Frédéric Fréry
A finales de octubre de 2024, el comité de empresa de Volkswagen anunció que la dirección del grupo tenía previsto cerrar tres fábricas en Alemania, lo que supondría la pérdida de decenas de miles de puestos de trabajo y una caída en los salarios. Con más de 200,000 millones de euros de deuda, el grupo se ha convertido en la empresa cotizada más endeudada del mundo. Sus ventas han bajado y sus costes (sobre todo de energía, personal e investigación y desarrollo) se han disparado. El 30 de octubre, Volkswagen confirmó estos temores al anunciar una caída de 63.7 % en el beneficio neto del tercer trimestre.
¿Cómo ha llegado a este punto el primer fabricante de automóviles de Europa, el mayor empleador industrial del país de la deutsche Qualität (calidad alemana), símbolo del capitalismo renano y de la cogestión armoniosa entre accionistas y sindicatos? Sin duda, como resultado de una serie de errores estratégicos, una gobernanza barroca y unas prácticas de gestión tóxicas.
Un modelo alemán
Volkswagen fue fundada en mayo de 1937 por el ingeniero austriaco Ferdinand Porsche, en respuesta a la petición de Adolf Hitler de un “coche del pueblo” (literalmente volkswagen en alemán). El resultado fue el bocho (escarabajo), un vehículo robusto, práctico y económico que llegó a vender más de 15 millones de unidades, destronando al Ford Modelo T como coche de mayor éxito en la historia del automóvil.
Sin embargo, a finales de los años 60 del pasado siglo, el diseño del bocho (motor trasero refrigerado por aire, tracción trasera) mostraba sus limitaciones. La salvación de la empresa residió en la adquisición de sus competidores Auto Union y NSU, fusionados en la marca Audi, que aportaron su experiencia en el diseño de vehículos de tracción delantera. Volkswagen se convirtió entonces en un auténtico grupo y el Golf (motor delantero refrigerado por agua, tracción delantera), lanzado en 1974, fue el símbolo de su renacimiento.
Durante los años 80 y 90, el Grupo Volkswagen se expande rápidamente mediante adquisiciones, con la compra de la española Seat en 1988, la checa Škoda en 1991, luego la inglesa Bentley y la italiana Lamborghini en 1998, sin olvidar los camiones MAN y Scania, las motos Ducati y los hipercoches Bugatti. Su cuota del mercado europeo pasó de 12% en 1980 a 25% en 2020.
En 2017, el grupo superó por primera vez a Toyota como primer fabricante mundial de automóviles. Volkswagen estaba entonces en la cima de su gloria, su eslogan –un tanto arrogante– era “Das Auto” (“El coche”), pero su caída iba a ser estrepitosa.
El clavo en el ataúd
El clavo en el ataúd de esta fina máquina industrial iba a venir de Estados Unidos. En 2015, la Agencia de Protección Medioambiental estadounidense reveló el dieselgate: el motor diésel TDI tipo EA 189 de Volkswagen emitía hasta 22 veces más óxidos de nitrógeno (NOₓ) que la norma en vigor. Volkswagen admitió entonces que desde 2009 había equipado sus vehículos con un software “trucado” capaz de identificar las fases de las pruebas y reducir las emisiones de NOₓ solo durante ellas.
En circunstancias normales, sin embargo, el software no funcionaba, por lo que los vehículos eran mucho más contaminantes de lo anunciado, lo que constituye un fraude ante las autoridades y un engaño ante los clientes. El problema es que el motor EA 189 se vendió en más de 11 millones de vehículos del grupo, en 32 modelos.
El escándalo fue sonado. Al multiplicarse las acciones judiciales en Estados Unidos y Europa, la caída de Volkswagen en la bolsa de Fráncfort fue de 40%. El presidente del consejo de administración del grupo se vio obligado a dimitir. En 2024, cuando aún no se habían dictado todas las sentencias, se estimaba que el asunto ya había costado a Volkswagen más de 32,000 millones de euros.
En un intento por recuperar su vigencia en un momento en que la imagen de sus motores diésel había quedado irremediablemente empañada, Volkswagen lanzó un colosal plan de reconversión hacia los vehículos eléctricos, anunciando una inversión de 122,000 millones de euros en 2023.
Desgraciadamente, sus primeros modelos eléctricos, poco competitivos frente a Tesla y los fabricantes chinos, tienen dificultades para conquistar un mercado en general deprimido desde la pandemia de covid-19.
Un modelo de negocio que se tambalea
En términos más generales, desde al menos principios de la década de 2000, el núcleo de la estrategia del Grupo Volkswagen ha estado relativamente claro –y, de hecho, compartido por la mayor parte de la industria alemana, con el apoyo activo de los cancilleres Gerhard Schröder y Angela Merkel–: vender a los chinos coches alemanes de calidad, fabricados con gas ruso. Dos acontecimientos precipitaron este modelo hacia el abismo: el embargo europeo sobre el gas ruso tras el estallido de la guerra en Ucrania, que hizo que se disparara el coste de la energía, y sobre todo el deseo de China de autoabastecerse de automóviles.
Volkswagen fue uno de los primeros fabricantes occidentales en invertir en China en los años setenta. Lideró el mercado local durante más de 25 años. A mediados de la década de 2000, mientras casi todos los taxis de Shanghai eran Volkswagen, todos los dignatarios del Partido Comunista Chino tenían que conducir un Audi A6 negro con los cristales tintados.
