Miguel Ángel Santamarina/Zenda

Los diarios son fundamentales en la escritura de muchos autores. Estos dietarios impregnados de cotidianeidad y guiados por la introspección han impulsado la creación de grandes escritores como Sylvia Plath, Josep Pla, Susan Sontag o Virginia Woolf, entre otros muchos. Irene Reyes-Noguerol, antes de ser señalada por la varita mágica de Granta, dedicaba buena parte de su tiempo a escribir —con tinta invisible— todo lo que se le pasaba por la cabeza en su diario de Harry Potter. Irene no ha dejado de garabatear con pasión en las libretas, sin normas ortográficas: sustantivos, adjetivos, preposiciones y adverbios arrastrados por un torrente creativo. Una vez pasada la fiebre, a Reyes-Noguerol le toca ordenar, clasificar y puntuar en el escritorio. Dos mundos separados que acaban entrelazándose en las planchas de la imprenta. De ahí salió un libro de relatos magnífico, una colección de doce cuentos soberbia, Alcaravea (Páginas de Espuma), un monólogo poético que atraviesa al lector dejando una herida que tardará en cicatrizar. Ha sido Luna Miguel quien, de forma certera, mejor ha definido a esta Alcaravea: estos relatos son de una belleza insoportable.

Irene Reyes-Noguerol habló de la importancia de la oralidad en la escritura, acerca de la necesidad de tener siempre una esperanza y sobre ese sentimiento que nos cobija, la ternura.

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—Vamos con la alcaravea. Una planta medicinal que, según dicen, calma a los pequeños cuando tienen dolor. Sin embargo, en los relatos de su Alcaravea los pequeños no dejan de llorar.

—En el libro aparecen muchos niños porque la infancia es una etapa de la vida que siempre me ha interesado. La niñez es un momento de transición, una etapa de descubrimiento a medio camino entre la ficción y la realidad, donde la imaginación tiene un papel importantísimo. No me gusta el concepto tradicional que tenemos de los niños, tan estereotipado. Nos centramos en algunas características de la infancia, como la ingenuidad, la dulzura, los juegos; pero la niñez tiene también una parte más oscura, más interesante, que tiene lugar cuando se tienen que enfrentar a momentos que quizás no les corresponden por su edad. Los niños que aparecen en Alcaravea se encuentran inmersos en unas situaciones realmente dolorosas, a veces incluso trágicas. La violencia aparece en bastantes ocasiones. Y eso tienen que digerirlo y enfrentarse a ello sin las herramientas que tenemos los adultos. Me interesa, sobre todo, ese momento de cambio, cuando están sintiendo muchísimas modificaciones en su vida, justo antes de la preadolescencia. Hay una evolución, una metamorfosis y una ruptura brusca entre el mundo idealizado de la infancia y ese primer encuentro con el horror que muchas veces trae el universo de los adultos. Hay un choque frontal entre esos dos mundos, que al principio son dispares, pero que deben convivir en un determinado momento.

—La alcaravea también ayuda a curar las heridas de las madres.

—Sí. También aparecen muchas madres en mis escritos. Las relaciones maternofiliales siempre me han llamado muchísimo la atención; en el sentido que hemos comentado antes, buscando huir de esa figura estereotipada de la madre perfecta de película americana que lo hace todo bien, y también de ese tipo de madre que está surgiendo en muchos relatos y en muchas novelas actuales, donde parece que la relación con los hijos tuviera que pasar necesariamente por la culpa y por lo terrible. Quiero alejarme de esas dos visiones, porque no me parecen perspectivas completas. Me gusta que las madres sean lo más realistas posible, que tengan su identidad, su problemática —que en la mayoría de las ocasiones afecta a los niños—, pero que muestren afecto, cariño y humanidad. Los personajes planos y maniqueos no me resultan atractivos.

