María José Solano/Zenda
A los 35 años, Aurora Rodríguez Carballeira, que había nacido alrededor de 1879 en Ferrol, en el seno de una familia acomodada, concibió, más que una hija, un plan. Admiraba las ideas eugenésicas orientadas al perfeccionamiento de la especie humana mediante intervención manipulada y métodos selectivos, que en ese tiempo eran parte del debate intelectual de gran parte de las corrientes ideológicas. El 9 de diciembre de 1914, Aurora dio a luz a su proyecto: una niña a la que llamó Hildegart, su «estatua de carne», y se dedicó a educarla para que fuese la mujer llamada a redimir el mundo.
El final de la historia, aunque es bien conocido, pues generó raudales de tinta en rotativas e imprentas, es recomendable que vayan a verlo, a disfrutarlo, a pensarlo y sentirlo frente a la gran pantalla. Esta historia fascinante y terrible ha sido adaptada por la joven directora Paula Ortiz, que ya nos había dejado con la boca abierta en la oscuridad de las salas de cine desde que decidió dejar la universidad (ella es filóloga de formación) y ponerse detrás de las cámaras. Después de La novia, Al otro lado del río y entre los árboles y Teresa nos trae esta historia tremenda, La virgen roja, que ha sido ya aclamada internacionalmente.
Hablamos de su éxito, de las mujeres y de esta gran película.
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—¿Cómo estás viviendo este éxito?
—Era un tema o unos temas muy delicados. Yo era consciente de eso. No me esperaba que fuese tan bien acogida. Yo venía de hacer dos historias muy diferentes: una, la novela de Hemingway Al otro lado del río y entre los árboles; la otra, una mirada mística, poética y experimental de Santa Teresa, y me daba cuenta de que había gente que, más allá de la sacralización que pueda haber o el miedo a tratar textos clásicos, lo realmente palpable era el miedo a algunos temas que parece que no se pueden tocar. En aquellas películas los contextos originales me obligaban a manejar lenguajes complejos, pero a la vez concretos: el misticismo, la muerte, la culpa, el amor… Sin embargo, en el caso de la historia de Hildegart y su madre me encontré con unas controversias muy variadas que iban desde la maternidad a la política.
—Pero en lo personal, ¿cómo te sientes tú con todo este revuelo absolutamente elogioso?
—Yo estoy muy contenta de que una película que tiene tantas contradicciones y que abre tantas grietas esté siendo tan bien recibida, y curiosamente —y eso me pone especialmente feliz— la acogida generosa e impactante se ha producido en espectadores muy diversos, desde gente muy mayor que sí recuerda la historia, los periódicos, el impacto de aquello en la sociedad, hasta gente muy, muy joven que no tenía ningún tipo de referencia histórica y que ha recibido la película como un impacto revolucionario; una sorpresa al descubrir que una mujer tan compleja y tan jovencísima había pasado por todo eso y además se había producido aquí mismo, en nuestro país, y además hace relativamente poco tiempo.
—¿A qué puede ser debido?
—Pues en el caso de la gente joven, que es la que más se comunica por redes o en espacios universitarios, la respuesta me ha llegado de forma masiva y muy cercana, y realmente ha sido increíble: hay chicas que me han escrito cartas emocionantes y algunas que venían a verme con lirios rojos, en recuerdo de Hildegart, como si quisieran saldar cuentas con el injusto olvido. Y me he dado cuenta de que en la sociedad actual esa generación que en principio nos puede parecer lejana, porque vive una tecnología que los aparta de nuestra experiencia, sin embargo me ha enseñado que posee una curiosidad genuina, intacta, por intentar comprender la esencia humana, que es, al fin y al cabo, identificar y asumir nuestras contradicciones. Mira, a mí me gusta la oda a la inteligencia y a la palabra precisa, pero también me interesan esos contrarios enfrentados en el alma humana, el conflicto primitivo como el de Hildegart, que al final no es otro que el del planteamiento del libre albedrío, la autodefinición, la libertad de conciencia y el enamoramiento. Y todo esto se hace compatible en una mujer real, española para más detalles, a la que nadie conoce o que todos han procurado olvidar. Y yo, obsesionada con el personaje, hago esa película a ciegas y con mucho miedo, y de pronto las salas se llenan, y durante semanas, meses, me llega la respuesta de un público asombrado de que todo eso pueda darse y se haya dado de aquella manera tremenda, excesiva, barroca, en una mujer “moderna”, por decirlo de alguna manera.
