Miguel Ángel Santamarina/Zenda
El Holocausto fue la culminación de una historia de violencia que arrancó en el siglo XX, y tuvo uno de sus episodios más salvajes entre 1914 y 1918. Todos los países europeos contribuyeron, en mayor o menor medida, a que tuviese lugar ese primer gran enfrentamiento bélico, pero la idea que ha transcendido es que la responsabilidad fue exclusiva de Alemania y Austria-Hungría. Alexander Watson ha escrito uno de los mejores libros de la Primera Guerra Mundial, El anillo de acero (Desperta Ferro), y lo ha hecho desde la perspectiva de los perdedores, las Potencias Centrales, que vivieron cuatro años enjaulados, sometidos a un duro bloqueo naval que provocó la muerte de cientos de miles de civiles. El plan alemán para ejecutar una guerra relámpago en sólo seis semanas fracasó, pero esa decepción no impidió que los ejércitos germanos y austrohúngaros resistieran un intenso asedio desde varios frentes. Las ansías de los políticos y militares de las dos naciones centroeuropeas por atacar a Serbia, primero, y la descabellada campaña de ataques submarinos a naves enemigas y neutrales, después, provocaron el desmoronamiento de un imperio y una amarga derrota que sirvió de simiente para el advenimiento del nazismo.
Zenda habló con Alexander Watson del «cheque en blanco» que el káiser Guillermo II le dio a los militares austrohúngaros para empezar la contienda, acerca del error alemán de atacar a los barcos estadounidenses y sobre el macabro legado de odio y antisemitismo que dejó la Primera Guerra Mundial.
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—El planteamiento de El anillo de acero es original. Pocas veces se hace un libro, una película o una serie desde el punto de vista de los perdedores. En el caso de la Primera Guerra Mundial, después de leer su libro, el lector descubre que sabía muy poco de las Potencias Centrales, del Imperio austrohúngaro y Alemania de esos años. ¿Por qué ese desconocimiento?
—Mirar a través de los ojos alemanes y austrohúngaros me dio la oportunidad de investigar muchos temas que son cruciales en la Primera Guerra Mundial, pero que han quedado marginados en la mayoría de las narrativas, que fueron hechas desde la perspectiva de los vencedores. La Primera Guerra Mundial ocupa un lugar mucho más fuerte en la memoria británica y francesa que en la de los países de Europa Central. Su narrativa de la guerra como una victoria —terriblemente trágica— marca su relato. En Europa central y oriental —Alemania y las tierras del antiguo Imperio austrohúngaro— la Primera Guerra Mundial está, en gran medida, olvidada. La razón principal es que los horrores de la Segunda Guerra Mundial fueron aún mayores en esta región: genocidio, desplazamiento masivo, ocupación brutal, bombardeos sobre objetivos civiles… Tampoco ayudó que el Imperio Habsburgo colapsara y desapareciera tras la derrota. Esa guerra que había significado el fin del imperio no interesaba a las élites de los nuevos Estados-nación que lo reemplazaron. En Alemania se realizaron desde los años 60 investigaciones detalladas sobre la Primera Guerra Mundial, pero el conflicto siempre se consideró en retrospectiva y sólo fue importante como precursor de la Segunda Guerra Mundial. Esta interpretación presentaba al káiser Guillermo II y a su gobierno simplemente como pioneros de la beligerancia alemana que condujo a Hitler. Fue precisamente para llenar este vacío por lo que escribí este libro.
—Al principio del libro, afirma que fue el miedo lo que empujó a la guerra a las potencias centrales.
