Celso Varela/Zenda

Luis Alberto Urrea (Tijuana, México, 1955) es escritor y profesor en la Universidad de Illinois Chicago. Ha publicado en la editorial AdN (con traducción de Francisco González López) Buenas noches, Irene, una novela inspirada en las vivencias de su madre en la Segunda Guerra Mundial. La protagonista de esta historia, Irene Woodward, se alista en 1943 en la Cruz Roja Americana como miembro de las “nenas de los dónuts”, un grupo de mujeres que viajan en camiones junto a las tropas para ofrecerles dónuts, café y algo mucho más importante: camaradería, diversión y alegría de vivir.

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—Como es tu cumpleaños, voy a regalarte una entrevista.

—¡Ay, qué bueno! (Risas).

—Este libro está basado en las experiencias de tu madre en la Cruz Roja Americana. Tú has cultivado diferentes géneros, como la novela, la poesía y el ensayo, y fuiste finalista del Pulitzer en la categoría de no ficción con The Devil’s Highway. ¿Por qué en este caso decidiste escribir una novela y no una obra de no ficción?

—Porque la novela es algo muy especial. Es una forma de arte literaria que para mí es sagrada, y a mi madre le apasionaban las novelas. Yo nací en México, y cuando era muchacho hablaba español, pero ella era norteamericana y no hablaba español. Me encontré en una guerra cultural entre mi padre y mi madre, y lo que ella hizo fue empezar a leerme novelas norteamericanas. Bueno, empezó con Inglaterra, con Dickens. Yo no entendía nada de lo que estaba diciendo porque era niño, pero de Dickens pasamos a Mark Twain, y después fuimos a Rudyard Kipling, con los cuentos de Mowgli. Así que el comienzo de mi carrera de escritor, sin saberlo, fue en un ambiente de novela. Sus héroes eran escritores de novelas: Hemingway, Fitzgerald… Para mí este libro era una forma de homenajear a mi mamá, porque fue una mujer olvidada, como todas las mujeres que hicieron ese servicio, que fueron borradas por la historia, así que quise hacerle un monumento con palabras. Y tuvo que ser una novela, en honor de mi mamá.

—El personaje principal, Irene, es una de las “nenas de los dónuts” que se va a Europa con la Cruz Roja para apoyar a los soldados en la Segunda Guerra Mundial. Allí conoce a un aviador, apodado el Manitas, con el que tiene varios encuentros, pero no hay ninguna escena de sexo contada de forma explícita. ¿Esto es porque no te gusta narrar este tipo de escenas o porque, al estar inspirada Irene en tu madre, sentiste un cierto pudor? 

—No, es porque para mí lo importante era la ternura entre dos personas que están en un mundo psicótico y muy complicado. También estaba pensando en el ambiente de las películas de los 40, en las que hay un erotismo que casi se mueve como una sombra, con un poco de humo, porque no podían enseñar lo que enseñamos hoy en día. Quería honrar el tono y el sentimiento que vemos en Fitzgerald o en Hemingway. No traté de ocultar la relación erótica, sino tan solo de no salirme del ambiente y del efecto que estaba tratando de describir.

—El otro personaje importante de esta historia es Dorothy, la compañera de Irene en el camión. Más que una novela de amor, ¿es esta una historia de amistad? 

—Exactamente. Es una historia de amor entre esas dos amigas. Dorothy está inspirada en Jill Knappenberger, que era una señora increíble y que fue la última de las “nenas de los dónuts”. Fíjate que vivía a 80 minutos de mi casa. Yo creía que estaba muerta, pero mi esposa, que es reportera, se metió a investigar y encontró una dirección. Pensábamos que su familia a lo mejor todavía estaba ahí y les mandamos una carta, y la propia Jill nos llamó por teléfono. Me dijo: “Luis, tengo 94 años. No esperes a que cumpla los 95”. Fuimos a su casa al día siguiente y tenía una foto de mi madre con uniforme. Pasamos muchos años con ella, hasta que se murió a los 102 años. Fue ella la que me mostró las fotos del piloto en el que está inspirado el Manitas. Estábamos viendo un álbum de fotografías y ahí estaba mi mamá en Cannes, en la playa, toda bonita, y en la siguiente página estaba con un americano, un cabrón que la tenía toda abrazada, y dije: “¿Quién es este?”. Jill se asomó y me dijo con una sonrisa: “Ay, ese es Jake”. Y yo: “¿Quién carajos es Jake?”. Y ella me dijo: “Luis, era una guerra. Todas teníamos hombres”. En ese momento entendí que había otro nivel en esta historia. Y era feo el cabrón, pero tenía que ser guapo para la historia si iba a ser como una película de los años 40. Al final me resultaba difícil decidir cómo terminar la historia, pero la verdad es que, entre el Manitas y Dorothy, el amor verdadero fue la amistad entre las dos.

