Juan Carlos Laviana/Zenda

En la montaña, de Diego Enrique Osorno, toma como punto de partida el periplo emprendido en 2021 por el Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) para invertir del viaje de Colón. Es decir, cruzar el Atlántico, de América a Europa, con el fin de “contrastar las experiencias insumisas a ambos lados del océano” e “intercambiar ideas para dar una salida al mundo”. Eso sí, se precisa, “sin ánimo de colonizar”.

La obra fue galardonada en 2024 con el premio Anagrama de Crónica / Fundación Giangiacomo Feltrinelli . Que nos encontramos ante una valiosa pieza  del periodismo narrativo lo certifica la presencia en el jurado de autores como Martín Caparrós, Juan Villoro, o Leila Guerriero.

La pormenorizada historia de la insólita aventura zapatista, a la que el periodista mexicano fue invitado, es mucho más que un punto de partida —de hecho, ocupa gran parte del libro—,  es sobre todo la excusa para ofrecernos una visión de la terrible situación que vive México en las últimas décadas. Situación que, por su carácter casi crónico, no obtiene la atención mundial que debiera. Lo que investiga Osorno —y no únicamente  en esta obra— es “la violencia imparable que ha llevado a la democracia mexicana del siglo XX a registrar más actos de tortura, desapariciones y ejecuciones que cualquier dictadura latinoamericana del siglo XX”. Y ya es decir.

Esa violencia imparable no solo continúa en el presente siglo, sino que se intensifica después de que el presidente Felipe Calderón declarara en 2006 la llamada “guerra contra el narco”, que, en vez de lograr sus presuntos fines, “colmó de sangre y dolor decenas de pueblos y ciudades, convertidos en tierra sepulcral”. Y, como añade el autor, “el periodista es consciente de que tiene cierto deber de buscar los silencios importantes en medio del ruido”.

“Entre 2006 y 2023, un promedio diario de 92 personas fueron asesinados y 26 desaparecieron —se detalla en el libro—. En ese mismo tiempo, se han encontrado tres mil fosas clandestinas. Buscar es uno de los términos trágicos del presente mexicano”. Diego Enrique Osorno fue uno de los periodistas que decidió denunciar la “impunidad de esta barbarie”, de los que participó de forma activa en “los esfuerzos colectivos desde la trinchera del periodismo”.

Tal vez sea ese el motivo por el que los zapatistas lo eligen cuando deciden llevar a bordo de La Montaña un “testigo externo que deje registro del hecho histórico”. “Se me explicó que tendría libertad total de narrar lo que viera en el viaje —cuenta—. Sólo se me pidió que, en las imágenes que captase, procurara que los viajeros zapatistas aparecieran con el rostro  cubierto por los pasamontañas que simbolizaban su lucha o el tapabocas ahora en boga [estamos en plena pandemia]”.

La iniciativa zapatista de echar al océano el barco rebautizado como La Montaña llega 30 años después del alzamiento armado indigenista del 1 de enero de 1994, que puso a Chiapas y al enigmático y singular subcomandante Marcos en el centro de la atención del mundo entero. Pero, ¿qué pasó después?, ¿qué fue de aquellos guerrilleros? Osorno lo cuenta. Tras la insurgencia, se suceden años de estériles negociaciones con el Gobierno, “En 2003, los zapatistas rompen el diálogo con las autoridades y establecen de facto la autonomía de los territorios bajo su control —explica el periodista—. Organizados alrededor de los “caracoles” [Nombre dado a las sedes regionales de su sistema autonómico de gobierno], se dedican desde entonces hasta ahora a mejorar sus condiciones de salud, educación y alimentación. La ausencia de políticos —aunque suene utópico— les ha permitido sobrevivir mejor a la ensangrentada democracia mexicana del siglo XXI”.

“Con voluntad de hierro y una resistencia creativa —añade—, los zapatistas habían logrado mantener un gobierno al margen de los poderes oficiales y fácticos que regían al resto del país. En 2018 habían pasado de tener cinco a doce “caracoles”. La expansión zapatista… había pasado desapercibida por los grandes medios de comunicación y las redes sociales, volcados al frenesí electoral y la llegada al poder de López Obrador”.

La Montaña, en realidad, es un centenario velero holandés de matrícula alemana, llamado oficialmente Stahlratte (‘rata de acero’ en alemán). La expedición zarpa el 2 de mayo de 2021. Comienza una odisea cargada de simbolismo, con la intención utópica de llevar la montaña, y lo que significa para la lucha zapatista, al océano. Es una odisea que inevitablemente recuerda a la del barco de Fitzcarraldo (Werner Herzog, 1982), transportado por indígenas a través de una montaña amazónica.

A Osorno le interesaba comprender aquel movimiento utópico en la época de la muerte de las utopías, un nuevo modelo de sociedad frente al capitalismo dominante tras el fracaso del bloque del Este.  Se trata, sobre todo, de una luz, un atisbo de optimismo en medio de la oscuridad de aquel México ensangrentado. Durante la travesía de ocho semanas, el periodista apenas dice nada. Se limita a escuchar. “Creo en la crónica como resultado esencial de oír de una forma activa y drástica”, proclama.  Deja hablar a los protagonistas a través de lo que llama “Bitácora colectiva”. Y así, van dejando constancia de sus opiniones los miembros del Escuadrón 4-2-1 del Ejército Zapatista, el viejo capitán alemán o la variopinta tripulación del barco, conformando una crónica coral armada con sus propias palabras por sus protagonistas.