Volkswagen incluso había diseñado modelos ampliados específicos del Audi A6 según los deseos del partido. Los expatriados occidentales en Beijing también compraban Audi A6 negros con cristales tintados, sabiendo que ningún policía se arriesgaría a molestarles por miedo a tener que vérselas con un influyente personaje político.
Cambio de rumbo en Beijing
Pero en los últimos años, las instrucciones del Partido Comunista Chino a sus ciudadanos –y a sus dignatarios– han cambiado: ahora los chinos deben conducir vehículos chinos. Este cambio de rumbo es especialmente problemático para la rentabilidad del Grupo Volkswagen y parte de su caída. Audi se había convertido en su principal fuente de beneficios, y la mayor parte de ellos procedían de China. Esos días han pasado, por no mencionar el hecho de que fabricantes chinos como BYD —apoyados en gran medida por su gobierno— han desarrollado vehículos eléctricos que hacen difícil para el Grupo Volkswagen justificar sus precios más altos.
A este respecto, es divertido recordar que las palabras “made in Germany”, que durante décadas han garantizado el éxito mundial de los productos alemanes, eran originalmente una marca de infamia. En el siglo XIX, fue exigida por los industriales británicos, a quienes molestaba ver sus productos copiados por imitaciones alemanas de calidad mediocre y vendidos a bajo precio, lo que consideraban competencia desleal.
Para poder seguir vendiendo en Gran Bretaña, los fabricantes alemanes tenían que exhibir sistemáticamente en sus productos la mención “made in Germany”, que en aquella época despertaba tantas sospechas como hoy en día “made in China”. Pero las tornas han cambiado, y ahora son los productos chinos los que se están ganando rápidamente sus cartas de nobleza.
Gobernanza limitada
Además del estancamiento estratégico de Volkswagen, su gobernanza es especialmente problemática. El fundador de Volkswagen, Ferdinand Porsche, tuvo dos hijos: una hija, Louise, y un hijo, Ferdinand (apodado Ferry). Louise se casó en 1928 con el abogado Anton Piëch, que dirigió la fábrica principal de Volkswagen de 1941 a 1945. Ferry, por su parte, expandió enormemente la marca de automóviles deportivos Porsche, fundada por su padre en 1931.
Desde entonces, los primos Piëch y Porsche se enzarzaron en una encarnizada competencia por el control de Volkswagen, que llegó a su punto álgido en 2007, cuando Porsche intentó comprar el grupo Volkswagen, que era quince veces mayor que él. El fracaso de esta operación dirigida por la familia Porsche se tradujo en cambio en la absorción de Porsche por Volkswagen.
La figura central de este cambio de rumbo fue Ferdinand Piëch, hijo de Louise, que había comenzado su carrera con su tío Ferry, antes de incorporarse a Audi, y luego convertirse en presidente del consejo de administración del Grupo Volkswagen en 1993, y posteriormente del consejo de supervisión en 2002. Además de su profundo conocimiento del grupo (y de Porsche, de la que poseía personalmente 13.2% del capital), Ferdinand Piëch supo atraer el apoyo del Land de Baja Sajonia, donde tiene su sede el grupo y que posee 20% de sus acciones. El antiguo ministro-presidente de Baja Sajonia no era otro que Gerhard Schröder, canciller alemán de 1998 a 2005.
Esta maraña de luchas familiares e influencias políticas ha propiciado la caída de algunos en los órganos de dirección del Grupo Volkswagen. A todo ello se sumaron unas prácticas de gestión a menudo tóxicas.
Una cultura de gestión tóxica
Influida sin duda por las rivalidades familiares y la arrogancia descarada de haberse convertido en el número uno mundial, la cultura de gestión de Volkswagen derivó en lo que podría describirse como una dirección tóxica durante la era de Ferdinand Piëch.
Conocido por su intransigencia, ambición y autoritarismo, Ferdinand Piëch despedía con frecuencia a los directivos que juzgaba de bajo rendimiento. Se dice incluso que su respuesta favorita cuando un subordinado le planteaba un problema que no había sabido resolver era: “Sé el nombre de tu sucesor…”. Nunca dudó en cumplir esta amenaza, lo que puede explicar que algunos directivos asumieran riesgos temerarios, sobre todo durante el asunto del dieselgate. Sea como fuere, esta cultura del miedo no ha facilitado ciertamente los cambios que ahora son indispensables.
Por otra parte, desde el dieselgate, varios presidentes del consejo de administración del grupo han abogado por la emergencia de una nueva cultura de empresa, más descentralizada, que anime a hablar e incluso a denunciar. Pero cambiar una cultura es sin duda una de las tareas de gestión más difíciles que existen y la caída libre en la que Volkswagen se encuentra ahora no le permitirá hacerlo con ecuanimidad.
¿Qué le depara el futuro a Volkswagen? El colapso de sus ganancias inesperadas en China, su falta de éxito en los vehículos eléctricos, las secuelas del dieselgate, su deuda colosal y la necesidad de revisar su cultura, estrategia y gobernanza son nada menos que obstáculos titánicos.
Sin embargo, como dijo un antiguo ejecutivo de General Motors en los años 50: “Lo que es bueno para GM es bueno para América”, podemos suponer que Alemania nunca renunciará a Volkswagen, que gracias a su éxito –pero también a sus contradicciones– se ha convertido en un auténtico mito alemán.
Frédéric Fréry es profesor de estrategia en la ESCP Business School.
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation.