas. Algunas se daban cuenta y se mostraban afectadas. No fue el caso de Eva Lyberten, quien, al cabo, pese a haber posado para algunos de los fotógrafos más celebrados de la Transición, resultó ser una excelente persona.
Nunca más volví a verla. Pero me consta que durante algunos años integró la bohemia de mi ciudad mientras se ponía a las órdenes de Fernando Trueba en Sal Gorda (1984) o de Jorge Grau en Muñecas de trapo, también del 84.
Después el tiempo pasó y todos nos hicimos más viejos. Ya en este infausto siglo volví a verla, junto a su hija, en una foto del cartel de no sé qué edición de Photoespaña.
Vivió en México unos años, hasta que los responsables de Una, el espectáculo que protagonizó en 2020 en un teatro de Montjuich, una reflexión sobre su actividad en la Transición, fueron allí a buscarla.