—Sí. Los líderes alemanes tenían ambiciones expansionistas en el extranjero, pero fue el miedo lo que los impulsó —más aún a los austrohúngaros— a ir a la guerra en el verano de 1914. Además, en términos militares, Austria-Hungría era una potencia en declive, en parte porque las disputas entre los pueblos dentro de sus propias fronteras paralizaron a su gobierno e impidieron una acción decisiva cuando, en la década anterior a 1914, sus vecinos y enemigos se estaban armando. Los últimos dos años antes de 1914 fueron profundamente aterradores para los líderes austrohúngaros. Los diplomáticos y generales eran dolorosamente conscientes de la debilidad de su Estado, de su falta de aliados fiables y de las potencias hostiles que los rodeaban. Las Guerras de los Balcanes (1912-1913) fueron un punto de inflexión: la visión de una coalición de estados más pequeños (Serbia, Bulgaria, Grecia y Montenegro), respaldada por la poderosa Rusia, derrotando y destruyendo las posesiones europeas de otro estado antiguo y multiétnico, el Imperio Otomano. «Después de Turquía viene Austria», ése era el eslogan que circulaba entre los funcionarios del Ministerio de Asuntos Exteriores de Austria-Hungría en 1914. Para Alemania, los cálculos fueron diferentes, pero también en este caso el miedo fue una emoción poderosa que impulsó a los líderes a asumir riesgos desastrosos y a estar dispuestos a tolerar la guerra. Las discusiones diplomáticas con Francia en la década anterior a la guerra habían abierto una carrera armamentista continental. En 1914, al igual que sus homólogos austrohúngaros, los líderes alemanes estaban preocupados por el cerco. Sin embargo, la clave para impulsar a Alemania a la guerra en 1914 fue el miedo a Rusia. El rearme ruso estaba aumentando más allá de un nivel que el ejército alemán era capaz de igualar, y en los años previos a la Primera Guerra Mundial, el Jefe del Estado Mayor alemán, Helmuth von Moltke, había abogado repetidamente por el lanzamiento de la llamada «guerra preventiva». El canciller alemán, Theobald von Bethmann Hollweg, también estaba muy preocupado. Apenas un mes antes de las hostilidades escribió: «El Imperio zarista se cierne sobre nosotros como una pesadilla cada vez más aterradora”.
—Francisco Fernando no era muy popular, y su muerte no desató en un primer momento una gran reacción popular en las Potencias Centrales.
—Sin duda, Francisco Fernando no era muy popular, pero, como heredero de una de las dinastías más antiguas y poderosas de Europa, era una figura reconocible internacionalmente y su muerte causó revuelo en todo el continente. Los medios de comunicación europeos impulsaron la historia: ¡nada tan bueno como la muerte de una celebridad real para vender periódicos! Sin embargo, no se debe subestimar el significado cierto y simbólico de la muerte de Francisco Fernando. Si pensamos en el ataque terrorista que marcó una época en nuestra era, el atentado de las torres gemelas por parte de Al Qaeda en 2001, ese objetivo fue elegido porque era el símbolo del poder económico de Estados Unidos, que apuntalaba su hegemonía como líder mundial, como superpotencia. Para Austria-Hungría en 1914, como imperio dinástico, la familia real presentaba un objetivo simbólico similar. Francisco Fernando no sólo estaba en el centro del poder; su persona representaba todo el futuro del Imperio Habsburgo. Su asesinato fue un desafío poderosamente emotivo contra la existencia misma de Austria-Hungría.
—Ha calado la idea de que Alemania fue el impulsor de las hostilidades. ¿Por qué?
—Bueno, los aliados, por supuesto, insistieron durante toda la guerra que Alemania tenía la culpa. El Tratado de Versalles de 1919 tenía una cláusula (artículo 231) que obligaba a Alemania a aceptar la responsabilidad de toda la devastación del conflicto. Esta admisión proporcionó la base legal para exigir enormes reparaciones. A lo largo de los años veinte y treinta, la indignación por esta “cláusula de culpabilidad de guerra” y los pagos de reparación obsesionaron a los alemanes y contribuyeron en gran medida a socavar su primera democracia. Sin embargo, sólo después de la Segunda Guerra Mundial la culpabilidad alemana por la guerra se convirtió en la opinión dominante entre los historiadores. Esto se debió en gran medida al historiador Fritz Fischer, cuya investigación descubrió evidencia de que el gobierno alemán alimentó algunos objetivos bélicos muy expansivos desde el principio del conflicto y que el ejército alemán había pedido una “guerra preventiva” en los años anteriores. Sin embargo, en los últimos años la opinión de Fischer ha sido ampliamente cuestionada. El cambio se produjo con la publicación del brillante libro de Christopher Clark, Los sonámbulos. Clark demostró de manera convincente que Serbia estaba en el centro de esta crisis y que Rusia y Francia se comportaron de manera beligerante. Creo que Clark tenía toda la razón al desviar la responsabilidad de Alemania, aunque también creo que es demasiado amable con Austria-Hungría.
