C. Rubio Rosell/Zenda

A finales de 2019, la periodista mexicana Anabel Hernández publicó en México un libro que, al igual que su anterior obra, Los señores del narco (2010), no versaba sobre el folklore de los capos, sus canciones, sus mujeres, su forma de vestir, sus lujos, pistolas, disparos y violencia, sino que trataba de evidenciar un problema de fondo: la complicidad del Estado mexicano y algunas instituciones prominentes de los Estados Unidos encargadas de la lucha contra el narcotráfico con quienes durante décadas han traficado drogas, y desvelaba, con meridiana objetividad y sin los adjetivos que inundan los titulares que encantan al periodismo amarillista, la forma en que opera el grupo criminal dedicado a esos menesteres más famoso de México: el Cártel de Sinaloa, una mafia que, al menos desde los años setenta del siglo pasado, ha llegado a acumular un poder tal que, como escribe Hernández, les ha dado la capacidad de someter a poblados, ciudades y provincias enteras, y hasta poner de rodillas a presidentes de la República; una organización que, según un informe del Instituto de Análisis para la Defensa de los Estados Unidos que asesora al Departamento de Defensa de ese país, tiene presencia en prácticamente todo el continente americano y opera en Europa mediterránea, balcánica y central, en Rusia, India, Turquía, China, Tailandia, Laos, Corea del Norte y Corea del Sur, algunos países de África Occidental y llega hasta Australia y Nueva Zelanda; un grupo que para su operativa ha llegado a formar una coalición de algunos de los principales narcotraficantes mexicanos, que han trabajado en concierto para protegerse mutuamente y mantener sus negocios, funcionando sin problemas como una federación de negocios, conectándose por familias, matrimonios o comunidades y que han seguido funcionando incluso cuando sus principales líderes han desertado, han sido encarcelados o asesinados. El libro se titula El traidor, y se sustenta en el diario secreto que llevó durante años Vicente Zambada Niebla, hijo del fundador y jefe máximo del cártel de Sinaloa: Ismael el Mayo Zambada. En este libro, que acaba de publicarse este verano en España bajo el sello de editorial Grijalbo, Anabel Hernández ofrece un retrato, contado en primera persona por “Vicentillo”, su vástago más querido, del verdadero rey del narcotráfico en México en el último medio siglo; un hombre que fue el maestro y guía del famoso Chapo Guzmán; un hombre que ha visto caer amigos y enemigos, proveedores, socios, competidores, familiares, empleados del gobierno y hasta sus propios hijos, internándose para ello en los laberintos y secretos del Cártel de Sinaloa. Pautada por la voz del hijo mayor del Mayo, la narración se enriquece con diversos documentos y testimonios tomados de las propias declaraciones en las cortes americanas donde algunos narcos han sido juzgados, así como de las entrevistas que la autora hizo al abogado Fernando Gaxiola, abogado de “Vicentillo”, quien le expuso, hasta el día en que falleció a causa de un cáncer, diversos pormenores que forman parte de la historia del cártel, incluyendo sus vínculos más secretos con organismos como las diversas policías y el ejército mexicanos o la DEA. “Me pidió que diera a conocer la historia”, escribe, “porque estaba convencido de que así la gente podría entender qué es el Cártel de Sinaloa en realidad, de qué materia está hecho, de dónde emana su poder. Así la gente podría entender que muchas historias que dicen los gobiernos americano y mexicano son falacias”. Así pues, el lector de este libro encontrará verdades incuestionables, como aquella que señala que la meta del tráfico de drogas es hacer dinero, y con ese dinero obtener el beneficio del poder y la capacidad de corromper. Gaxiola lo expone con un ejemplo: “El Cártel de Sinaloa es como la Ford (…). Ford no vende directamente los carros, no administra cada negocio que distribuye coches, Ford sólo los produce, quien vende los coches son las agencias automotrices, que pertenecen a particulares. Entre los compradores al mayoreo suele haber conflictos porque amigos o gente les roban la mercancía o los clientes. Una vez que los mayoristas les compran la droga, cada uno la mueve a los Estados Unidos bajo su propio costo y riesgo. Pero quien le compra al Mayo generalmente le pide ayuda para transportar la droga a Estados Unidos. Le dicen: “¿Quieres dinero o te pago con coca?”