—Además, esta planta sirve para el puchero. Dicen que es amarga y también dulce. A usted el guiso le ha quedado sobre todo amargo…

—(Risas) Las situaciones que aparecen en estos textos son difíciles y algunas bastante horribles; como estamos hablando: violencia, abuso, abandono… A mí, como a todos los escritores, siempre me han resultado más interesantes esas zonas más oscuras del ser humano. Es entonces cuando lo que somos realmente aparece de una manera mucho más nítida, más clara, como si de alguna forma consiguiéramos desnudar nuestra psicología y nuestros sentimientos. Cuando se producen estos momentos de dolor, de desgarro, de duelo, estamos mucho más expuestos. Aparece todo aquello que somos, que guardamos no solamente a ojos de los demás, sino incluso a nosotros mismos. Son momentos duros, y aunque es verdad que son amargos, siempre he querido pensar que hay algún tipo de ternura, de dulzura, de bondad. No me interesa un tipo de narración plenamente derrotista, pesimista, cínica en algunas ocasiones. Quiero pensar que dentro de lo malo siempre hay algo positivo; que haya una esperanza que permita a los personajes sobrellevar la situación, aunque no consigan superarla.

—Ha mencionado la ternura.

—Sí. Para mí, la ternura es un sentimiento fundamental. Nos fijamos mucho en lo que a mí me ha gustado llamar pasiones verticales, esos sentimientos que llegan y nos rompen, pero que son efímeros, como por ejemplo el inicio del enamoramiento, los celos, el desgarro, el duelo… Son pasiones muy fuertes, pero que tienen una duración determinada. Hay otros sentimientos más pausados, como puede ser la ternura, que me resultan más interesantes y se han tratado menos veces en literatura. Son sentimientos trascendentes y permanentes. Tienen cierta horizontalidad cronológica. Son pasiones que no terminan de arrollarnos. Se trata de algo que tenemos que ir cultivando poco a poco, como si fuera una flor que tenemos que ir regando día a día y así va creciendo. Creo que no podría entender la literatura sin estos sentimientos: ternura, compasión… La compasión —que está relacionada con la piedad en un sentido religioso— a nivel etimológico significa sentir con el otro, sufrir con el otro. Me parece hermosa esa capacidad que tenemos los seres humanos de ponernos en el lugar de otra persona; esta es la esencia de la literatura: experimentar el mundo como lo está experimentando otra persona.

—En sus relatos hay mucha hambre.

—Sí. Hay personajes de un extracto social bastante bajo en la segunda mitad del libro. Pienso, por ejemplo, en el último cuento, el de mi bisabuela. Ella tuvo una infancia mucho más difícil que la que tienen los niños de hoy en España: privada de muchas cosas que nosotros hoy sí tenemos.

—Nos avergüenza que en nuestra familia se haya pasado hambre.

—Sí. Nos avergonzamos de muchas cosas de nuestra familia. Muchas de esas historias permanecen silenciadas por miedo, por pudor o por vergüenza. A mí siempre me han fascinado esos relatos, ese coraje que tuvo la generación de gigantes de mis abuelos y la de mis bisabuelos, que sin recursos consiguieron sobreponerse a las durísimas circunstancias de la posguerra. Ese es un tema fundamental y que tiene que aparecer, porque es un contexto que ha marcado mi genealogía y que también tiene una influencia universal. Me acuerdo del cuento de mi libro que está protagonizado por una bailarina que se tiene que someter a la explotación sexual. Ahí aparece el hambre. Esta chica vive con su madre en un barrio marginal. Tienen que recurrir a la prostitución para sobrevivir. El personaje de la madre consuela a la chica y a la vez la empuja a ese mundo del que sabe que no va a poder salir. Estas mujeres están marcadas por el hambre.

—En Alcaravea hay mucha nana, mucho cuentacuentos, mucha oralidad.

—Siempre me ha gustado reivindicar la oralidad porque siento que tenemos una fijación importante con la palabra escrita, pero creo que la oralidad también es algo fundamental. Esa palabra oral supone el primer acercamiento que nosotros tenemos a la literatura. El primer contacto con las letras cuando somos niños es a través de los cuentos, de las nanas —que están muy vinculadas al afecto de la familia y nuestros seres queridos—. Es algo en lo que podemos pensar a nivel colectivo, a nivel especie. Son relatos que se han conservado —con sus modificaciones— a lo largo de los siglos, de los milenios. Me gusta pensar en esto como si fuera una fotografía, que me resulta muy bonita, la de tantísimas personas a lo largo del tiempo que se han reunido en torno al fuego para contar y escuchar historias. La literatura no existe sin la oralidad y por eso me gusta que tenga cierta presencia en aquello que escribo, porque hay una relación con la música, con el ritmo, con la sonoridad de la palabra. Cuando estoy escribiendo, tengo que leer necesariamente en voz alta. No puedo escribir sólo en mi cabeza; necesito saber cómo suena cada palabra. Para mí escribir un cuento es como componer una partitura.

