En el despacho del director le esperaba un detective. Estaba claro que la cosa no pintaba bien para Alan Moore. Era 1969, tenía 16 años y había colmado todos los vasos de la paciencia ajena: parecía generar problemas con la misma rapidez con la que crecía su laberíntico pelo. Tanto que el instituto, harto de su rebeldía, recurrió a la policía. Él debió de olerse el peligro: cuando le sacaron de su clase de arte por última vez, aprovechó el camino para deshacerse de la marihuana que guardaba en los bolsillos. Era tarde, sin embargo, para liberarse de su historial de precoces flirteos con el LSD. El veredicto del responsable de la brigada local antidrogas resultó inapelable: expulsión. Así, el pequeño Moore volvió a Los Boroughs, el barrio pobre de Northampton (Reino Unido) donde vivía, y les contó a sus padres las nuevas. Para ellos, fue “el fin del mundo”. Nada más lejos de la realidad. Era el comienzo.
Si las instituciones le daban la espalda, buscaría el éxito lejos de ellas. Entonces y para siempre. Se lanzó, pues, a escribir y dibujar tebeos. Pronto abandonó los lápices y se centró en las letras. Más que una prueba, Watchmen, V de Vendetta o From Hell suponen la sentencia incontestable de un talento revolucionario. Moore es hoy uno de los autores de cómics más venerados de la historia. A sus 66 años mantiene su imaginación abrumadora, su espíritu contracorriente, su ideal “anárquico” y un cabello que las décadas han vuelto más gris pero no menos caótico. Aunque algo también ha cambiado: por un lado, confirma que su relación con los tebeos está acabada. Y, por otro, Los Boroughs ahora es también el título del primer tomo de Jerusalén, la segunda novela de Moore, que hace unas semanas al fin se publicó en español (Minotauro). La tierra que un día le marginó hoy presume orgullosa de su vecino más célebre —el autor reside en Northampton—. Y él ha dedicado al kilómetro cuadrado donde se crio su obra “más ambiciosa”.
El propio autor ofrece por email un resumen de lo que Jerusalén pretende: “Quería centrarme en Northampton, en el tiempo y la muerte, exponer los rincones más extraños de la existencia de mi familia, hablar del desarrollo del idioma inglés, de los pobres y la historia no escrita de la clase trabajadora, cuya voz apenas está presente en la literatura. Y deseaba crear una narrativa para jóvenes lejos del boom post Harry Potter de libros lucrativos presuntamente para niños”. El esfuerzo le ha costado una década. Y el resultado es titánico: desborda las 1.000 páginas, suma 652.041 palabras (más que Guerra y paz) y convirtió la traducción española de José Torralba en una hazaña. Sin moverse de Northampton, el libro viaja por los siglos, los formatos y los lenguajes, mezcla a Dickens, Dos Passos y Beckett. Hasta incluye un capítulo escrito en un idioma a lo Joyce que Moore reconoce que puede ser incomprensible. “El lenguaje está ahí para jugar con él y avanzar”, defiende. En una reseña, The Guardian celebra los momentos deslumbrantes de Jerusalén, aunque también avisa: “Es una novela en la que todo se dice por lo menos dos veces”.
“Representa un intento de ir hacia una nueva narrativa que no esté ligada a ninguna norma, pero que sea a la vez altamente accesible”, agrega el autor. Además de la osadía, Jerusalén conserva también la empatía con la que Moore trata a sus personajes. “Siempre he intentado sentir algo de compasión incluso por el más desagradable”, asegura. Resuenan aquí los ecos de la gran lección que le legaron sus padres: por encima de todo, debía ser “un individuo decente”.