—Porque en un hombre esto se habría dado de otra manera.
—Por supuesto. Y la narrativa para contarlo ha sido también diferente. Los hombres (y esta certeza la he confirmado desde que soy madre de un varón) tienen una capacidad instintiva, heredada por su genética de supervivencia, por su estructura biológica, que es la de poder compartimentar. Y así, un hombre que llega de la guerra puede cerrar el capítulo del horror y tomar una cerveza con sus amigos. Poseen la capacidad de ordenar los elementos esenciales en lugares estancos de su cerebro: el amor en su lugar, la política en su lugar, el trabajo en su lugar… Pero las mujeres no somos así, no estamos hechas biológicamente de esa manera. Nosotras funcionamos con todo a la vez, con todo lo anterior mezclado, sin compartimentar. Eso genera un tipo de experiencia que exige un esfuerzo ingente de conciliación interior. Para bien y para mal esa es nuestra naturaleza.
—Tus mujeres son tremendas, y las actrices elegidas para tus películas, dignas de esos personajes: Matilde de Angelis, Maribel Verdú, Inma Cuesta, Blanca Portillo…
—Bueno, a todos nos gusta rodearnos de los mejores, y ellas lo son, no cabe duda. Las mujeres de mis películas son personajes que se echan mucho peso en la espalda; mujeres que tienen que sostener una dimensión intelectual, física, emocional, de oratoria, de discurso, de alocución, muy fuerte. Y todo eso pueden soportarlo solo las grandes. Ver, por ejemplo, actuar a Blanca Portillo interpretando a Santa Teresa fue una experiencia de dirección y personal increíble: es una especie de genio de la naturaleza, una mujer con una disciplina brutal, con un acercamiento casi sacerdotal a los personajes, entrando en ellos con todo su ser, con toda la profesionalidad, pero también todo el abandono que exigen. Hablo de ella por ser la más reciente, pero en realidad todas las mujeres con las que he trabajado han mostrado una fuerza admirable, pues las historias que yo quiero contar así lo exigen.
—¿Cómo elegiste a las protagonistas, madre e hija, de La virgen roja?
—La elección de Najwa Nimri para el papel de la madre de Hildegart lo tuve claro casi desde el principio. El personaje requería, intelectualmente, una carga física hipnótica, o sea, una gravitas, y ella, la propia Najwa, lo tiene. Viene incorporado en su interior y se manifiesta en toda ella: en su mirada, su manera de hablar, de caminar… Es brutal y fascinante. Y mira, precisamente la conocí aquí, en este hotel Wellington de Madrid, y casualmente acabo de dejarla para acudir aquí, a charlar contigo. Hay cosas que se enredan favorablemente, que tejen destinos con sencillez. No sé. Estas cosas son increíbles. Pues te decía que esta actriz tiene una capacidad única de conectar la información, y eso se traduce en cómo se expresa, sobre todo en el lenguaje no verbal, que en ella es naturalmente hipnótico. Y luego había algo muy importante, y es que este personaje exigía una carga singular: atreverse a navegar aguas muy oscuras del alma femenina. Y yo sabía que Najwa se atrevería.
—¿Y Alba, la actriz que interpreta a Hildegart? Porque es jovencísima.
—Alba hace un papel increíble, porque el personaje de Hildegart era, si cabe, más exigente que el de la madre: en primer lugar, requería de una apariencia real de juventud casi adolescente, que además tradujese una inteligencia prodigiosa, una capacidad de oratoria de alto nivel, como por otro lado poseían la mayoría de los políticos e intelectuales de ese momento, pero que, a pesar de su madurez intelectual prodigiosa, siguiera siendo una niña. Yo necesitaba contar en la película el despertar biológico de una Hildegart en crisis existencial, de sexualidad, de reconocimiento de su propio cuerpo y a la vez del mundo y de los afectos; que estuviesen muy presentes la ingenuidad, el miedo y los desequilibrios de una persona así. Reunir todo eso no era fácil, e hicimos un casting bastante intenso. Pero precisamente fue Blanca Portillo la que me sugirió que viese a esta actriz. Y efectivamente, Alba Planas era perfecta, pero por supuesto que trabajó muchísimo su personaje y lo hizo incansablemente durante todo el rodaje.
—¿Cuál fue el ambiente del rodaje?