—Durante toda la novela muestras que las “nenas de los dónuts” son mucho más que unas simples camareras. Hay un momento en que dices: «Tras llegar a Glatton, no les llevó mucho tiempo entender que su labor no era en realidad hacer dónuts y preparar café. Muchos de los chicos a los que atendían antes de tomar un vuelo no regresaban. Los rostros, las voces, las palabras de ánimo de Irene y Dorothy podían ser la última bendición para algunos de esos jóvenes aviadores. Esa era su auténtica labor». ¿Hacer dónuts y preparar café puede ser una forma de heroísmo? 

—Sí, claro. No te imaginas los montones de cartas y de llamadas que he recibido de mucha gente, entre ellos hijos de soldados, contándome el efecto de estas mujeres. Eran una forma de terapia, de salvación. Imagínate que allí, en las batallas y entre balaceras, hay un grupo de mujeres jóvenes con café. Pero es más, les llevaron música. Cada camión tenía tocadiscos y les tocaban música y se sentaban con ellos a jugar al póker o a lo que fuera. Era una terapia psicológica y cultural. Y estas mujeres sufrieron mucho. Mi mamá casi perdió sus piernas. Estuvo herida horriblemente y regresó de la guerra con un trauma profundo, y cada noche gritaba, tratando de dormir, en tinieblas terribles. Y un día recuerdo que Jill me dijo: “Yo manejé el camión, pero tu madre trajo la alegría”. Para mí eso fue una revelación y empecé a ver a mi madre a los 27 años, llena de aventura, de heroísmo y de energía, pero también de sufrimiento al ver sufrir a los muchachos. Ellas conocieron muy bien al general Patton. Mi madre a veces dejaba escapar algunas cosas, y una vez fuimos a ver la película Patton, con George C. Scott, y después me dijo con una sonrisa: “¿Sabes? Georgie Patton era un muchachito muy travieso”. Y yo le dije: “No me digas más. No quiero saber” (risas).

—¿Tu madre hablaba contigo de aquella época? 

—Cuando yo tenía siete años, ella tenía un cajón lleno de secretos, y me había dicho: “Nunca abras todo esto. No es para ti”. Pero un día se fue a trabajar y yo lo abrí. Había uniformes, una pistola Luger que había robado, banderas, cartas, fotografías, muchas cosas. Y en el fondo estaban las fotografías de los muertos en Buchenwald. No entendí qué era eso, pero era la cosa más horrible que había visto en mi vida. Lo guardé todo y traté de dejarlo como estaba, pero mi madre lo supo. Las madres tienen un don increíble, y al llegar del trabajo me dijo: “Te metiste en mis cosas. ¿Qué encontraste?”. Yo le respondí: “Ropa, uniformes, una pistola”. Y ella me dijo: “Y encontraste algunas fotografías. Siéntate. Te voy a explicar algo”. Entonces me contó que Patton llegó y les dijo: “Señoritas, necesito ayuda. Hay una prisión en la montaña y vamos a ir a liberarlos y necesito que estén con nosotros”. Ellas, como en la novela, pensaban que era una prisión de norteamericanos e hicieron tortas de jamón, lo cual es una ironía muy fea. Y ahí se fueron con las tortitas de jamón y entraron en ese lugar tan horrible. Ella me dijo: “Llevé mi cámara pensando que iba a tomar fotos de reuniones alegres con los muchachos americanos y me encontré con montones de muertos. Empecé a tomar fotos hasta que me dio vergüenza, pero te diré que lamento no haber tomado muchas más fotos”. Porque lo que pasó es que, cuando regresó a Estados Unidos, su familia le dijo que estaba exagerando, que todo eso no había pasado, y no la creyeron, así que ella se marchó en 1947 y no regresó. Se fue a San Francisco y allí conoció a mi papá. 

