Sin prudencia política ni meditación discursiva, anoche la expresidenta del Poder Judicial de Veracruz, Lisbeth Jiménez Aguirre, difundió un mensaje solemne en el que calificó su nombramiento -en los tiempos cuitlahuistas- como “el gran honor” de su carrera, atribuyéndose “firmeza” y “responsabilidad” en el ejercicio de la justicia.
En su comunicación dejó una joya involuntaria: un ejercicio más cercano a la autoprotección que a la rendición de cuentas, orientado a preservar su imagen antes que a transparentar resultados. Una despedida sin despedirse.
Jiménez Aguirre intenta proyectar que “honra” la ley, en un claro esfuerzo por cortar de tajo cualquier señalamiento sobre presuntas aspiraciones a convertirse en la próxima Fiscal General del Estado. Tales aspiraciones, de existir, serían en términos prácticos tan remotas como la idea de instalar colonias humanas en Marte, según la NASA.
La togada conoce perfectamente que la Constitución federal, la Constitución local y la Ley Orgánica del Poder Judicial de Veracruz establecen impedimentos que vuelven jurídicamente inviable reutilizar su cargo como plataforma para un relevo político inmediato, conforme se ha expuesto en análisis previos.
Cualquier intento de salto institucional toparía con candados normativos, inhabilidades vigentes y la lógica elemental de la separación de poderes. Un movimiento así abriría la puerta a impugnaciones por conflicto de interés, parcialidad o vulneración de requisitos constitucionales.
En este marco, su mensaje de aniversario adquiere otro sentido: más que conmemorar una gestión, parece diseñado para desactivar rumores sobre una eventual búsqueda de otro cargo. Al insistir en su “compromiso intacto”, pretende blindarse ante cuestionamientos por supuestas ambiciones personales, aunque el resultado sea inverso: exhibe preocupación frente a una narrativa que no puede controlar.
El empecinamiento de la magistrada Lisbeth no sólo está fuera de la ley, sino que además amenaza con convertirse en un problema político innecesario para la primera gobernadora de Veracruz, Rocío Nahle.

La expresidenta del Poder Judicial, en pleno boloochiísmo, confirma que su discurso de lealtad y de “honra” a la ley se queda en la retórica simbólica.
La distancia entre lo que declara y lo que la normatividad realmente permite no podría ser más evidente, pese al eco sumiso de voceros de cuarta -de monto pepenador, pero sin monta relevante- que ya no sorprende a nadie.
Y al final pocas cosas generan más sospechas que quien intenta convencer de que no persigue lo que, por ley, jamás podría alcanzar.