. Al Mayo no le gusta arriesgar, así que prefiere que le paguen con dinero. El juego del narcotráfico es un juego de inversiones de alto riesgo, como en la bolsa de valores. Si ganas, ganas mucho y de inmediato, si pierdes, no te recuperas sino hasta la siguiente inversión riesgosa. Hay muchos que le entran al juego, gente de todo tipo, que no te imaginas. Entre todos invierten para la compra y transporte de cocaína, si la operación es exitosa se comparten las millonarias ganancias, si no, comparten las pérdidas”. Para proteger estas inversiones, los narcos necesitan seguridad, y es ahí donde entra en juego la corrupción, pues al ser ilícita su actividad, deben cubrirse las espaldas sobornando a quienes velan por el cumplimiento de la ley, es decir, la policía y el ejército. De modo que la nómina del cártel se engrosa. Según el testimonio ofrecido por el hijo del Mayo tanto a Anabel Hernández como en la corte de Chicago, donde en febrero de 2010 se instruyó su juicio tras ser extraditado a Estados Unidos, un hombre de máxima confianza del Mayo, apodado el Doctor, quien “tenía muchos contactos con la Secretaría de la Defensa Nacional, la PGR, la Marina y la Secretaría de Seguridad Pública Federal”, era “el responsable de pagar semanal o mensualmente los sobornos a los altos mandos de dichas corporaciones”. A cambio de los sobornos, apunta “Vicentillo”, los funcionarios del gobierno de México “proveían: 1) Información relacionada a operaciones contra el Cártel de Sinaloa, sus miembros y asociados. 2) Asistencia directa cuando miembros del Cártel de Sinaloa y sus asociados eran detenidos o sujetos a aseguramiento de droga. 3) Hacían acciones para arrestar o asesinar a enemigos del Cártel de Sinaloa”. Otra perla al respecto, contada por escrito por el hijo del Mayo: “Se les paga al [coordinador de la Policía Federal y la Agencia Federal de Investigación] de Sinaloa, al de Nayarit, al de Jalisco, al de Baja California, al de Chiapas, al de Chetumal. Cuando cambian de comandante en las plazas, antes de que el encargado se vaya, él mismo te presenta al nuevo (…). El 99% de la PGR (Procuraduría General de la República) es corrupta, y nosotros les damos todo el dinero (…). No hay ni un solo funcionario que no tome dinero”. Estos son los mimbres del narcotráfico en México. Y con ellos se ha construido un imperio paralelo, un imperio legal que en el caso de Ismael el Mayo Zambada está constituido por empresas de todo tipo y ramo, desde ganadería, agricultura y constructoras hasta talleres mecánicos, gasolineras y hoteles, fundadas gracias a prestanombres e incluso bajo la titularidad registrada oficialmente de familia directa del capo, donde se asienta que pueden dedicarse a la “compraventa de mercancías, cualquiera que sea su tipo, para su exportación o importación, para su venta en territorio nacional o extranjero”. En el colmo de la arrogancia, el Mayo Zambada llegó a tener una guardería que recibió, al menos hasta el sexenio de Enrique Peña Nieto y a través del Instituto Mexicano del Seguro Social (IMSS), contratos millonarios, lo que, en efecto, como escribe Anabel Hernández, es una ironía, pues “mientras las huestes del Cártel de Sinaloa imponen su ley de plomo a la sociedad de Culiacán, el gobierno deja en las manos de los parientes del Mayo, jefe supremo del cártel, a los mismos niños, quienes fuera de la guardería deben vivir en el terror creado por la organización criminal”. El extremo de esta situación se confirmó cuando la autora solicitó a la Fiscalía General de la República, que presidía y que a día de hoy sigue presidiendo para el gobierno de doña Claudia Sheinbaum, información sobre bienes muebles e inmuebles asegurados a Ismael Zambada García, el Mayo, y su hijo Vicente Zambada Niebla, “Vicentillo”. Ocurrió lo que todos imaginan, con un añadido que hace llevarnos las manos a la cabeza: la fiscalía, de acuerdo con información entregada por el Instituto Nacional de Transparencia por medio de la resolución RRA/10760/19, notificada el 19 de octubre de 2019, “se negó a dar la información porque hacerla pública puede causar (la cursiva es mía pero la cita es textual) una alteración profunda que sufre una persona en sus sentimientos, afectos o creencias, decoro, honor, reputación“. El colofón de este magnífico libro llega cuando, al ser juzgado “Vicentillo” en la Corte del Distrito Norte de Chicago, donde luego de años de delación y colaboración el hijo del Mayo recibió su sentencia, el juez instructor, Ricardo Castillo, afirmó públicamente: “He estado involucrado en el frente de la llamada guerra contra las drogas. Personalmente he arriesgado mi vida al tratar con narcotraficantes colombianos, y sería el primero en admitir aquí en un juicio abierto, para que quede constancia, después de 25 años de ser un juez federal, que, si hay una llamada guerra contra las drogas, la hemos perdido. La hemos perdido”. Y antes de sentenciar a “Vicentillo” a 15 años de cárcel, añadió: “Tal vez hemos perdido la guerra contra las drogas, pero no podemos darnos el lujo de perder la guerra contra el crimen”. Hay que pensar esto muy detenidamente. Y este libro de mi paisana Anabel Hernández y otros de su autoría y los de muchos periodistas que se han jugado la vida perdiéndola incluso tratando de mostrarnos la cruda realidad de este negocio, nos deben hacer reflexionar sobre ello, sobre las prácticas en las que se funda el narcotráfico y la evidente e imperiosa necesidad de legalizar las drogas a nivel mundial para acabar con un trasiego de vidas que, a día de hoy, no cesa. ¿Habrá valor o podrá más la codicia? Nosotros mismos.

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