María José Solano/Zenda

Mafalda odia la sopa y ama a los Beatles, siempre está leyendo el periódico, escuchando la radio o hablando con un globo terráqueo sobre las últimas noticias. Estos días andamos de fiesta porque la nena cumple 60 años y para celebrarlo, además de recuperar sus tiras clásicas en unas bellísimas publicaciones editadas por Lumen, el sello perteneciente al grupo Penguin. 

—Si me permite, señora Mafalda, la llamaré de “usted” porque me impone respeto; he leído todas sus viñetas.

—Llamame como querás. Yo la llamaré de vos.

—Me dicen que ha volado en Iberia desde Buenos Aires para venir hasta aquí, hasta la Casa del Lector de Madrid.

—He venido en un vuelo muy cómodo, las azafatas han sido muy amables y mi escultor, el artista argentino Pablo Irrgang, no me ha dejado sola ni un minuto. Se me hizo cortísimo. Hasta tal punto que sentí como algo literal aquella frase metafórica mía: “Como siempre; apenas uno pone los pies en la tierra se acaba la diversión”.

—Metafórica y, si me permite, filosófica. Gracias a usted los niños de varias generaciones nos hemos enfrentado por primera vez con la filosofía.

—Pues no sé; siempre he hablado de política y, sobre todo, de psicología… Soy argentina.

—Pero han dicho de usted que practica un tipo muy personal de filosofía, definida como la “crítica de la razón Mafalda”.

—Yo lo que tengo, me parece, es un gran sentido común.

—¿Sabe usted lo que es el síndrome de Peter Pan? Lo sufren aquellos que no desean crecer, que desean ser siempre niños.

—Bueno, es cierto que ya tengo una edad y sigo siendo una nena, pero a mí no me responsabilices de eso; andá a pedir cuentas a Quino. Por otro lado, no me compares con el boludo de Peter, cuya incapacidad de adaptación la resuelve huyendo a una isla lejana. Por el contrario, yo mantengo una intensa relación de naturaleza dialéctica con el mundo adulto; no soy una niña convencional. Nací para representar la voz de una generación que miraba con escepticismo las promesas vacías de un mundo mejor que parecía no llegar. Y aquí seguimos todavía, sesenta años después, esperando.

—Umberto Eco, el eminente semiólogo, quedó impactado con sus historias cuando finalmente la tradujeron al italiano, escribiendo un texto donde la compara a usted con Charlie Brown, o Carlitos, como se le conoce en el mundo hispanohablante.

—Pues tampoco me parece mal eso, aunque Charlie es casi catorce años mayor que yo. Pero dejame decirte algo de Carlitos: como buen gringo, es neciamente idealista y persistente, pretende formar un equipo de béisbol y nunca lo consigue, y además no da pie con bolo, pero él insiste en ser el mejor, cuando es una nulidad y fracasa cada vez que intenta volar una cometa. Sin embargo, se mantiene inmune al desaliento: es un entrañable cabezota y un fracasado profesional que pese a todo es el más carismático de su pandilla de amiguitos. Para colmo, está loco por Lucy, una nena que nunca lo amará. Lo único que me gusta de verdad de Carlitos es su perro, Snoopy, aunque no lo envidio en absoluto, pues yo tengo un gato que lo supera en todo a ese Snoopy.

—¿Usted tiene un gato? No lo he visto nunca en sus tiras; lo más parecido a una mascota que vi allí es la tortuga Burocracia.

—“Buró la tortú” no es mía, sino de mi amigo Felipe. Pero bueno, tampoco soy yo la dueña de ese gato; tan solo soy su admiradora y ahora presidenta de su club de fans. Él tiene sus propias tiras y es un genio entre los genios. Se llama Gaturro.

—Eco también dijo de usted: «Mafalda pertenece a un país lleno de contrastes sociales que, sin embargo, quiere integrarla y hacerla feliz». ¿Está de acuerdo con eso?

—Pero este pibe, Eco, me fascina. Yo diría que mi país está lleno de contradicciones, más que de contrastes, y que la única tentativa que hace para integrarme es la que hacen todos los países del mundo con sus indefensos ciudadanos a partir de los cinco años: escolarizarlos.

—Leyendo sus tiras, uno deduce que usted nunca consiguió entender lo que sucedió en Vietnam, que no se explica por qué hay pobres, que desconfía del Estado y que recela de los chinos.

—Sí, y podría parecer confusión política, pero hoy, casi medio siglo después de aquellas afirmaciones, puedo decir que, teniendo en cuenta el panorama de mi país y la pasada pandemia de COVID, en lo referente al Estado y al recelar de los chinos no andaba tan mal encaminada.

—¿Qué recuerdos tiene usted de su infancia?

—Dicen que los argentinos nacemos de los barcos (de inmigrantes, entendeme el chiste) y que por eso necesitamos de un terapeuta de cabecera. Yo nací, como Atenea, de la cabeza de mi padre: en 1963, Miguel Brascó presentó a Quino, mi papá, a la agencia Agens Publicidad, que buscaba un dibujante que idease una tira cómica para la empresa de electrodomésticos Mansfield. Aunque la campaña nunca llegó a concretarse, al poco mi papá, Quino, me llevó a las páginas de la revista Primera Plana, donde debuté oficialmente un 29 de septiembre de 1964. Y de ahí al estrellato.