—Guillermo II usaba de forma habitual una retórica beligerante, pero responsabilizó a Rusia de la guerra. ¿Cuál fue el verdadero papel del Káiser en todo ese desastre?
—Los monarcas de todos los grandes estados continentales tenían, constitucionalmente, reservada la última palabra sobre la política exterior y la guerra, y esto también se aplicaba a Guillermo II. Por lo tanto, no sorprende la idea de que los emperadores de Europa, sobre todo Guillermo II, fueron decisivos en el período previo a la guerra. Hubo una famosa serie de telegramas abiertos, publicados en periódicos en vísperas de la guerra, entre el káiser Guillermo II de Alemania y el zar Nicolás II de Rusia, instándose cada uno al otro a dar marcha atrás. En realidad, sin embargo, el Káiser no estaba dirigiendo la política exterior alemana en el período previo a la guerra. De hecho, su canciller, Bethmann Hollweg, intentó mantenerlo alejado con un crucero prolongado por el Mar del Norte en julio. El káiser era, como dice el refrán inglés, «All mouth and no trousers». Le gustaba hablar de lucha, pero cuando vio la respuesta de Serbia al ultimátum que le dio Austria-Hungría, después del asesinato del archiduque, comentó que “Toda causa para la guerra ha desaparecido”. Sin embargo, el káiser Guillermo II tiene una gran responsabilidad en involucrar a Alemania en la desastrosa guerra de 1914. Fue él quien dio a los austrohúngaros el famoso «cheque en blanco»: una promesa de apoyo incondicional que permitió a sus aliados tomar decisiones imprudentes que empujarían toda Europa a la guerra.
—La figura de Francisco José quedó muy mitificada en la sociedad española por las películas de Sisi. ¿Cuál fue su rol en el inicio del conflicto bélico?
—En Austria-Hungría, el ministro de Asuntos Exteriores, el conde Leopold von Berchtold, estaba en el centro de un círculo que presionaba por la guerra con Serbia, y le daba igual si un conflicto regional podía desencadenar un cataclismo europeo más amplio. Berchtold fue quien envió diplomáticos a Berlín para asegurar el apoyo alemán; él fue quien convenció a otros ministros para que apoyaran su postura a favor de la guerra y él también hizo redactar el infame y beligerante memorando a Serbia. Sin embargo, el emperador Francisco José también tiene una gran culpa por el sufrimiento que la guerra supuso para su pueblo y el colapso de su dinastía. Era un gobernante con experiencia: tenía ochenta y tres años en el momento de la crisis y había gobernado Austria durante más de seis décadas. Berchtold le consultó desde el principio y, si hubiera querido, podría haber insistido en un camino diferente. En cambio, cuando se reunieron el 30 de junio, dos días después del asesinato del archiduque Francisco Fernando, Francisco José y Berchtold acordaron juntos un enfoque duro hacia Serbia. Los monarcas y sus familias todavía tenían poder real en 1914. De hecho, una razón clave por la que Europa no fue a la guerra antes por los Balcanes —en 1912 o 1913— fue que Francisco Fernando había contenido a los halcones del Ministerio de Asuntos Exteriores y el ejército. Uno de los giros crueles de 1914 es que el asesinato de Francisco Fernando no sólo desencadenó una crisis internacional excepcionalmente peligrosa, sino que también eliminó a la figura real en Europa más capaz y dispuesta a imponer una política de paz.
