Alberto Olmos/Zenda

Hemos aprendido mucho de algo que no nos interesa con Los domingos. Creo que la película de Alauda Ruiz de Azúa ganaría el Oscar a mejor filme internacional fácilmente. En Hollywood gustan las películas que retratan realidades secretas, minoritarias, un punto folclóricas. Nada tan folclórico para un norteamericano como un convento en Bilbao.

Me costó ir a ver la película porque cambiaron la hora. Entonces era de noche para salir de casa y ver a una muchacha que quiere ser monja. Me gusta ir al cine a ver exceso de cine. Esto quiere decir que me atraen los tonos, los ambientes, las estéticas, los retos, los riesgos y, en fin, la gramática cinematográfica expansiva.

Me molesta mucho una película que es sólo gente hablando.

Creo que si la hubiera visto en casa, hubiera dejado Los domingos a los veinte minutos, más o menos. La historia empieza con pausa y dubitación, asentando sus coordenadas de manera un poco rudimentaria. No me gusta un pasillo que sale. Es un pasillo empapelado, y quién tiene hoy una casa con papel pintado en las paredes. La película podría empezar quince minutos más tarde, sin que nada se perdiera.

Luego la trama engrana y va todo elevándose, nos olvidamos de esa pátina barata del cine español (ignoro por qué las películas norteamericanas ofrecen todas una sensualidad inmediata en la calidad de imagen; será por las lentes, las cámaras, los cinematógrafos) y nos entregamos a la literatura. Decía Fernán Gómez que lo que buscaba en las películas era literatura. Yo en las películas quiero cine.

Alauda ha declarado que la composición de los planos no la obsesiona, y que su material de trabajo es el actor, sacar del actor la película. Lo entiendo, pues también en las novelas hay quien deja de lado la palabra y se preocupa sólo por el drama. Sin embargo, a mí me gusta la retórica, la falsedad, el artificio y la ensoñación. Podría morirme de un ataque al corazón si me obligan a ver entera una película de Hong Sang-soo.

Cuando la película ya iba muy bien, me salí de sus tensiones y conflictos durante un instante, en un único plano. Creo que es hacia la mitad. La niña que quiere ser monja desea probar su vocación con una estancia breve en el convento, y su padre y su tía la llevan allí. Esperan en una sala a que les reciban. Son tres personas, un espacio cerrado, un plano sostenido general. Recuerdo que un personaje (el padre, pongamos) se situaba a la derecha, y que la tía y la niña monja estaban a la izquierda, levemente solapadas; luego la pintura de la pared o el filo de un esquinazo trazaba detrás de ellas una línea incómoda. Me pareció un plano horrible.

Las escenas con gente colocada han dado para mucho lucimiento en el cine, desde los interiores de John Ford a los cuatro personajes del ascensor en El Gran Hotel Budapest. Hay imágenes icónicas de gente quieta, coreografiada para expresar algo simplemente ocupando un espacio (como el famoso plano de La puerta del cielo, especie de ángelus visual).

Sin embargo, el plano que les digo me pareció tan espantoso que casi le vi talento. Era como si la despreocupación absoluta por dónde colocar a tres personajes dentro de una pre-sala o refectorio u office conventual acabara diciendo también algo. El hecho de que me llamara la atención me hizo pensar si no sería un buen plano, finalmente.

Los domingos parece al principio una película sobre la vocación religiosa. En general, hemos interpretado así la cinta. Pasados los días, creo que Dios no está en la película, no va de la fe, no va de ateísmo. Es sólo una buena historia. Una chavala en el siglo XXI se quiere meter monja, y a ver cómo le dices que eso es una tontería. Es un conflicto muy original.

Para que funcione, Alauda ha escrito un guion impresionante. No sobra nada. No hay personajes innecesarios. Está muy bien pensado y yo disfruto mucho de analizar luego por qué el guion está tan bien pensado.

Por ejemplo, cuando estaba por llegar a los cines la película vimos el tráiler y creo que todos interpretamos que padre y tía eran padre y madre. En el tráiler no podía saberse que Patricia López Arnaiz era la tía; en la película, durante unos minutos, pensé que se trataba de padres divorciados.

¿Por qué mata Alauda a la madre? Porque necesita un trauma, un dolor al fondo, una motivación no expresada. La niña huérfana ve a Dios. Quiere irse con él.

El padre, sorprendentemente, siendo más tosco que la tía, se muestra tolerante con la inclinación cenobita de su hija. Es la tía, encarnando el progresismo, la que luchará para que este desperdicio de vida no se produzca.

Aquí la guionista y directora toma dos decisiones muy inspiradas. Primero, le da a la tía una vida insatisfactoria, para proponer que esta mujer moderna (gestora cultural, encima) tampoco tiene todas las respuestas. Que no sepa solucionar su propia vida (tiene problemas con su pareja, un argentino sin trabajo) nos ayuda a comprender su delicadeza a la hora de hacer frente a una aberración como encerrarse con 17 años en un convento. Esa es la segunda decisión: la calma con la que una mujer moderna trata de disuadir a una muchacha nacida en el siglo XXI de que no haga algo propio del siglo XIII. Es contra-intuitivo. Pero si la tía gritara a las primeras de cambio, no habría película.

Los domingos es una película, pienso ahora, precisamente sobre la decisión. En las dos horas que dura, no hay otra cosa que una decisión que alguien toma y otro no quiere que tome y cuya irreversibilidad se consumará o no en los últimos cinco minutos del filme. ¿Se hará monja está chica? Esa es la película. La película no es: ¿existe Dios?

Para que todo no se desplome en el ridículo, Alauda ha tenido que armar un cuerpo monacal inverosímil, pero muy documentado. Los procesos, la ropa, el convento por fuera y por dentro, los objetos, los camastros, una iglesia o dos que salen. Todo es verdad, es potente, una maquinaria de absorción de almas que quieren llegar a Dios.

Sin embargo, el cura cicerone y las monjitas en general son construcciones a favor de la historia. No existen. No existe un cura que esté eternamente encantado de su relación con Dios, como atontado en la gracia, constantemente edulcorado por la fe, como es el caso del sacerdote que guía a la muchacha hacia su toma de hábitos. La jefa monja, madre superiora, interpretada escalofriantemente por Nagore Aranburu, presenta a su vez un semblante impertérrito en su beatitud. Vive Dios, con Dios, de Dios las veinticuatro horas del día. Luego hay una monja más joven que flipa en colores con su vida de monja, pues Dios le dijo a ella: “Te quiero para mí”.

No hay ni una sola nota de negatividad en el retrato de las monjas o los curas, y esto es así porque monjas y curas parten con mucha desventaja en cualquier película. Si apareciera la más mínima sombra de descrédito sobre el convento en la película, nadie se creería que una chica quiere hacerse monja, que un padre lo tolera, y sería imposible ese logro de Los domingos que resiste todo el metraje y nos acompaña a casa: no saber si la decisión de Ainara (Blanca Soroa) es correcta o no.

La decisión es un disparate, obviamente. La genialidad de Alauda Ruiz de Azúa consiste en mantener la balanza completamente equilibrada hasta que la película termina, y también después, cuando la gente debata sobre ella.

Por eso resulta tan catártico cuando la tía pierde los papeles, en el tramo final. Es un placer enorme verla fuera de sí. “¡Nadie te está llamando!”, grita, y el cine exclama: “¡Ya lo sabía yo, joder!”

Hay un instante de Los domingos que me hizo pensar en Kill Bill. No quería dejar de ponerlo. Ainara no es una novicia, sino una heroína. Está buscando su momento de heroicidad.

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