Hay frases que, por su discreta contundencia, parecen contener un autor entero. Una de ellas, atribuida a Jorge Luis Borges en una entrevista televisiva de 1976, suena como una grieta inesperada en el mármol de su figura pública: “Soy desagradablemente sentimental.”
En un escritor celebrado por su lucidez geométrica, su ironía y su pudor intelectual, la confesión sorprende menos por su contenido que por su franqueza.
Quienes recorren su obra lo saben: detrás de los laberintos y los tigres, de los espejos infinitos y los juegos eruditos, late una emoción que Borges ocultó con la misma devoción con la que otros se exhiben. Ese pudor sentimental aparece ya en Fervor de Buenos Aires, con sus esquinas humildes y su nostalgia anticipada; retorna en los poemas dedicados a su padre, a su patria perdida en la lluvia, y acaso con mayor fuerza en los textos escritos tras la muerte de su madre, cuando confiesa sentirse “inconsolablemente solo”.
Borges, que desconfiaba de la exhibición sentimental, terminó por admitir que su aparente frialdad era un artificio, una coraza. Su literatura, en cambio -y él mismo lo insinuó- era el modo más sincero de decirse sin decirse. El sentimentalismo, lejos de ausentarse, aparecía disfrazado de símbolo: el destino que retorna, el héroe que se inmola, la eternidad que condena o salva.
La frase -recuperada y repetida por lectores, críticos y devotos- vuelve a poner en el centro la dimensión más íntima del escritor: un hombre vulnerable que, entre bibliotecas y ficciones perfectas, nunca dejó de sentir demasiado. Quizá por eso su obra sigue tocándonos con esa mezcla inusual de inteligencia y ternura silenciosa.
Y así, Borges continúa siendo, en su propio y paradójico decir, un sentimental que se quiso esconder en los espejos, pero que terminó revelándose en cada página.