En paralelo, Osorno ofrece lo que llama el “Diario del naufragio”. Aquí cuenta su experiencia en Berlín, donde ha sido becado para escribir el guión del documental La Montaña. En la capital alemana se queda impresionado por la “topografía del terror”, por los restos de la época nazi. Visita museos y antiguos campos de concentración. Sus reflexiones no desentonan en el conjunto del libro. Es el periodismo mestizo: crónica, narración entrevista, reflexión, en la que géneros y temas diferentes se van entrelazando, formando un todo armonioso.

A lo largo de la narración, Diego Enrique Osorno intercala interesantes reflexiones sobre el periodismo y sobre su ejercicio en nuestros días, de las que va dejando constancia en su diario. Así, considera que vivimos una época de confusión, en la que es difícil encontrar respuestas, “en la que los ensayistas han sido sustituidos por los opinólogos, y la crónica apenas puede balbucear una explicación de lo que sucede”.

Se pregunta “¿cuál es la conexión personal que sientes mientras investigas y escribes una historia?” “Tratas de implicarte lo más que puedes cuando haces una crónica —se responde—. El periodismo es algo personal. No haces historias por hacerlas. Siempre hay algo íntimo en ellas, aunque no esté a la vista. Cuando investigabas y escribías la crónica de la terrible tragedia de la guardería ABC (el incendio en 2009 en el que fallecieron 49 niños de entre tres meses y cinco años por falta de medidas de seguridad), estabas viviendo la paternidad. Querías colaborar en la denuncia de un gran crimen aún impune. Tratabas de entender lo que significa ser padre en un país como este, en el que el sistema no se conmueve ni siquiera con la muerte de cuarenta y nueve niños a causa de la corrupción (…) Escribes sobre la violencia, porque no lo soportas”.

La implicación obsesiona al autor, que no cesa de preguntarse por el ejercicio de la profesión. “¿El periodismo —al igual que la poesía— debe llevarse a cabo con una postura antiideológica?, ¿qué tan cercano o indiferente debe ser con lo que cuenta? Un verdadero reportero —al igual que un verdadero poeta— está hundido —sí, hundido— en su oficio. No hay otra manera de ejercer periodismo que no sea desde la vulnerabilidad”.

“Aunque a veces parezca un ejercicio de poder —continúa la reflexión—, este oficio es marginal cuando se hace cabal, porque sucede en medio de una voluntad ingenua de ser independientes y en el permanente intento de concordar otros puntos de vista, intereses y expectativas que rondan la mirada que va reproduciendo el periodista. Sin esta tensión, no hay crónica. Cuando llegue a mi callejón sin salida (todo reportero topa siempre con uno), ¿acaso tendré opción de ser otra cosa sin remordimiento alguno?”

En lo que va de siglo, al menos 141 periodistas y trabajadores de medios han sido asesinados en México. El país está considerado el más peligroso del hemisferio occidental para ejercer la profesión. Osorno explica la estremecedora cotidianidad del trabajo. “Le dicen a un periodista: «Aquí está la foto de tu familia y una pistola, y aquí está un fajo de billetes, escoge. No necesito tocarte siquiera, pero va a salir lo que yo quiero que salga». Además, uno, como periodista, sabe que te estás jugando la vida en una nota, cuando hace 25 años no pasaba eso, pero es igual con ser mujer o niño… Ese proceso de descomposición social que nosotros decimos que es irreversible hace que vivir ya sea un reto, cuando antes la expectativa de la gente en la ciudad era: ¿cómo vivo mejor?”.

Con toda crudeza, cuenta cómo la crónica es la herramienta esencial del periodismo. “Es importante la crónica, porque ayuda a mirar tormentas de mierda que no se ven. Una buena crónica puede lograr hasta que huelas lo que te está contando. Y lo que vive el mundo huele mal. En serio. Hay un sistema coprófago que perfuma las historias. El reto que tiene nuestra crónica es contar el olor que oculta la muerte. No es fácil, porque es tanta la mierda que nos inunda, y desde hace tanto tiempo que nos hemos acostumbrado a su aroma”.

Diego Enrique Osorno es radical. Apuesta por aplicar al periodismo el infrarrealismo, movimiento poético surgido en México a finales de los setenta y en el que llegaron a participar escritores como Roberto Bolaño. “El periodismo infrarrealista —aclara Osorno—, más que reflejar una idea política, quiere sentir el ánimo del mundo, y encenderlo de nuevo con una insurrección de la mirada, de las miradas. Para luego rehacerlo todo”.

Ese es el espíritu con el que el periodista impregna En la montaña, el espíritu que le llevó a compartir el periplo zapatista. “Hacer periodismo en el mundo de hoy, buscar la verdad, implica riesgos —concluye—. Hay que ser nómadas proletarios dispuestos a viajar hasta el fin del mundo, donde no sabemos si nos esperan abismos o amaneceres apocalípticos”.

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