—¿Y su nombre, Mafalda, de dónde viene?

—Los publicitarios de Agens Publicidad querían empezar con las mismas letras de Mansfield, por lo que mi papá, después de escuchar el nombre “Mafalda” en la película Dar la cara (1962) del director José Martínez Suárez, decidió bautizarme de esa manera. Y lo que son las cosas, ahora ese nombre está más vinculado a mí que al bebé que acuna en esa escena de apenas unos segundos, la bellísima actriz barcelonesa Nuria Torray.

—Pero su triunfo no fue en solitario, estaba muy bien acompañada.

—Ay, mis amiguitos: Felipe, un soñador con tintes pesimistas, apasionado por los cómics, aterrorizado con el sistema educativo y algo tímido: lo amo; así te lo digo a vos, sin más rodeos. También estaban Manolito, el hijo de un comerciante, que se le nota por todos los lados que lo es; es un pibe pragmático y capitalista, no lo puede evitar. Y luego está ella, Susanita, obsesionada con el matrimonio y la maternidad. Nos llevamos fatal, porque ella encarna el arquetipo de la mujer tradicional, como mi mamá, y yo me opongo progresistamente a eso. Y no olvidemos al dulce Miguelito, cuya ingenuidad y optimismo a veces se me hacen insoportables, como la sopa. Y ya.

—¿Y su hermanito?

—Es verdad, olvidaba a mi hermanito pequeño. Guille es el que pone la ternura en mi mundo.

—Tampoco me ha dicho nada de sus padres reales; me refiero a los de las tiras.

—Ah, ellos. Mi mamá es ama de casa y mi papá trabaja fuera, en la oficina, pero no ama su trabajo; él ama las plantas… Bueno, un matrimonio convencional de clase media: ama de casa y amo de las plantas. Los quiero mucho, porque son mi contrapunto perfecto; el espejo donde se miraban y se siguen mirando muchos padres de ahora: incapaces de ponerse a la altura intelectual de su hija e incapaces de dar una respuesta satisfactoria a sus complicadas preguntas.

—¿Y qué opina usted del feminismo?

—La Mujer Maravilla y yo misma éramos un respiro en aquel mundo donde las mujeres simplemente no eran protagonistas. Quiero pensar que, a mis 60 años recién cumplidos, esta nena inteligente que soy, que cuestiona la autoridad y el statu quo, tal vez pueda seguir ayudando a las niñas del futuro a mirarse a sí mismas de otra manera. No deberíamos olvidar, ni entonces ni ahora, ni mujeres ni hombres, que la vida es linda, pero hay quien confunde “linda” con “fácil”.

—Hablando de dificultades, usted nació en un mundo revuelto y una Argentina políticamente crítica.

—¿Y cuándo no ha sido así? Pero efectivamente, nací en el contexto turbulento de la Argentina de la segunda mitad del siglo XX, marcada por la inestabilidad política y social. Era una etapa de lucha constante, tanto dentro de la Casa Rosada como en las calles, con el movimiento obrero, los sindicatos y los estudiantes, hartos de injusticias y desigualdades, demandando reformas. Pero te digo que sin ese telón de fondo, yo no habría podido ser quien soy. En ese ambiente de militancia activa y debates acalorados, creo que, como aquellos estudiantes que gritaban en las calles, yo alcé mi voz desde las tiras cómicas, como un personaje que, ahora tengo esa certeza y estoy muy orgullosa de ello, superé las expectativas de mi papá.

—También lo puso usted en algún aprieto político.

—Yo estoy muy orgullosa de mi papá, Quino, porque fue un hombre valiente que logró, a base de ingenio, esquivar en numerosas ocasiones la censura de los gobiernos. Y sin asustarse de las fuertes críticas, siguió aguantando todo lo que pudo, abordando los temas con sutileza, excelencia humorística e ingenio. Debo decirte que aquí, en España, sin embargo, la censura franquista obligó a los editores a colocar una banda sobre la portada de mi primer libro publicado, catalogándolo como “una obra para adultos”. Pero eso ocurrió hace mucho. Ahora estoy aquí, sentada en este banco de la Casa del Lector y mis tiras de humor siguen llenando, afortunadamente, las librerías.

—¿Cómo ve el mundo de hoy esta niña de sesenta años?

—Pues el mundo no me ha hecho cambiar de opinión: sigo pensando que hay cada vez más gente y menos personas, y de ellos, sigue siendo mayor la cantidad de gente interesada que la de gente interesante. Para colmo, han llegado para quedarse los medios de comunicación digitales, que no nos dejan tiempo para comunicarnos nosotros.

—¿Propone usted alguna solución?

—Lo ideal sería tener el corazón en la cabeza y el cerebro en el pecho. Así pensaríamos con amor y amaríamos con sabiduría, pero eso es muy difícil. Solo conozco una solución inmediata, y también la propuse hace tiempo: “¡Paren el mundo, que me quiero bajar!”.

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