—La influencia de los socialdemócratas alemanes fue muy grande, primero congregan a 100.000 personas en Berlín para protestar por la guerra y luego votan a favor de ella una semana más tarde. ¿Por qué se produjo ese rápido cambio de opinión?
—Lo resumo en dos palabras: «movilización rusa». Los socialdemócratas alemanes tenían una actitud antagonista hacia el Kaiser y el gobierno imperial y fuertes tradiciones internacionalistas e incluso pacifistas, pero sus líderes también eran patriotas que no se quedarían al margen cuando Alemania enfrentara un claro riesgo de invasión. También podría haber habido un cálculo político aquí por parte de algunos socialdemócratas. Aunque el Partido Socialdemócrata era el movimiento político más grande de Alemania en 1914, tenía una relación hostil con el régimen imperial y había sido tachado de «antipatriótico». Al exhibir tan públicamente sus credenciales patrióticas, algunos políticos socialdemócratas esperaban la reforma de la constitución de Alemania (y particularmente de su estado más grande, Prusia), que era solo parcialmente democrática, para dar a las clases trabajadoras una mayor participación en el gobierno.
—¿Qué rol tuvo Francia en la desestabilización de Europa entre 1905, cuando quiso hacerse con Marruecos, y 1914?
—Durante muchas décadas, los historiadores culparon a Alemania de agudizar las tensiones en Europa antes de 1914 por sus ambiciones imperialistas. Sin embargo, creo que ahora hay un consenso creciente de que fue Francia, no Alemania, la que intentó cambiar el delicado statu quo al apoderarse de más poder en Marruecos en 1905 y nuevamente en 1911. Es cierto que Alemania, al hacer demandas excesivas de compensación, exacerbó estas crisis, pero las luchas por la influencia en Marruecos muestran claramente que el imperialismo e incluso la agresión no eran de ninguna manera cualidades exclusivas del gobierno alemán. El imperialismo francés estaba, por lo tanto, en el centro de la tensión continental que allanó el camino para la Primera Guerra Mundial.
—La rápida movilización de la población alemana para luchar parece lógica, pero sorprende que también se produjera en un imperio tan fracturado como el de los Habsburgo, con tantos problemas internos con los nacionalismos.
—Quizá pueda sorprendernos. Creo que a menudo subestimamos la fuerza e incluso la legitimidad de los imperios europeos. Los estados-nación como Gran Bretaña, Francia y Alemania demostraron ser más resilientes durante el conflicto, pero el Imperio Ruso logró luchar hasta 1917 y los austro-húngaros permanecieron en la guerra hasta noviembre de 1918. La dinastía de los Habsburgo había gobernado gran parte de Europa Central durante siglos, y la longevidad otorga legitimidad a un régimen. Sin duda, había muchos conflictos en torno al idioma y otros derechos de nacionalidad dentro del Imperio Austrohúngaro para 1914, y habían dañado tanto a las instituciones del imperio como su posición en el mundo. Sin embargo, es muy notable que, aunque había muchos políticos clamando en voz alta por más poderes y más autonomía para sus pueblos, muy pocos antes de la guerra querían independencia. La mitad austríaca del Imperio había hecho mucho para garantizar derechos e integrar a los ciudadanos. Las minorías generalmente podían educar a sus hijos en su propio idioma y había sufragio masculino universal. Este era un estado moderno con ciudadanos que tenían un interés en el orden político, y eso dio sus frutos generosamente cuando se les pidió a los hombres que lucharan por él en 1914.
—Los alemanes y austriacos creían en una rápida y aplastante victoria, a pesar de la inferioridad numérica de sus tropas. ¿Su plan de derrotar a Francia y ganar la guerra en seis semanas era real?