—Hay un personaje secundario, Ellie, que durante un tiempo acompaña a Irene y a Dorothy. Este personaje, que es tal vez el más irritante y el más cobarde de la novela, es de Chicago, donde tú das clases. ¿Esto es porque no te llevas bien con esta ciudad, o porque has querido vengarte de alguien en la novela con este personaje?

—No, Chicago es una ciudad increíble. No me gustó al principio, pero ya llevo muchos años aquí. Eso es porque tenía que ser la historia de las dos mujeres, pero en cada camión había tres, y la realidad es que la tercera que empezó con ellas era de Chicago y se fue pronto. Esa mujer es muy misteriosa. Se llamaba Helen, y cuando falleció su hija vendió en eBay sus cartas de la guerra con sus experiencias, y unas mujeres de San Francisco las compraron. Para mí eso es muy triste, que después de tanto sufrimiento o lo que sea —porque no sé lo que dicen las cartas— tu familia tire tu historia. Ahora bien, escribir una novela es en cierta forma filmar una película y tienes que tratar de manejar los efectos, el ambiente… Para mí era importante construir la relación entre las dos, que eran inseparables pasase lo que pasase, pero también era importante escribir una historia verídica, y todo el mundo sabe que en esos camiones había tres mujeres. Bueno, en realidad nadie lo sabe porque la historia de estas mujeres ha desaparecido, y por eso ahora la Cruz Roja me lleva a dar charlas y presentaciones para redescubrir lo que ellas hicieron. Pero en cualquier caso, Irene y Dorothy tenían que formar una unión en contra del mundo, incluyendo a la pobre tercera que llega a trabajar con ellas, porque era casi imposible penetrar ese mundo creado entre las dos.

—Esta novela tiene algunas escenas muy crudas, especialmente cuando describes la destrucción causada por los bombardeos. ¿Cómo te has documentado para esas escenas? 

—Por una parte, con las historias de mi mamá y de Jill, pero también fuimos a todos los museos de la guerra, platicamos con veteranos y recorrimos el camino que ellas hicieron. Fuimos varias veces a Francia, a Inglaterra y a Alemania. También fuimos a Buchenwald. Tenía que evitar escribir una cochinada de romances y bailes, porque no era así. Como vivimos en una fantasía, la gente no sabe cómo fue esa guerra. La guerra es algo terrible. Estas mujeres vieron de todo y sufrieron mucho, pero cuando volvieron, como me dijo una de ellas, “éramos heroínas en Europa, pero al llegar a casa nos dijeron que no les contásemos todo eso y que nos fuésemos a preparar la cena”. Entonces muchas de ellas se doblegaron, pero yo sé que lo que mi madre vio fue tan horrible que no pudo borrarlo.

—Uno de los mejores capítulos de esta novela es el de la batalla de las Ardenas. La forma en la que describes el frío que pasan es muy vívida. Cuentas, por ejemplo, que los soldados, a pesar de que tienen orden de no disparar, lo hacen para poder calentarse con el cañón del fusil.

—Hay un libro que se titula The ARC in the Storm, que lo autopublicó una mujer en los sesenta, y que trata de las mujeres de la Cruz Roja Americana que iban en los camiones. El libro tiene fotos y cartas, y aparecen los nombres de cada mujer y de dónde eran, y en ese libro mi madre le escribió una carta explicando cómo pasaron la noche de Navidad de ese año, el 44, en Bastoña. Yo nunca lo supe, y cuando leí su carta entendí cómo había pasado esa noche en el frío y bajo los ataques de los nazis, que es la escena que está en la novela. Y también entendí por qué toda mi vida, cuando cantaban canciones navideñas, mi madre no podía aguantarlo y lloraba. Solo lo descubrí años después de su muerte, con este librito.