—Esa oralidad es muy andaluza. Se va perdiendo el miedo a mostrarla.

—Para mí es importante. En primer lugar, por el estigma sobre el dialecto andaluz, y también porque Alcaravea es un libro que reivindica las raíces. Sentía necesario que esa nana que aparece en el libro lo hiciera de manera estándar, al principio, y con esos rasgos andaluces que caracterizan mi forma de pronunciar y la de todas las personas que me han precedido, al final. “Alcaravea” es una palabra que yo conocí a través de esa nana que le cantaba su madre a mi bisabuela, ella a mi abuela, esta a mi madre, y, finalmente, mi madre a mí.

—Turno para Van Gogh. ¿Cómo fue darle voz en ese primer cuento en el que nos deja sin respiración por la falta de puntos?

—Van Gogh es un personaje que me ha interesado siempre. Me apasiona como pintor, y como persona me interesa esa lucha contra la enfermedad mental. Me gusta ponerme en la piel de personas que tienen algún tipo de trastorno, incluso uno tan grave como el que tenía Van Gogh. Mi intención era imaginar cómo podía ser esa carta que él le escribe a su hermano Theo. Existen unas cartas originales y yo me inventé una en la que quería reflejar cómo se siente la pérdida de la identidad, no reconocerse a uno mismo; el relato acelerado de una persona que es consciente de que le queda muy poco tiempo de lucidez. Y esto, como dices, lo hago sin puntos. Yo siempre escribo a mano, con una letra horrible, y lo hago sin puntos, porque si hubiera esas pausas fuertes, me resultaría mucho más difícil mantener ese ritmo y esa musicalidad que a mí me gustan cuando paso los textos al ordenador. En mis manuscritos ni siquiera uso márgenes. Me gusta entender la escritura como algo desbordante; como un desahogo emocional. Me pareció interesante que este personaje pudiera expresarse con la libertad que le concede la falta de puntuación.

—En los textos de Alcaravea manda la primera persona.

—Me gusta que el personaje tenga oportunidad no sólo de expresar, sino también de comunicar, que para mí es la esencia de la literatura; que sea dialogante, conversacional. Ahí la primera persona funciona muy bien, pero también me interesa el “tú”, que aparece en varios relatos del libro. Me interesa esa forma intermedia entre la primera y la tercera persona. Esa segunda persona está inmersa en la experiencia que está viviendo el personaje, pero al mismo tiempo mantiene cierta distancia.

—¿Cuántas veces reescribe un cuento? ¿Por qué esa obsesión con la calidad de página?

—A veces es algo que cansa. Soy una persona que no puede escribir todos los días. No soy sistemática ni rigurosa en este sentido, porque no soy capaz de encontrar en todo momento la intensidad, la inspiración, de esforzarme como requiere pensar palabra por palabra, su adecuación al contexto, su sonoridad, su ritmo. Me falta tiempo para hacerlo todos los días; soy profesora de instituto. Pero cuando estoy de vacaciones tampoco puedo hacerlo, y además creo que es algo que no me gustaría. No consigo que exista esa necesidad de muchos autores de escribir todos los días. Para mí la escritura no es una obligación. De momento, es una rutina que no puedo tener. Pienso que es algo que también está relacionado con mi forma de escribir: concibo el cuento como un poema. Se trata de una indagación en un instante muy particular. Encontrar todos los días un momento para centrarme en eso es realmente complicado. Paso casi más tiempo pensando en qué es lo que quiero contar que escribiéndolo.

—¿Para cuándo una novela?

—No lo sé. (Risas) Es un género que me interesa mucho como lectora, pero me cuesta verme escribiendo algo tan extenso. Quizás en un futuro. En mi próximo libro de cuentos los relatos están entrelazados, mediante un símbolo común…

—¿Una nouvelle?

—Sí. Puede verse como una nouvelle. Poco a poco voy haciendo una transición hacia otro tipo de género, pero me gusta mucho defender el cuento, aunque sea un género que es visto en España como menor.

—Entonces primero una nouvelle, como transición, y luego la novela.

—(Reímos) Sí. Quizás. Veremos.

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