—El general Helmuth von Moltke, jefe del Estado Mayor del ejército alemán, esperaba que las tropas en el ala derecha de su ejército pudieran rodear a su enemigo francés y destruirlo en sólo seis semanas. Era una ambición extraordinaria y, como el tiempo demostraría, completamente irreal. ¡Francia era una de las principales potencias militares de Europa! El despliegue alemán para la campaña inicial se basó en un plan elaborado por el predecesor de Moltke, el conde Alfred von Schlieffen, aunque el propio Moltke había modificado ciertos detalles clave. Un cambio importante fue que, mientras Schlieffen había querido invadir Francia a través de Países Bajos y Bélgica —naciones neutrales—, Moltke eliminó a Holanda de la ruta de sus ejércitos. Moltke recurrió a una apuesta tan desesperada por miedo a los rusos. Quería evitar una guerra en dos frentes. El ejército ruso completamente movilizado era enorme, pero necesitaba tiempo para reunirse. Esas primeras seis semanas fueron cruciales como la mejor oportunidad de Alemania para ganar una guerra europea rápidamente. Si la mayor parte del ejército alemán podía vencer a los franceses en seis semanas, entonces podría darse la vuelta y trasladarse hacia el este, antes de que los pocos defensores que se oponían a los rusos fueran aniquilados.
—Y después de esas seis semanas, lo que vino fue un largo asedio a las Potencias Centrales.
—Así es. Los alemanes no lograron vencer a los franceses, y esto llevó a una guerra de desgaste en la que los primeros estaban en una gran desventaja. Alemania y Austria-Hungría lucharon contra una coalición que, al final de la guerra, controlaba alrededor del 61 por ciento del territorio del mundo, el 64 por ciento de su producto interior bruto y el 70 por ciento de su población. Fue una lucha increíblemente desigual. La longevidad y la resiliencia de las Potencias Centrales son aún más notables cuando uno se da cuenta de la inmensa presión ejercida sobre ellos. Alemania y Austria-Hungría se encontraron atrapadas en un «anillo de acero», luchando en muchos frentes y aisladas del comercio mundial por la Royal Navy británica. Este asedio de cuatro años definió la experiencia bélica de Europa Central, radicalizó la violencia de la guerra y dejó en la región un legado maligno. Por esta razón titulé el libro El anillo de Acero.
—El alemán Moltke no obtuvo esa rápida victoria que anhelaba, pero consiguió algo muy importante para su país: que durante cuatro años la guerra se disputara en Francia y Bélgica, que la destrucción del campo de batalla estuviese lejos de Alemania.
—Sí, esto era muy importante. Bélgica estaba casi completamente ocupada y los franceses perdieron su región industrial más importante del noreste, así como muchas tierras agrícolas muy valiosas. Esto los hizo muy dependientes de sus aliados, los británicos, para obtener materiales clave. Proteger a Alemania de combates terriblemente destructivos fue muy importante para permitir que el país luchara hasta 1918. Sus grandes regiones industriales (el Ruhr en el oeste y Silesia Superior en el este) estaban en las fronteras del país y, por lo tanto, eran vulnerables. Ese logro también tuvo consecuencias más duraderas. El prestigio del ejército alemán y el atractivo popular del militarismo permanecieron intactos mucho después de la derrota en 1918; en parte, porque se veía que el ejército había salvado con éxito a Alemania de la invasión, y no se le culpaba por perder la guerra. El ascenso de Hitler a principios de la década de 1930 fue impulsado por ese mito, atractivo para muchos, de que el ejército alemán había luchado victoriosamente para salvar la Patria, y que la guerra se había perdido solo debido a la traición de los judíos y socialistas dentro del país.
—Destaca en su obra que el mayor error del Imperio austrohúngaro al comienzo de la contienda fue su obsesión con Serbia. ¿Por qué los Balcanes eran tan importantes para el mando de los Habsburgo?
