Jesús Lezama

La mañana del domingo comenzó con una sorpresa. No, no era el fin de la corrupción ni la resurrección del periodismo serio, sino un amigo -muy afín a Morena, pero todavía con pulso y criterio propio- que me envió la columna que publica en El País la escritora y periodista española Rosa Montero. Un milagro. No el contenido, sino el hecho improbable de que aún existan morenistas que leen algo más que memes motivacionales y cadenas de WhatsApp.

Montero, con esa claridad que da el oficio y no los likes, advierte que vivimos en la era dorada de la desinformación. Una apoteosis, dice. Y tiene razón. Nunca tantos carteristas de la verdad habían robado con ilustre destreza ni tantos evangelistas de la Cuarta Transformación habían descubierto que la adulación es un modelo de negocio más rentable que la verdad. Es una fauna variopinta la que describe: influencers gubernamentales disfrazados de reporteros, propagandistas que se venden como analistas, y fieles predicadores del progreso eterno que recitan cifras que no resisten ni media luz.

La realidad ya no se informa, se maquilla, se tunea, se estira y se rellena peor que las fotos de perfil de medio gabinete. La gente -esa multitud navegante que confunde opinión con oráculo y WhatsApp con Biblia- ya no sabe si está leyendo noticias, propaganda o la lista del súper del community manager presidencial.

El problema, explica Montero, es que muchos lectores -ese ser mitológico que antes hojeaba periódicos y ahora sólo desliza el dedo- se han vuelto consumidores compulsivos de información chatarra. Y cómo culparlos, si incluso algunos “periodistas” publican lo que les dicta su fanatismo, su hígado o su patrocinador, en ese orden.

En México, el ecosistema informativo está tan distorsionado que uno ya no sabe si vive en un país o en una fan page administrada por community managers con beca del bienestar.

Y, por si fuera poco, los algoritmos sólo muestran lo que usted quiere creer. ¿Que vivimos en el paraíso? Ahí tiene veinte videos que lo prueban. ¿Que vivimos en el infierno? Otros veinte. ¿Que vivimos en Dinamarca? Bueno, para ese caso quizá ni la inteligencia artificial pueda ayudarle.

La saturación informativa tiene efectos perversos. Mientras más “informados” creemos estar, más ingenuos nos volvemos. Es como comer comida chatarra todos los días: uno se siente lleno, pero lleno de basura.

Muchos periodistas han abandonado esa línea de defensa que alguna vez se llamó democracia. Hoy la única trinchera que protegen es su canal de YouTube, su página de Facebook, Instagram o Tik Tok y su contador de visitas y reproducciones. La Cuarta Transformación los ha convertido en predicadores digitales del optimismo obligatorio. Si el país se incendia, lo cubren en vivo, sí, pero desde un ángulo donde parece que sólo es la luz bonita del amanecer.

En ese sentido, los medios que todavía intentan hacer periodismo son regañados por atreverse a informar lo que no combina con la narrativa oficial. Y en medio del desastre quedan los jóvenes, esos que Montero llama “combatientes de la democracia”. Pobres chamacos, les tocó luchar contra bots, trolls, influencers gubernamentales y líderes de opinión que opinan sin liderazgo y sin opinión.

Y, sin embargo, Montero acierta: sin medios fuertes, la democracia se deshace como colonia barata.

Porque “Hoy el periodismo es más necesario que nunca… porque alguien tiene que limpiar el tiradero que dejó la verdad cuando se fugó del país”, remata la escritora.

Publicidad