—Rodamos primero los exteriores, la parte pública de la historia. Y luego rodamos la parte de la casa que se volvía cada vez más oscura, más densa, más inexplicable y más asfixiante, donde, paradójicamente, Hildegart/Alba se iba paulatinamente liberando. Ese fue un trabajo actoral muy fuerte por parte de las dos actrices. Hay una escena en la que la madre/Najwa empuja con mucha violencia a la hija contra la pared. Era realmente una micro-secuencia de acción y a ambas actrices les preocupaba esa violencia tan explícita. Ese momento suponía un punto de inflexión porque era una escena donde el monstruo que es la madre, hasta ese momento contenida y fría, se manifiesta en toda su brutalidad. Y por supuesto no puedo dejar de decir que, como contrapunto a la relación entre madre e hija, está el trabajo también inmenso de la criada, Macarena, interpretada por Aixa Villagrán, que aporta el factor de humanidad.
—¿Históricamente la relación de estas tres mujeres era así?
—Bueno, no sabemos demasiado de su vida íntima. Por los testimonios de las vecinas que quedan reflejados en los informes del juicio sabemos que se gritaban mucho. Macarena, la chica que realiza las labores en casa, es un personaje que sabemos que existió, pero documentalmente no aparecía demasiada información sobre ella, así que lo recreamos en el guion. Sin el personaje de Aixa, que presenta la otra maternidad —la tierra, la comida, la que cuida de los afectos—, la dureza de la relación entre la madre y la hija habría sido insoportable… A mí me interesaba pintar a esta criada con ese toque, diríamos, lorquiano, en el sentido de que estas mujeres metidas en la cotidianidad de una casa llena de mujeres eran fundamentales; eran mujeres silenciosas pero muy listas, intuitivas, contradictorias… Hay una gran dimensión en estas “tatas” en nuestra literatura, y para mí hay una parte de la ideología de tierra transmitida de una manera muy real por ellas a las mujeres de varias generaciones; hay más política a veces en el personaje de Macarena, la criada, que en el Hildegart y su madre. Y mira, por justicia no quiero dejar de recordar que sin esas mujeres que ayudaron en las casas y siguen haciéndolo, las madres que hoy en día trabajamos fuera no podríamos llegar a desarrollar nuestra profesión. De hecho, yo todas mis películas se las dedico a la persona que me ayuda a criar a mi hijo. Esa mujer es un pilar fundamental en mi vida y en mi profesión. Bueno, es que es mi familia.
—La virgen roja es una película que cuenta una historia con muchos estratos: lo político, lo social, lo emocional, lo literario, lo intelectual, lo maternal… ¿Cómo los ordenas para que la apariencia sea de película serena, sencilla?
—Pues es una película que se ha madurado a lo largo del tiempo, una historia que me acompaña desde la Universidad de manera casi obsesiva. Siempre me ha parecido que lo que de verdad tiene de magnífica esta historia es que uno puede interpretarla como la metáfora más perfecta y terrible del siglo XX, encarnada esencialmente en la madre de Hildegart, Aurora. Cuando dejé de ser alumna para ser profesora universitaria, trabajé con mis alumnos en algunas de las cartas de Hildegart sobre sexualidad, completando la visión poliédrica de esa metáfora. Y todo eso estaba aquí, en mi cabeza, madurando.
—¿Y cómo salta al cine?
—Pues años después, María Zamora, la productora, fue la que, tras leer un artículo, me dijo “quiero hacer esta película”. Y nos pusimos a ello. Con la primera versión se logró algo muy difícil: ordenar la historia en una estructura cinematográfica con anclajes entendibles de thriller. A partir de ahí, construimos La virgen roja. Y mira, la película que más he estudiado para conseguirlo ha sido, además de Hitchcock, Múnich, de Steven Spielberg. De esa película, que en principio nada tiene que ver con La virgen roja, he aprendido muchísimo, pues me ha permitido adquirir con precisión, pero sin perder el sentido de la estética, y siempre desde lo narrativo y lo dramático, una manera de contar los contrastes brutales y contradictorios y hacerlo desde una serena belleza.
—¿Cuál ha sido el mayor reto?
—Mira, en mi película yo sabía lo que no quería hacer; lo tenía muy claro, y luché para que el equipo al completo terminara entendiéndolo, aunque no fue fácil… Yo no quería contar la historia de una loca, porque eso hubiera sido lo más sencillo, pero es que no se trataba de eso. Aurora, la madre de Hildegart, no estaba loca, y de ahí lo terrible del asunto: era una fanática. Esa es la verdadera y enorme dimensión. Y ese era el reto de contar esta historia: hacerlo desde la fascinación, la política y la humanidad, sin juzgar, sin politizar y sin psicoanalizar al personaje.