—En primer lugar, Serbia fue el objetivo principal del ejército austrohúngaro porque su élite fue considerada responsable del asesinato del archiduque Francisco Fernando. Sin embargo, Serbia había sido una preocupación para los Habsburgo desde los primeros años del siglo XX. Su éxito en las Guerras Balcánicas de 1912 y 1913 inquietó profundamente a los líderes de los Habsburgo. Los Balcanes eran la única región en la que Austria-Hungría aún podía reclamar influencia como gran potencia. La expansión de Serbia y su intento de ganar un puerto en el mar Adriático fueron percibidos como un desafío. Además, el hecho de que durante esas guerras, una coalición de pequeños estados balcánicos organizada por el gran rival de los Habsburgo en la región, Rusia, lograra poner fin a más de medio milenio de dominio otomano en el sureste de Europa, fue visto como profundamente ominoso. La hostilidad hacia Serbia en 1914 no era sólo una cuestión de cálculo estratégico: era mucho más visceral y emotiva. El jefe del Estado Mayor de los Habsburgo, Franz Conrad von Hötzendorf, estaba obsesionado con Serbia; propuso la guerra contra el país en veinticinco ocasiones sólo en 1913.
—»No existe Galitzia, solo existe la Gran Rusia». Esta frase la dijo el zar en Leópolis en 1915. ¿Qué importancia tuvo el nacionalismo ruso en la guerra?
—No creo que el nacionalismo ruso fuera una causa principal del estallido de la Primera Guerra Mundial, pero el imperialismo ruso contribuyó a ella de forma significativa. La imagen que los líderes rusos tenían de su país como el líder natural de los pueblos ortodoxos y eslavos explica en gran medida su apoyo belicista a Serbia tras el asesinato del heredero austrohúngaro. Rusia sí desarrolló objetivos bélicos agresivos una vez que estalló el conflicto. Su objetivo más importante era abrir el acceso marítimo a través de Constantinopla (Estambul) para que los buques de guerra rusos pudieran pasar libremente entre el Mar Negro y el Mediterráneo. Sin embargo, una vez que las tropas del zar invadieron Austria-Hungría, también pareció presentarse una oportunidad para anexar a Rusia las partes de habla ucraniana del imperio. El zar insistió en que lo que hoy es Ucrania occidental era «tierra rusa primordial» y que los hablantes de ucraniano no eran una nación separada, sino solo una rama subordinada del gran pueblo ruso. La justificación de Vladimir Putin para la guerra actual contra Ucrania está arraigada precisamente en esta ideología de finales del siglo XIX. La violencia de su ejército contra la nación y la cultura ucranianas también refleja la del ejército del zar en 1914.
—Asociamos las masacres de población civil, sobre todo, con la Segunda Guerra Mundial, pero en la Primera Guerra Mundial también se cometieron. Uno de los ejércitos que más realizó fue el austrohúngaro, como la matanza de los rutenos, en la que murieron 30.000 ucranianos.
—La limpieza étnica —olvidada— en Europa del Este durante la Primera Guerra Mundial es un tema que he querido resaltar en mi obra. También fue el tema central de mi otro título publicado por Desperta Ferro, La Fortaleza. Ese libro tiene como enfoque el asedio más largo de la guerra, en una ciudad-fortaleza clave de los Habsburgo llamada Przemyśl, y cuenta la historia de la brutal lucha y de la limpieza étnica en Galitzia contra ucranianos y judíos en 1914 y 1915. Aunque la Segunda Guerra Mundial se recuerda mucho mejor, fue su predecesora la que abrió la puerta a una violencia extraordinaria en Europa: luchas brutales, estrategias de hambre, persecución de minorías, limpieza étnica antisemita… De hecho, una de mis principales motivaciones para escribir ambos libros fue argumentar que no se puede entender por qué Europa Central y del Este se empapó de sangre y se convirtió en el epicentro del Holocausto y los enfrentamientos interétnicos en la década de 1940 a menos que se conozca el daño social, la polarización política y los odios raciales llevados al límite por la Primera Guerra Mundial. Fue ese conflicto anterior el que rompió tabúes, levantó amargos prejuicios y llevó a toda la región por un camino de violencia inimaginable. Los rusos fueron extremadamente brutales en 1914. Invadieron Alemania y ocuparon una parte del país hasta la primavera de 1915, uno de los muchos incidentes olvidados de la Primera Guerra Mundial que destaco en El anillo de acero: asesinaron o ejecutaron a alrededor de 1.500 civiles y deportaron a otros 13.000, de los cuales un tercio pereció en el internamiento en Rusia. El Holocausto que se produjo 25 años después no surgió de la nada. Europa Central y del Este fue el epicentro de una violencia étnica y racial expansiva ya desde 1914.
