Por Jill Langlois/NYT
Gilberto Gil llevaba un mes viviendo en el exilio cuando vio por primera vez a Bob Dylan subir al escenario.
Fue en agosto de 1969, cuando Gil, que ahora es una figura internacional venerada con 60 años de carrera a sus espaldas, acababa de cumplir 27 años. La dictadura militar de Brasil le había “invitado” a abandonar el país tras una detención por “incitar a la juventud a la rebelión” durante un espectáculo en Río de Janeiro, entre otras acusaciones. Obligado a huir, Gil eligió Londres —punto de encuentro de músicos y artistas expatriados, con su dinámica escena cultural y su libertad artística— como nuevo hogar.
Llegó justo a tiempo para el Festival de la Isla de Wight y supo que no podía perderse la oportunidad de ver a Dylan tocar en su primer concierto desde que un accidente de moto casi acabara con su vida.
“Es esa pasividad, casi”, dijo Gil en una entrevista reciente. “Esa calma que tiene en el escenario, sin muchos gestos exuberantes. De eso quería empaparme y aplicarlo a mi propia actuación”.
Y a lo largo de los años, tanto si su imagen era la de un incitador de la juventud como la de un filósofo perspicaz, lo consiguió. Incluso cuando Gil subió al escenario en São Paulo este mes de abril en su gira de despedida, fue la elocuencia de sus palabras y los recuerdos que evocaba su música lo que cautivó a 40.000 admiradores.