—¿Y el chico, Abel, existió históricamente?
—Sí, existió, pero tampoco sabemos históricamente la relación que ambos, Hildegart y él, llegaron a tener. No podemos conocer la profundidad de la misma. Dice Rosa Montero que ella cree que entre ellos hubo el “típico enamoriscamiento de los dieciséis años”. Pero sea como fuere, él supone la llamada del deseo, el despertar al mundo y a la vida. Cuando Hildegart lo conoce desea vivir, y lo terrible es que descubre, paulatinamente, que hasta ahora no ha vivido, que tan solo ha sido el deseo hecho carne de su madre. Una estatua de carne que se desmorona. Y esa imagen no es mía, la he tomado de las declaraciones de la madre de Hildegart en el juicio. Yo sólo transformé esas palabras en imágenes.
—Si Hildegart hubiera seguido obedeciendo a su madre, ¿qué habría pasado?
—Esa pregunta sé que es inevitable, y me la han hecho muchas veces desde que se estrenó la película; nosotras mismas en el rodaje nos la hacíamos. Son demasiados elementos a tener en cuenta, no sólo de evolución personal del personaje, que probablemente habría terminado siendo una líder de masas, como su madre soñaba y para lo que la preparaba, sino que los hechos históricos están ahí, imponiendo la fuerza del azar. Y seguramente, con la dictadura, se habrían visto obligadas a exiliarse, como tantos intelectuales. Tal vez Hildegart habría terminado dando clases en alguna facultad estadounidense. La otra posibilidad, bastante plausible, es que Hildegart hubiese terminado siendo un monstruo. Y podemos pensar que la madre quizás lo vio, o lo intuyó, y decidió, en un momento, “detener” al monstruo.
—¿Cómo rodasteis la escena más dura de la película, que es cuando la madre asesina a su hija o, en palabras de aquella, “detiene al monstruo”?
—Pues mira, fue de esos momentos que recordaré toda mi vida. Toda la película está construida de manera muy barroca, en diversos planos: sonoro, musical, de elementos plásticos y estéticos funcionando a la vez, porque es esto lo que nos gusta hacer, y así entiendo yo el cine, y entonces la película entra en una espiral acelerada hasta llegar al momento culmen, que es esa escena que yo quería que fuese lenta, seca, fría, cruda, sin construcción dramática. En la historia real, Hildegart está dormida en la cama, la madre entra y le dispara cuatro veces. En nuestro caso, al otro lado de las cámaras, la cosa fue así: los ensayos no eran tales, sino que eran debates casi filosóficos más que de texto. Yo quería que las actrices entendieran que estas mujeres eran hijas de un tiempo muy concreto político e ideológico. Esa bola emocional era fruto de todo aquello, y a medida que avanzábamos, la relación entre las actrices se hacía cada vez más oscura, porque así lo demandaban sus personajes. Pues bien, hubo un momento en esta evolución en el que Najwa/madre, que es muy intuitiva, con toda la sabiduría y el respeto por el trabajo durísimo de ambas que al principio no entendimos demasiado bien, decidió espaciar cada vez más el contacto con Alba/hija, hasta el punto de que me pidió no ensayar con ella la escena del asesinato, que se produce con una pistola, claro. Alba y yo, por nuestra cuenta, ensayamos en el set, pero ambas no se habían visto. El día del rodaje, Najwa sólo me pidió las marcas (el lugar donde debía colocarse) y no quiso saber nada más, así que lo preparamos todo y comenzamos a rodar. Se abrió la puerta de la habitación y la madre se acercó a la cama, donde se supone que la hija dormía, para matarla, pero Najwa/madre, al entrar, vio que Alba/hija estaba despierta escribiendo una carta tumbada en la cama. Entonces Najwa se quedó paralizada y me gritó: “No está dormida, hija de puta”. “No”, le dije, “¿quieres que paremos?”. Entonces ella negó con la cabeza, se dio una vuelta de apenas un minuto por el set como un animal enjaulado y, muy concentrada, llegó, pidió que rodáramos, y rodamos, y con aquella toma increíble tuvimos suficiente. Hicimos dos tomas más por seguridad, pero nos sirvió aquella primera. El resultado está ahí y se puede ver en la película: los rostros de ellas dos, los sonidos, la sorpresa, la indecisión, el temblor, el alivio… Todo nos sirvió para aquella toma tan dura y tan real. Bueno, todo eso es el cine, claro. Una se hace directora de cine para vivir momentos así.