—¿Cómo es posible que las potencias centrales aguantaran ese asedio que hemos mencionado antes y que estuvieran a punto de ganar la guerra en 1917?
—Esa es la gran pregunta. Y explicar cómo las Potencias Centrales lograron luchar contra lo que el Kaiser Guillermo II llamó «un mundo de enemigos» durante tanto tiempo está en el corazón de mi libro. En parte, la respuesta depende de la economía. Los alemanes no estaban bien preparados para una guerra de desgaste, pero comenzaron a adaptarse rápidamente. Por ejemplo, ya en las primeras semanas de la guerra, los empresarios alemanes alertaron al gobierno sobre la importancia decisiva que tendrían las materias primas industriales en el conflicto y se elaboraron inventarios de lo que Alemania tenía disponible. Donde existían deficiencias críticas, a veces, podían compensarse mediante la innovación tecnológica. Un buen ejemplo son los nitratos, cruciales tanto para la producción de fertilizantes como de explosivos. Alemania perdió sus suministros de Chile, la principal fuente antes de la guerra, por el bloqueo británico. Un científico judío ganador del Premio Nobel, Fritz Haber, inventó un método para sintetizar amoníaco a partir del nitrógeno en el aire, un descubrimiento crucial que mantuvo a Alemania en la guerra. El ejército alemán también le ganó tiempo al país gracias a su habilidad operativa. Por supuesto, el plan inicial de los generales para derrotar a Francia en seis semanas no solo fue imprudente, sino un desastre. Su invasión de la Bélgica neutral llevó a Gran Bretaña —la superpotencia global de 1914— a la guerra. Sin embargo, como comentábamos antes, al menos aseguró que la lucha en el oeste se llevara a cabo en suelo extranjero, poniendo la carga sobre los franceses y británicos para lanzar costosos ataques durante gran parte del conflicto. Los alemanes también ganaron una enorme franja de territorio en el Este en el verano de 1915, abarcando gran parte de la actual Polonia y la región báltica, cuyos recursos explotaron sin piedad. Austria-Hungría fue mucho menos dinámica y exitosa, tanto económica como militarmente. Lo que ambas potencias tenían en común, sin embargo, era la resiliencia de sus pueblos. Las poblaciones de ambas potencias sufrieron y se sacrificaron, pasaron hambre bajo la movilización total y el bloqueo británico, y enfrentaron un duelo masivo en algunas de las peores batallas del siglo XX. El Anillo de Acero es su historia.
—¿Cuál fue la influencia de la Revolución Rusa en la resolución de la I Guerra Mundial?
—Mucho menos de lo que se podría haber esperado. La revolución rusa de marzo de 1917 podría haber entregado la victoria a los alemanes. Llegó en un momento de crisis para los aliados. A los británicos se les estaba acabando el dinero y la disposición de los estadounidenses para prestar más se estaba agotando. El ejército francés en el Frente Occidental estaba luchando contra una ola de motines. Rusia rápidamente cayó en la anarquía después de la revolución; un colapso acelerado por la astuta decisión de los alemanes de ayudar a Lenin a regresar. El exitoso golpe de los bolcheviques en noviembre fue un segundo paso hacia la paz en el Este, que finalmente se firmó en Brest-Litovsk en marzo de 1918. Sacar a los rusos de la guerra fue un logro extraordinario, y el tratado de Brest-Litovsk parecía garantizar una hegemonía alemana duradera en Europa del Este. El desastre para los alemanes, sin embargo, fue que cuando estalló la Revolución Rusa, ya habían desperdiciado su oportunidad de ganar la Primera Guerra Mundial. Poco más de un mes antes de la revolución, el káiser alemán Guillermo II había sucumbido a la presión de sus almirantes y generales y lanzó una guerra submarina sin restricciones. Ésta fue una nueva y despiadada campaña marítima, ilegal según el derecho internacional contemporáneo, en la que los submarinos alemanes hundían a la vista todos los barcos, incluidas las embarcaciones neutrales, en las aguas alrededor de las Islas Británicas y en el Mediterráneo. El Almirantazgo había prometido que esta táctica asfixiaría a Gran Bretaña y la obligaría a pedir la paz en solo cinco meses. Eso no sucedió. En cambio, en respuesta al hundimiento de sus barcos, Estados Unidos declaró la guerra a Alemania el 6 de abril de 1917. Esto hizo que la derrota alemana fuera inevitable. Como escribo en el libro, el lanzamiento de la campaña submarina sin restricciones fue «la peor decisión de la guerra»: con ella, los alemanes arruinaron lo que debería haber sido el impacto decisivo de la revolución rusa y arrebataron la derrota de las garras de la victoria.