A ratos, eso sí, Moore llega bastante más lejos. “Escribir puede ser exigente, pero los momentos de progreso compensan de sobra. Cuando creamos, siento que estamos a solo un milímetro de lo divino”, explica. Desde luego, el pequeño Joshua Chamberlain estaría de acuerdo. Este niño, también residente en Northampton, le envió al autor una carta en 2016, cuando tenía nueve años. “Eres el mejor escritor de la historia de la humanidad. Por favor, contéstame”, le decía. El autor respondió agradecido, aunque discrepando. Pero su influencia sobre la cultura contemporánea es gigantesca. Ahí están las máscaras de Guy Fawkes de V de Vendetta llenando las plazas, los superhéroes dominando estanterías y taquillas o las adaptaciones millonarias de su obra. La última, la serie Watchmen, ha sido la alegría del año para HBO.
Pero hace décadas que Moore perdió su propiedad intelectual y no recibe nada por ello. Tanto que, en sus respuestas, omite la pregunta al respecto. Ya dejó claro que tampoco quiere hablar de DC Comics. “Cuando empecé en el tebeo, era un medio creado para la clase trabajadora, y sobre todo para sus hijos. Se producía y distribuía de forma barata para un amplio público adolescente, la edad en la que el público está más hambriento de ideas nuevas y radicales. Ahora, casi todos los cómics son para la clase media, y sobre ella. Mucha de esta audiencia literariamente moribunda es gente de mediana edad motivada por la nostalgia de su infancia y de tiempos más simples”, asevera Moore. Paradójicamente, el autor es consciente de que él contribuyó a esta desolación. En los ochenta, a la vez que Art Spiegelman y Frank Miller, demostró que el cómic podía ser para adultos, estar a la altura de la novela u optar al Pulitzer. “Lo que fue nuestra forma artística hoy es una pasión en vía de desaparición para gente que se ha detenido en la adolescencia”, insiste.
Y no solo. Moore siempre chocó con sus empleadores. Acumuló peleas, marchas adelantadas y acabó todo lo lejos posible de Marvel y DC Comics. “Son como el Infierno de Dante, mientras que la escena independiente se parece a 1984. Estoy cansado de la industria del cómic. Ya se han llevado demasiado de mi tiempo. He repudiado el 80% de mi trabajo en los tebeos, ya que no me permiten ser su dueño. Me han alienado completamente. No conservo copias en casa, y no volveré a leer esas obras”, aclara. Porque su lista de disputas es casi tan larga como su currículo: Moore siempre discrepó de las adaptaciones fílmicas y de la explotación masiva. Donde él abanderaba riesgo y complejidad, le proponían “parques temáticos”, por citar una e presión que utilizó antes que Martin Scorsese para referirse al cine de superhéroes. Hoy lo considera “una plaga”. Pero fue privado de la última palabra sobre sus criaturas. Ni tampoco vio nunca los beneficios que generaron. “A menudo me ha resultado imposible mantener la libertad de mis creaciones. Y me he encontrado a mucha gente que ha intentado aprovecharse de mi talento. Volvería a tomar todas mis decisiones morales, pese a su coste. No tengo remordimientos. El único, a veces, es el mismo hecho de que me dedicara a los cómics”, añade Moore. A los lectores, en cambio, les parece una decisión más que acertada.
La fe en el lector… y el Brexit
“La buena escritura es la que empuja al lector a un compromiso activo. El arte realmente efectivo exige que el público haga al menos la mitad del trabajo”, sostiene Alan Moore. Su obra es un claro ejemplo de ello. Ambiciosa, arriesgada, críptica, pero adorada. El autor demuestra una fe robusta en sus seguidores, pero mucho menos en la industria: “El individuo medio es capaz de afrontar una narrativa compleja, pero a menudo no es lo que se le ofrece. En la cultura popular, primero, se decide que el público está compuesto sobre todo de simplones que no apreciarían nada inteligente. Entonces, se producen obras de ese estilo, asumiendo que es lo que la masa quiere. Este proceso, prolongado durante décadas, genera una audiencia que difícilmente podrá reconocer un material inteligente, si es que lo ve”.
Eso sí, Alan Moore no quiere a todos los lectores por igual. Hay una excepción explícita: “El referendum del Brexit fue un coup desde arriba. Varias generaciones tendrán que asumir sus consecuencias. Sería preferible que la gente que votó a favor evite tanto mis obras como mi persona. Prometo mostrarle la misma consideración”.