—Hay un momento en que Dorothy dice: «Cuando las mujeres gobiernen el mundo tendremos guerras más inteligentes». ¿Cómo serían unas guerras más inteligentes?

—Pues vamos a ver. Estamos en un momento fascinante aquí en los Estados Unidos con Kamala Harris, que es una mujer muy fuerte. En comparación con Trump, creo que va a ser un mundo muy diferente, y también hay una presidenta en México, lo cual me da esperanza. Hay una oscuridad en los Estados Unidos, pero creo que eso está cambiando, así que me gustaría tener una reina por un rato (risas). A ver cómo se consigue eso, pero una presidenta es algo muy positivo para mí. Yo me crie entre mujeres, la mayoría mexicanas o indígenas, porque los hombres estaban muy ausentes, y para ellas nosotros somos payasos. Nos hacen caso en la casa, pero están esperando que nos vayamos, con nuestras tonterías masculinas, y entonces ellas son las reinas del mundo. También fue una mujer quien lanzó mi carrera de escritor: Ursula K. Le Guin, la gran reina de la ciencia ficción.

—¿Cómo la lanzó?

—Pues verás: yo fui el primero de la familia que tuvo la oportunidad de ir a la universidad, y cuando estaba en mi último año, mi padre decidió ir a México a recoger dinero de su banco para mí. Manejó veintisiete horas solo a su pueblo de Sinaloa, recogió mil dólares y, cuando venía de vuelta, unos policías fronterizos mexicanos lo mataron. Fue una muerte muy fea. Se orinó y sangró, y nunca metieron la mano en su bolsillo. Se estaba muriendo poco a poco y llamaron a un doctor que, en un momento de realismo mágico, era del mismo pueblo que mi padre y lo había visto en una fiesta de navidad. Él metió la mano y sintió el dinero, y supo que si ellos se enteraban de que había dinero, se lo llevarían. Escondió el dinero y llamó a un primo mío en Tijuana. Mi primo manejó trescientas millas al pueblo y mi padre se murió en sus brazos. El doctor le dio el dinero y él me lo trajo a mí. Me dijo: “Este era tu regalo y te lo entrego”. El dinero todavía estaba mojado. Después los policías trajeron el cuerpo de mi padre a Tijuana en una camioneta y me lo presentaron en la funeraria, y yo, que era muy inocente, les di un abrazo y les di las gracias por traérmelo. Entonces ellos me dijeron: “Hay una multa, porque tu papá todavía es nuestro prisionero. Si no quieres pagar lo que nos debe, nos lo llevamos”. Yo les pregunté: “¿Cuánto va a costar mi padre?”. Me dijeron: “Setecientos cincuenta”. Y les pagué con el dinero mojado, con el regalo que lo mató. Se fueron y el director de la funeraria me dijo que aquello iba a costar ochocientos dólares más. Tuvimos que pedir entre todos los familiares hasta que pudimos pagar el funeral. Fue una historia terrible de Latinoamérica. Luego me quedé de las dos de la mañana hasta las once en un cuarto con mi padre, solo, y él me estaba platicando, yo le oía la voz. Era una cosa como de Borges o de Horacio Quiroga. Después lo enterramos y volví a San Diego, y ya no pude hablar inglés. Se me había ido. Estaba hablando puro español, y cuando trataba de hablar inglés tenía un fuerte acento mexicano y mis amigos creían que era una burla. Estaba explotado y no sabía cómo procesar lo que había pasado. Luego empecé a tener sueños con mi padre. En el primer sueño llegaba del viaje todo golpeado y me preguntaba: “Hijo, ¿qué me pasó?”. Y recuerdo que pensé: “Si no le digo que está muerto, lo tendré para siempre”. No sabía qué hacer con todo lo que estaba en mi mente, pero, como yo ya era escritor, escribí una historia basada en esto que se llama «Father returns from the mountain».

—¿Y Ursula K. Le Guin leyó ese cuento?

