La escritora Ana Merino explora en su nuevo libro ‘El camino que no elegimos’ el momento en el que una vida estable se rompe sin previo aviso. Asegura que “el amor deja de latir” y hay que ver qué se hace cuando eso sucede.
La autora (Madrid, 1971) explica en una entrevista con EFE que la novela nace de su interés por investigar “el periplo del amor y hasta qué punto se van distorsionando los afectos”, una curiosidad que la llevó a indagar en por qué las parejas se rompen.
Esto mismo la llevó a investigar en sus propios personajes y en cómo afrontan esa fractura los protagonistas, Juana y Connor, cuando su historia de amor “ha dejado de latir” y eso les obliga a reconstruirse.
Para Merino, escribir sobre una pérdida no buscada sin caer en el dramatismo pasa por acompañar a los personajes desde la cotidianidad, tanto a quien sufre el abandono como a quien carga con la culpa de haber tomado esa decisión.
De esta manera, “la historia no se convierte en algo completamente oscuro, sino en una parte de la vida en la que a veces las relaciones no funcionan y hay que ir hacia otro lugar”.
En ese proceso, las plantas adquieren un peso simbólico fundamental, como un ecosistema que refleja lo que crece y lo que se marchita, una idea que se articula en un pequeño pueblo de Nueva Inglaterra rodeado de bosques.
Desde allí, Juana es profesora y humanista y Conor es botánico, un científico que estudia las plantas y que ha convertido su espacio doméstico en una colección vegetal.
La autora señala que le interesaba ese binomio entre dos formas de mirar la realidad y que las plantas funcionaran como “testigos silenciosos”, tanto en la casa como en los bosques, y en el invernadero del departamento universitario de Biología y Botánica.
La novela se construye además a partir de tres personajes femeninos principales que representan “tres formas distintas de entender el amor”, todas ellas “válidas aunque muy diferentes”, con contrastes de edad, cultura y experiencias vitales que aportan ritmo y fuerza al relato a través de una relación marcada también por la distancia.
Merino reflexiona sobre cómo el amor se transforma según las épocas y las culturas, aunque subraya que hay algo que permanece, ya que al leer a Stendhal uno descubre que hay elementos “enormemente familiares”. “Somos seres humanos hechos de la misma sustancia que hace dos mil años” y entonces, como ahora, existían el deseo, la ternura y las pasiones, dice.
Frente a un presente acelerado y marcado por las redes sociales, la escritora se muestra convencida de que habrá un “regreso al tiempo pausado” de la lectura “por salud mental”, al considerar que “las redes generan más ansiedad que placer” y que el lector que recupera el libro se siente más acompañado y desarrolla su imaginación y sus capacidades emocionales.
En ese retrato complejo de las relaciones, Connor no aparece como un villano, sino como un personaje atravesado por “su propia confusión”, alguien que toma una decisión que la autora considera “necesaria” porque “no puede seguir viviendo una doble vida ni mintiéndose a sí mismo y debe enfrentarse además a sus problemas de adicciones”.
Además, Ana Merino insiste en que no juzga a sus personajes ya que en la novela “no hay censura”, sino un intento de mostrar lo que ocurre y cómo cada uno gestiona lo vivido desde su propio plano vital, “con un trasfondo de secretos familiares y heridas que se arrastran y condicionan la forma de percibir al otro y de relacionarse”.
A medida que el lector avanza, aparecen las biografías marcadas por la orfandad, la guerra o los abandonos tempranos, elementos que revelan que todo es “más complejo y dinámico de lo que parecía” y que “pequeñas heridas pueden influir decisivamente en la convivencia y en las emociones”.
La novela se cierra con la idea de que “siempre existe un margen para decidir” porque cada lector se encuentra en un momento vital distinto, así como con una reivindicación final del amor como experiencia que, pese a todo, “sigue mereciendo la pena”.