—Terminamos. Después de cuatro años de guerra, las élites de las Potencias Centrales, las mismas que la iniciaron, decidieron ponerla fin tras el fracaso de su intento de «Revolución desde arriba». Fue el final de los Habsburgo. ¿Qué influencia tuvo esa fragmentación del Imperio austrohúngaro en las décadas siguientes y en la Segunda Guerra Mundial.
—Las élites, tanto en Austria-Hungría como en Alemania, no tuvieron más remedio que poner fin a la guerra en el otoño de 1918. En el Frente Occidental, el ejército alemán estaba en problemas. Las ofensivas francesas y británicas lo habían forzado a retroceder rápidamente hacia sus propias fronteras desde julio, y las tropas estadounidenses estaban presentes en tal número que era evidente que la derrota era inevitable. El liderazgo militar alemán intentó una «revolución desde arriba», a principios de octubre de 1918, colocando a políticos elegidos democráticamente en el poder. Este fue un intento cínico de desviar la culpa y prevenir una «revolución desde abajo». Al final, el káiser fue obligado a abdicar el 9 de noviembre. La maniobra resultó efectiva para oscurecer la responsabilidad de los líderes militares en la terrible situación de Alemania. El ejército mantuvo su prestigio durante todo el período de entreguerras, y los políticos democráticos y la República de Weimar democrática, que siguió al desacreditado régimen imperial después de 1918, fueron manchados con la vergüenza de la derrota. En Austria-Hungría, un intento de reforma a medias para dar más poder a las nacionalidades en el otoño de 1918 llegó demasiado tarde. El colapso del imperio se produjo casi sin derramamiento de sangre, pero hubo pequeñas guerras desagradables después, ya que los estados sucesores se disputaban el territorio. Austria-Hungría merecía desintegrarse; después de todo, sus élites llevaban la mayor parte de la responsabilidad por iniciar el cataclismo y se habían deshonrado y deslegitimado completamente durante 1914-18 a través de su mala gestión y liderazgo despreocupado. Los estados-nación parecían ofrecer esperanza para el futuro a la mayoría de las personas en la región. Sin embargo, el nuevo orden estatal en Europa Central nunca logró una amplia aceptación o legitimidad. La base ideológica sobre la cual Europa se reorganizó después de la Primera Guerra Mundial —el ideal de «autodeterminación nacional» del presidente estadounidense Woodrow Wilson— sonaba sensata, pero los perdedores, los alemanes y los húngaros, fueron tan claramente excluidos y discriminados en la división del territorio que, entre ellos, la negativa a aceptar el nuevo statu quo fue casi universal. Europa Central era una región altamente mixta étnicamente, y los nuevos estados más importantes (Polonia, Checoslovaquia y Yugoslavia) tenían todos grandes minorías amargadas, lo cual resultaría ser una gran debilidad. No hubo una verdadera reconciliación después de 1918. En su lugar, la revancha, la venganza y el racismo, incluido un amargo antisemitismo que fue el legado de la guerra, estaban integrados en el sistema. Esto hirvió a fuego lento durante dos décadas antes de estallar en un horror —predecible— que superó incluso al de la Primera Guerra Mundial. Es una historia muy sombría.