—Sí, yo estaba estudiando escritura en la universidad y le di la historia a mi profe, que era muy joven, y le gustó. Y como Ursula K. Le Guin había venido a la universidad a dar un taller para escritores avanzados, mi profe le llevó mi cuento y ella le dijo: “Tienes que traerlo a mi apartamento, que lo quiero conocer”. Fuimos y ella era tremenda: chaparrita, fumaba una pipa y tomaba whisky. Me empezó a preguntar cosas de mi vida y de lo que pasó con mi papá, y me dijo que le había gustado mucho mi cuento. Yo no podía imaginar en mis fantasías que una de mis grandes heroínas me pudiera decir algo tan increíble. Le di las gracias y me dijo: “Quiero comprar el cuento”. Yo era tan ignorante que le respondí: “Ya te lo regalaron. ¿Para qué lo quieres comprar?”. Y ella me dijo: “Quiero publicar el cuento”. Me lo publicó en una antología y ahí empezó mi carrera, y fuimos amigos durante décadas.

—Además de a tu madre, este libro se lo dedicas a tu mujer, Cinderella. Y dices en la dedicatoria: «Por ayudarme a entrevistar a supervivientes y a expertos. Y por leer cientos de borradores». ¿Tu mujer siempre te acompaña en tu proceso de escritura?

—Sí. Mi mujer es mi pareja, la madre de mis hijos y mi mejor amiga. Tenemos una conexión casi sobrenatural. Nos conocimos tarde porque los dos somos divorciados, así que ya sabemos cómo es el camino equivocado (risas). Ella es reportera y nos conocimos haciendo una entrevista, así que somos un escándalo en el mundo de los periodistas, porque nos casamos, pero lo supe al primer momento. Yo tenía una novia, pero fue inevitable. Y ya sabes que la vida de escritor a veces es bastante difícil. En aquella época estaba cansado porque tenía libros que no eran populares y ya no quería escribir, pero volví a hacerlo con La hija de la esperanza, y ella me apoyó. Luego me llegó un contrato para escribir The Devil’s Highway, que fue el libro que me cambió la vida y que trata sobre la muerte de muchos inmigrantes en México al tratar de entrar a Estados Unidos. Pero como no era reportero no sabía cómo hacer ese tipo de trabajo, porque yo me veía como un poeta o un Unamuno o un Borges, pero ahora tenía que ser reportero. Ahí mi mujer me ayudó mucho y, gracias a ella, pude penetrar en ese mundo. De ahí surge nuestra pequeña comunidad de investigadores. Desde ese momento trabajamos y hacemos los viajes juntos. Me gusta porque puedo darle cada versión del libro y ella me dice: “No, mira, esto no sirve”. Y como escribo mucho sobre mujeres, es bueno tener una mujer poderosa a tu lado.

—¿Qué es lo que más le gusta a tu mujer de tu libro?

—¿La llamo y le pregunto? (Risas). Creo que para ella lo más importante era la representación de un feminismo ancestral, de una amistad instantánea y profunda entre dos mujeres que se encuentran. Ella me vigilaba mucho mientras escribía y me decía: “Saca los huevos de tu trabajo (risas), no seas tan hombre, piensa en una forma más elevada, más abierta a las personas de tu historia”. Por otra parte, ni Cindy ni mi hija conocieron nunca a mi mamá, pero cuando recorrimos los mismos caminos que ella recorrió, poco a poco la fueron conociendo. También conocieron a Jill y se querían mucho. Creo que lo que le gustó, más que lo que escribí, fue el ambiente de la investigación y el sentimiento de que estábamos honrando a mi madre y a aquellas mujeres.

—¿Va a tener esta novela una adaptación cinematográfica?

—Hay varios grupos que tienen interés, pero para mí es importante, aunque sea hombre, que sea un proyecto controlado por mujeres. Hay un señor que conocí de una compañía muy grande que también quiere una directora femenina, y eso para mí sería lo máximo. No quiero basura, no quiero pop, quiero algo que sea un monumento a estas mujeres, porque han sido olvidadas y quiero representarlas bien.

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